Hace una década, algunos noruegos sintieron que la etiqueta de enfermedad mental se le estaba aplicando erróneamente a Anders Breivik, un extremista de derecha que, el 22 de julio de 2011, asesinó a 69 personas en un campamento juvenil dirigido por el Partido Laborista de izquierda, tras asesinar a ocho personas en Oslo horas antes ese mismo día. Al igual que Gendron, a quien al parecer inspiró, Breivik explicó su razonamiento en una perorata racista que pedía la deportación de todos los musulmanes de Noruega y arremetía contra el “genocidio cultural contra los pueblos originarios de Europa” (con eso se refería a personas blancas como él). Después de los asesinatos, no mostró ningún remordimiento, como cabría esperar de un fanático que sintió que era su deber y misión asesinar a personas de izquierda responsables de permitir la entrada de musulmanes a Europa.
Pero como escribe Asne Seierstad en One of Us, su libro sobre Breivik, dos psiquiatras forenses nombrados por el tribunal interpretaron su falta de empatía de otra manera: como un síntoma de esquizofrenia paranoide, lo que en Noruega quería decir que Breivik sería enviado a un hospital psiquiátrico en lugar de una prisión. El diagnóstico se realizó a pesar de que el propio Breivik describió la masacre que había cometido como un acto político, una carnicería deliberada que ejecutó con plena intención de acuerdo con sus creencias. Al igual que en el caso de Gendron, estas creencias no eran solo de Breivik. Las compartían algunos miembros del Partido del Progreso, un partido antimusulmán al que Breivik había pertenecido (los líderes del partido condenaron sus acciones). Posteriormente, una segunda evaluación psiquiátrica concluyó que, si bien Breivik había exhibido signos de trastorno disocial de la personalidad y “rasgos narcisistas”, no era psicótico, lo que despejó el camino para su juicio y posterior condena.
Como muestra el caso de Breivik, determinar quién debe ser clasificado como un agresor con enfermedad mental no es fácil, no solo por razones de diagnóstico, sino también por razones morales y políticas. En su libro Hatred: The Psychological Descent Into Violence, el psiquiatra Willard Gaylin argumenta que la ubicuidad de las interpretaciones psicodinámicas de la violencia destructiva corre el riesgo de trivializarla.
Para ilustrar el peligro, Gaylin citó la respuesta del cardenal Bernard Francis Law, arzobispo de Boston, durante la declaración para el juicio de John J. Geoghan, un sacerdote católico que fue declarado culpable de tocar indebidamente a un niño de 10 años y acusado de violar y abusar de más de 130 niños, abusos que sus superiores conocieron durante décadas. “Vi esto como una patología, una patología psicológica, una enfermedad”, declaró el cardenal Law sobre esas acusaciones. Fue una desviación sorprendente del tipo de lenguaje que la Iglesia solía utilizar cuando condenaba conductas que consideraba inmorales, como la homosexualidad y el aborto. También recalcó lo que puede suceder en una cultura “donde nada está bien o mal, sino que solo es enfermo o sano”, argumentaba Gaylin, “donde nada se considera punible, solo tratable”. Para confrontar el odio violento, necesitamos poder nombrarlo e identificarlo como perverso, mantiene Gaylin, un imperativo que el lenguaje terapéutico puede truncar. “Si todo comportamiento aberrante fuera enfermizo, ya no habría lugar para los juicios”, argumenta.
Sin embargo, reconocer el papel que pueden tener los problemas de salud mental en los delitos de odio no implica restarle importancia a su carácter prejudicial o desviar la atención del lenguaje y las ideas incendiarios que pueden propiciar su ascenso. En Estados Unidos, con demasiada frecuencia, parece surgir una lógica binaria falsa: los problemas médicos contra los políticos. La verdad es que a menudo es imposible desvincular la experiencia interna de los trastornos mentales de las fuerzas externas políticas y sociales que dan forma al mundo. Además, las personas que padecen enfermedades mentales no son más inmunes a estas fuerzas que el resto de la sociedad. Una de las razones por las que la retórica de figuras como Carlson es tan peligrosa es que puede infiltrarse en la cultura y, con el tiempo, contribuir a impulsar a un individuo furioso con inestabilidad mental a actuar de manera violenta. Podría fomentar el terrorismo estocástico: violencia inspirada por lenguaje incendiario cuya erupción es predecible, aunque los detalles específicos no lo son.
En 2019, un hombre armado en El Paso, Texas, abrió fuego en un Walmart y mató a 23 personas, muchas de ellas latinas. El atacante acusado, un hombre blanco de 21 años llamado Patrick Crusius, quien se declaró inocente, tiene, según sus abogados, síntomas psicóticos, pero sin duda no pareció haber elegido a sus víctimas al azar. Antes de perpetrar el tiroteo en masa, los investigadores creen que publicó un manifiesto en 8chan que denunciaba la “invasión hispana” de Estados Unidos, un sentimiento que ha expresado un coro cada vez mayor de figuras xenófobas de derecha en años recientes, entre quienes destaca Donald Trump.
A Edward Dunbar, profesor de psicología en la Universidad de California, Los Ángeles, quien investiga delitos motivados por prejuicios, no le sorprende que, durante la pandemia, cuando se cernió un discurso antiasiático en el debate público —gracias en gran medida a Trump, quien se refirió en repetidas ocasiones a la COVID-19 como el “virus chino” y la “gripe kung-fu”— algunas personas con trastornos de salud mental tomaran acciones en consecuencia. Como señaló Dunbar, una de las cosas que puede propiciar los crímenes de odio es cuando los líderes públicos satanizan a un grupo, con lo que, en la práctica, le mandan un mensaje a la sociedad de que dañar a sus miembros no tiene ninguna repercusión social. Nadie debería sorprenderse cuando individuos que no controlan sus impulsos o padecen delirios paranoides terminan por agredir a otros, dijo Dunbar, sobre todo cuando los individuos con problemas de salud mental, agravados por la pobreza o la falta de vivienda, perciben al grupo demonizado como exitoso, una suposición que se ha hecho desde hace mucho sobre los estadounidenses de origen asiático. “Al igual que con olas previas de antisemitismo, el resentimiento hacia los asiáticos está dirigido contra aquellos que les va bien o mejor que a ti”, explicó Dunbar.