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Lionel Messi y sus cuatro opciones

Estas son las opciones que tiene Lionel Messi: puede firmar un año más, tal vez dos, y seguir atrapado en lo que parece ser un matrimonio de conveniencia, sin amor pero lucrativo, con el París Saint-Germain. La desventaja es que debe soportar la indignidad ocasional de oír cómo silban, abuchean e insultan su nombre. La ventaja es la posibilidad de seguir jugando en la Liga de Campeones aunque, para ser sinceros, no de ganarla.

La segunda opción sería tomar la ruta fácil, el camino tranquilo y sin obstáculos que lo lleva directamente a un dorado atardecer. El Al Hilal le pagaría una cantidad desproporcionada para, en esencia, convertir la Liga Profesional Saudí en su residencia de Las Vegas junto a Cristiano Ronaldo. ¿Los contras?, tendría que despedirse de la Liga de Campeones. ¿Los pros? 400 millones de dólares al año.

Una tercera vía, a la Major League Soccer —y, más en específico, al Inter Miami—, puede ofrecer los mismos inconvenientes y ninguno de los mismos beneficios. No ganaría tanto. Seguiría ausente del torneo de clubes que más aprecia. Tendría que entrenar bajo la batuta de Phil Neville. Lo interesante de Miami, la tentación de Estados Unidos y la posibilidad de la Copa Mundial de 2026 son atractivos, pero tal vez no lo suficiente.

Por supuesto que todo esto muestra el camino que seguramente querría seguir el corazón de Messi. En realidad, nunca quiso dejar el Barcelona. Desde luego, no quería irse como lo hizo, apresurado por la cruda realidad económica. Durante toda su carrera, Messi había decidido su propio destino, tan solo para que al final alguien más decidiera su desenlace.

La sensación de un asunto pendiente es mutua. “Tengo esta espina clavada de que Leo no pudiese continuar en nuestro club”, comentó la semana pasada Rafa Yuste, vicepresidente del Barcelona. Dijo que deseaba que “que todos los condicionantes puedan encajar para que esta historia de amor mutuo acabe con Messi en el Barça. Cuando estás enamorado de una persona pierdes contacto, pero quieres seguir estando enamorado”.

Por exagerado que pueda parecer, sería maleducado poner en duda la sinceridad de Yuste. Es cierto que el Barcelona ve una especie de lógica deportiva en recuperar a Messi. Tenga o no tenga la razón, el club cree que es más probable que el éxito llegue con él que sin él: tanto directamente, como resultado de su desempeño, como indirectamente, gracias al impulso que recibiría la marca con su presencia.

Sin embargo, eso no significa que el impulso romántico no sea genuino. El Barcelona ha llegado a considerar a Messi como un ideal platónico de sus principios, aquellos en los que el argentino se educó desde que era un adolescente tímido y nostálgico en La Masía. Debido a su propia y colosal mala gestión, el club al que Messi dedicó su carrera no pudo darle el adiós que quería o merecía. Enmendar ese error se siente como un deber.

No obstante, sería ingenuo creer que esa es la única motivación. Un remolino de emociones alimenta la aparente fijación del Barcelona por el regreso de su rey. El afecto puede ser una de ellas, pero también lo es la nostalgia, en su sentido más puro, no un apego a quién es Messi, sino a lo que representa.

Todo en el Barcelona moderno indica que se ha convertido en un lugar obsesionado y adicto a recuperar un pasado que duele porque todavía parece real y está abrumadoramente presente. Es un club que, hasta hace poco, podía presumir con toda certeza que era el más grande del mundo, el hogar del mejor equipo de la historia, y es un equipo que sigue enfurecido con su pérdida de estatus.

Gran parte de lo que ha hecho el Barcelona en los últimos años se ha inspirado en la negativa a reconocer el tictac del reloj, el cambio de las estaciones. La búsqueda de la Superliga europea, el nombramiento de Xavi Hernández como entrenador, la decisión de hipotecar su propio futuro a cambio de gloria inmediata… es el reflejo desesperado y adolorido de un club que supuso que su primacía era el orden natural de las cosas y no entiende por qué a alguien se le ocurrió que el mundo debía cambiar. Volver a vestir a Messi de azulgrana ofrecería el consuelo de retroceder en el tiempo.

Y luego, de una manera más tangible, hay una necesidad política en la proyección de poder. El Barcelona no es propiedad de un individuo; es una organización de socios que funciona, al menos en teoría, como una democracia. Joan Laporta, presidente del club, pronto tendrá que solicitarles otro mandato a los 143.000 socios del equipo.

En la actualidad, tendría que postularse a la reelección como el presidente que perdió a Messi. Uno podría pensar que preferiría presumir de ser el hombre que lo regresó al lugar al que pertenece.

Después de todo, poseer a Messi es más que tener en tus filas al que se podría considerar el mejor jugador de todos los tiempos. Su traspaso al PSG, hace dos años, demostró que es tanto un símbolo como una estrella. Messi representa relevancia e importancia, glamur y atractivo. Sería una señal de que la época de vacas flacas habría llegado a su fin, de la virilidad resurgente del Barcelona.

Sin embargo, lo más urgente de todo es el beneficio para la reputación, no de Laporta como presidente, sino del Barcelona como club. El equipo es visto como una marca deportiva que alguna vez fue la más inmaculada que se pudiera imaginar, es el tipo de club que consideraba sus uniformes tan sacrosantos que se negaba a profanarlos con un patrocinador, pero ha pasado los últimos años envuelto en escándalos.

La Superliga tenía —y tiene, debido a su continua negativa a abandonar el proyecto— mala pinta. Las acusaciones de que la anterior administración del club contrató a una empresa de relaciones públicas para aumentar su propia reputación y afectar a varios jugadores, ejecutivos y críticos no fueron mucho mejores.

Sin embargo, ningún escándalo fue tan perjudicial como la acusación, que actualmente investigan las autoridades judiciales españolas y la UEFA, el organismo rector del fútbol europeo, de que el club pagó a un antiguo vicepresidente del comité de árbitros español unos 7,6 millones de dólares a lo largo de 17 años.

El Barcelona, por supuesto, ha insistido en que no ha hecho nada malo: el club ha sugerido que el estipendio que se le acusa de pagar al funcionario, José María Enriquez Negreira, entre 2001 y 2018 fue para “informes técnicos sobre arbitraje” perfectamente normales. Según insinúan los voceros del club, es el tipo de cosas que hace todo el mundo. Incluso han dicho que no hay nada que investigar.

Esas explicaciones no han sido aceptadas de manera universal. Javier Tebas, presidente de la Liga, ha calificado las acusaciones como la “peor crisis de reputación” en la historia del fútbol español. (El Barcelona respondió pidiendo la dimisión de Tebas). Aleksander Ceferin, presidente de la UEFA, lo ha calificado como “una de las situaciones más graves” que ha visto en el fútbol. Independientemente de cualquier posible sanción deportiva, el impacto reputacional —en caso de que la firme defensa del Barcelona no se compruebe— sería indeleble.

Es difícil creer que sea una coincidencia que la búsqueda de Messi por parte del Barcelona se haya hecho pública en ese contexto. Al fin y al cabo, no sólo son los Estados nación los que se dedican a utilizar a las estrellas más brillantes del fútbol para rehabilitar su reputación, atraer la atención del público y olvidar las situaciones desagradables. Los equipos de fútbol también pueden hacerlo.

El amor del Barcelona por Messi es profundo y sincero. No obstante, la necesidad de tenerlo —como símbolo de poder, como recordatorio de lo que alguna vez fue, como fuente de dopamina rápida y fácil, como una forma de apartar la mirada de lo que preferiría no ver— es todavía mayor.

Messi tiene cuatro opciones. En el fondo, todas son iguales. El Barcelona quiere utilizarlo para limpiar su imagen, igual que el PSG quiere usarlo para demostrar su primacía, el Al Hilal quiere contratarlo para pulir la reputación de una nación y el Inter Miami quiere llevárselo para hacer crecer una liga. No hay nada de romanticismo en el corazón de ninguna de esas propuestas. Solo son negocios, y nada más.


Rory Smith es el corresponsal principal de fútbol, y está radicado en el Reino Unido. Cubre todos los aspectos del fútbol europeo y ha reportado tres Copas Mundiales, los Juegos Olímpicos y numerosos torneos europeos. @RorySmith

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