Deberíamos aprender de la determinación ucraniana. En Kiev, conocí al sargento mayor Dmytro Finashyn, de 28 años, quien resultó gravemente herido en los combates de mayo y fue separado de su unidad.
Durante dos días, recuperó y perdió la conciencia, arrastrándose hacia sus líneas a través de un campo de minas cuando podía, bebiendo de un pantano, preguntándose si debía cortar su brazo izquierdo destrozado. Los soldados ucranianos lo encontraron, medio muerto, y los médicos le amputaron el brazo izquierdo y un dedo de la mano derecha. Está a punto de que le pongan una prótesis de brazo, y luego piensa volver a su batallón.
“Estamos entre la espada y la pared”, me dijo. “No tenemos adonde huir. Solo podemos avanzar”.
A la esposa de Finashyn, Iryna, banquera, no le entusiasma su determinación de volver a la guerra con un brazo artificial. “Todavía estoy hablando con ella”, reconoció.
Los ataques aéreos rusos sobre Kiev dejaron sin electricidad y agua a la familia; los Finashyn se encuentran entre los 4,5 millones de ucranianos que se han quedado sin electricidad estable. Así que ella ya se está convenciendo. No quiere perder a su marido, pero tampoco quiere perder a su país.
Le daré la última palabra a Alla Kuznietsova, de 52 años, una mujer parlanchina, directora de la oficina de gas de Izium. Dice que durante la ocupación comunicó en secreto las posiciones rusas al bando ucraniano, corriendo un enorme riesgo, aunque los rusos no se enteraron. “Me habrían matado de inmediato si lo hubieran sabido”, aseguró.
En julio, los soldados rusos la detuvieron a ella y a su marido por otros motivos, entre ellos su tendencia a hablar de manera abierta en la ciudad sobre la posibilidad de la liberación de la ocupación rusa. Dijo que durante diez días, ella y su marido fueron retenidos en celdas separadas en una base militar rusa y sometidos a descargas eléctricas y repetidos golpes con cables.