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La violencia en Haití obstaculiza la lucha contra el cólera

PUERTO PRÍNCIPE, Haití — Para llegar al hospital, las madres tuvieron que recorrer el frente de batalla en una guerra entre pandillas, cargando a sus bebés enfermos durante las pausas de los tiroteos y pasando por delante de los cadáveres en el camino.

No tenían otra opción: el cólera, que resurge en Haití, había llegado para llevarse a sus hijos.

“No quería venir, porque tenía mucho miedo”, dijo Benette Regis, quien abrazaba a Lovelson, su hijo de 5 años que vomitaba mientras su cuerpo frágil batallaba con el cólera. “Pero sabía que se podía morir”.

El cólera se está disparando en todo el mundo, y un número histórico de brotes ha puesto a prueba los frágiles sistemas sanitarios de regiones como África y el sur de Asia.

Sin embargo, el resurgimiento del cólera es un giro del destino bastante cruel en Haití, que en febrero declaró la victoria de la erradicación de la enfermedad tras combatirla durante más de una década.

Ahora, ese triunfo ha sido arrebatado por las mismas fuerzas que están sumiendo a la nación en un profundo caos y desesperación: se trata de los grupos armados que han convertido vastas franjas de la capital en paisajes infernales de violencia sin ley, mientras el gobierno parece ser incapaz de tomar el control.

En octubre, el país registró su primer caso de la enfermedad en tres años, y los contagios han aumentado desde entonces.

Haití tiene experiencia en el combate al cólera, que se propaga a través del agua contaminada y es relativamente fácil de tratar con una simple rehidratación. Pero las autoridades sanitarias no pueden ofrecer la atención más básica en los barrios pobres, donde las pandillas han bloqueado el acceso al mundo exterior impidiendo la entrada de los médicos y dejando que los enfermos mueran en sus casas.

“Hay zonas del país en las que nadie pondría un pie”, dijo Jean Pape, director de GHESKIO, un proveedor local de servicios sanitarios que gestiona dos centros de tratamiento del cólera en Puerto Príncipe, la capital haitiana. “Tienen miedo de los secuestros; tienen miedo de los asesinatos”.

“Es muy triste, porque es una enfermedad sencilla, y hay formas sencillas de intervenir, pero las autoridades y los equipos médicos no pueden hacer su trabajo”, añadió.

Varias crisis entrelazadas han obstaculizado la batalla contra el cólera.

En septiembre, grupos armados tomaron el control del mayor puerto de Haití bloqueando el suministro de combustible en todo el país durante casi dos meses, lo que desencadenó una serie de acontecimientos que propiciaron las condiciones ideales para la propagación de la enfermedad.

La recolección de basura se detuvo por completo en algunas zonas de Puerto Príncipe, convirtiendo las calles de los barrios marginales en ríos de lodo infecto y creando montañas de basura junto a los mercados de alimentos.

El servicio de agua del país dejó de funcionar con normalidad y el agua potable empezó a escasear en los grandes barrios marginales. Miles de personas que huían de la violencia se refugiaron en un parque público ubicado cerca del aeropuerto de Puerto Príncipe, donde muchos dormían junto a desechos humanos antes de que las autoridades los obligaran a salir.

Los hospitales redujeron sus servicios, al carecer del combustible necesario para mantener las máquinas en funcionamiento. Los suministros de oxígeno se quedaron varados en los puertos, por lo que murieron muchos recién nacidos que no podían respirar por sí mismos. El número de ambulancias operativas cayó en picada.

La Organización de las Naciones Unidas informó el mes pasado que, por primera vez, el hambre, que ha acechado a Haití durante mucho tiempo, había alcanzado niveles “catastróficos” en el barrio de Cité Soleil, una designación del hambre más extrema que ha hecho que miles de personas experimenten condiciones similares a la hambruna. Algunos residentes dicen que recurren a beber agua de lluvia y a preparar comidas con hojas hervidas.

La devastación que sufre Haití ha conmocionado a un país acostumbrado a la agonía.

“Esta no es una crisis humanitaria típica”, explicó Jean-Martin Bauer, director del Programa Mundial de Alimentos en Haití. “Es mucho peor”.

El mes pasado, el gobierno haitiano hizo una notable petición de intervención armada al extranjero para poder enfrentar sus crisis actuales, pero aún no está claro si algún país enviará soldados.

Hace poco, las gasolineras de Puerto Príncipe abrieron por primera vez en casi dos meses después de que la policía logró tomar el control de la principal terminal de combustible. Pero incluso ese alivio vino acompañado de una nueva aflicción: los médicos temen que el combustible haga que la gente se mueva más, haciendo que el cólera se extienda por el país a un ritmo más acelerado.

“Ya estábamos en un sistema arrodillado”, dijo Moha Zemrag, jefe adjunto de la misión de Médicos Sin Fronteras en Haití. “Ahora”, añadió, “por desgracia el cólera se extenderá más rápido que la respuesta del sistema sanitario”.

Desde octubre, la enfermedad ha matado a más de 100 personas y 8000 se han contagiado, aunque los expertos dicen que las cifras oficiales quizá subestiman el verdadero número de víctimas de la enfermedad.

El simple hecho de llegar al hospital de Médicos Sin Fronteras en Cité Soleil, un barrio extenso y desesperadamente pobre de Puerto Príncipe, puede ser peligroso. El hospital se encuentra en una carretera de grava que separa el territorio controlado por pandillas rivales, una zona que se convirtió en un matadero cuando estallaron los combates entre los dos grupos en julio.

Cientos de personas han muerto y decenas de mujeres han sido violadas allí desde que estalló la violencia, según la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos, un grupo local de derechos humanos. Las pocas personas que aún recorren ese camino tienden a pegarse a los muros que lo flanquean para evadir las balas que pueden impactar al azar.

En un lunes reciente, los pacientes que llegaban se encontraron con una espantosa sorpresa: dos cadáveres habían aparecido a la vista del hospital, un recordatorio de los terrores que hay más allá de sus muros de cemento.

Dentro de las instalaciones, incluso en una carpa llena de humedad y los sonidos de la enfermedad, Regis al fin estuvo tranquila. “Me siento segura aquí”, dijo.

Lovelson, el hijo de Regis, había empezado a sentirse enfermo unos días antes, mientras se llevaba a cabo una balacera cerca de su casa. Pensó que sería mejor no salir del barrio pero las monjas que gestionan una pequeña clínica cercana le dijeron que Lovelson moriría si no recibía ayuda de doctores mejor preparados y le pagaron un mototaxi para que la llevara al centro de tratamiento de cólera.

“Había tiroteos intensos”, dijo del trayecto.

El cólera, que según científicos llegó a Haití por primera vez hace más de una década de la mano de las fuerzas de paz de las Naciones Unidas, es causado por una infección bacteriana y provoca incesantes oleadas de diarrea y vómitos. El tratamiento es sencillo —rehidratación, por vía intravenosa en los casos más extremos— pero debe administrarse de manera rápida.

La enfermedad puede matar a sus víctimas en un día, sobre todo a los niños que sufren desnutrición y que pronto pueden pasar de la deshidratación a la falla organica.

Sin embargo, llegar al hospital de Médicos Sin Fronteras en Cité Soleil no es una hazaña sencilla en un lugar lleno de hombres con armas de guerra.

“Todos los casos graves llegan por la mañana, porque no pueden viajar por la noche”, aseguró Mouna Hanebali, médico que ayuda a supervisar el hospital. “Hay muchos que ya están muertos cuando llegan”.

El primer caso sospechoso de cólera en el hospital llegó en moto: una niña de 10 años, sin vida, que fue trasladada por sus padres.

Cuando los miembros del personal se enteraron de que la hermana de la niña también tenía síntomas, acudieron a la casa de la familia. La hermana adolescente ya estaba muerta.

Según los expertos, una de las formas más sencillas de prevenir la muerte generalizada es establecer puestos de avanzada para suministrar rehidratación oral dentro de los asentamientos donde viven las personas más vulnerables. Ahora que el combustible fluye por todo el país, es técnicamente factible viajar a esos barrios, pero a menudo eso solo se puede hacer arriesgando vidas.

“Tenemos que acceder a todos los barrios marginales, sin importar quién los controle”, señaló Pape. “Eso es lo que nos pide la gente”.

Como las pandillas controlan la mayor parte de la capital de Haití, los grupos de ayuda tienen que negociar constantemente para poder entrar y salir de sus territorios. A veces, los líderes de las pandillas les niegan la entrada.

“No respetan las ambulancias, amenazan a los empleados”, dijo Johanne Gauthier, responsable de una flota de ambulancias en Puerto Príncipe, refiriéndose a las pandillas. Gauthier dijo que habían secuestrado tres ambulancias este año.

En el interior de una tienda de campaña del centro de tratamiento del cólera de Cité Soleil, un ruido sordo se abrió paso entre los gemidos de los niños enfermos, y las enfermeras que salieron corriendo: un bebé de diez meses que se retorcía, abandonado en una cama durante horas, se había precipitado al suelo.

La madre del niño lo había dejado por la mañana y luego salió corriendo a su casa. Volvió con su segundo hijo, un niño de 6 años, tan rápido como pudo.

“Tuve que ir a ver a mi otro hijo”, dijo la madre, Beatrice Medina. “Cuando llegué a casa, vi que mi otro hijo estaba igual de enfermo”.

Cerca de ahí, un niño de 3 años lloraba entre espasmos de malestar y alcanzaba la mano de su tía. Hacía días se había empezado a sentir mal pero los incesantes tiroteos forzaron a la familia a quedarse en casa. Para cuando su tía y su madre lo llevaron al hospital —una caminata de más de una hora en una ruta peligrosa— necesitaba una intravenosa.

“Cuando caminamos siempre nos quedamos cerca de las bardas para agacharnos si lo necesitamos”, dijo Adelina Antoine, la tía.

Su sobrino, Adams Orvil, dejó de recibir suplementos nutricionales cuando la violencia obligó a la clínica local a cerrar. Las enfermeras dijeron que estaba gravemente malnutrido, aunque Antoine ya lo sabía. El vientre del niño estaba distendido y su piel se estiraba sobre un rostro esquelético.

“Ahora se le están hundiendo más los ojos en la cabeza”, dijo Antoine.

Pensaba dejar que su hermana se quedara un turno con Adams mientras ella descansaba en la casa pero no tenía idea si podría volver de manera segura.

“Puede que te vas y eres víctima”, dijo. “Nadie está exento”.

Andre Paultre colaboró con este reportaje.

Natalie Kitroeff es la jefa de la corresponsalía de México, Centroamérica y el Caribe. @Nataliekitro

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