Aprendí que, si mi mirada era muy intensa, los hombres (y de vez en cuando las mujeres) me preguntaban en voz baja a qué hora acababa mi turno; si era demasiado sutil, me ignoraban y me dejaban propinas decepcionantes.
El truco era suscitar la sensación correcta en mí misma —yo tengo algo que quieren, y quiero dárselo, pero no todavía—, servir los platos de comida como símbolo de otra cosa, proyectar un ligero aire de estar negándoles un deseo. Aprendí lo que saben todos los buenos agentes comerciales: si insinúas que una persona quiere algo con la suficiente confianza en ti misma, es bastante probable que te crea.
Cada turno era un ejercicio sobre el arte de la seducción, y cada uno acababa con un recuento de propinas que equivalía a una especie de calificación: una puntuación numérica para mi nivel de éxito.
Perfeccioné mis habilidades enseguida. Al cabo de solo unas semanas, podía llevar cinco platos en una bandeja, calculaba al instante la cuenta en la cabeza y calaba a los clientes casi igual de rápido. Sabía si un comensal quería coqueteo, que lo tratara con cierto disgusto (eran raros, pero los había) o que les diera la bienvenida como a un familiar perdido mucho tiempo atrás. Mi carácter disperso, que me hacía muy torpe en mi vida cotidiana, se concentró con la corriente de señales sociales. Entendía de forma intuitiva su cadencia, como una bailarina que coge el ritmo. Cuando estaba trabajando, no pensaba y no cometía errores, lo cual estaba muy bien, porque mi sustento dependía de ello: en 1996, el salario mínimo para los empleados que reciben propinas era de 2,13 dólares por hora.
Mi segundo trabajo fue de camarera en el Greenhouse, otra institución histórica de Cambridge. El restaurante, carísimo, tenía un rótulo verde icónico y un comedor que siempre estaba lleno de humo de cigarrillos. Las profesoras, por lo general, dejaban buenas propinas, y querían un poco de flirteo cortante, salpicado de ironía, como si siguiésemos la misma broma. A los trabajadores que comían en la barra les gustaba intercambiar palabras cariñosas, y que coquetearas con ellos un poco. A veces me salía naturalmente imitarlos, y omitía las erres al hablar con ellos: ¿lo quieres con pastel mahmolado?
Después del Greenhouse, tuve otros 10 trabajos o más en restaurantes: el deli judío donde venían las familias a tomar el brunch, la pastelería frecuentada por lesbianas adineradas, el restaurante mexicano adonde iban muchos turistas y celebraba despedidas de solteros… Fuesen cuales fueran sus diferencias, cada restaurante era un microcosmos de jerarquías sociales mayores. Una vez trabajé en el turno del brunch en Belmont con un tipo con el que estaba saliendo. A menudo se colocaba antes del trabajo y después lo hacía fatal. Nunca pensaba en qué quería el cliente, nunca interpretaba las sutiles señales en sus rostros, nunca seducía a nadie. No tenía que hacerlo. Podía equivocarse al tomar nota de las comandas, confundir las mesas, derramar agua sobre un cliente y, aun así, al final del turno acababa con un montón de propinas. Mientras, mis ganancias se reducían si al sonreír me quedaba corta o me pasaba.