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Ir al supermercado es muy caro. ¿Por qué?

Esto no es competencia. Es que los grandes minoristas explotan su control financiero sobre los proveedores para ponerles trabas a los competidores más pequeños. No hemos puesto fin a esto, por lo que ha deformado todo nuestro sistema alimentario. Ha provocado la quiebra de las tiendas independientes y creado desiertos alimentarios. Ha estimulado la consolidación de los procesadores de alimentos, lo que ha recortado la proporción de ingresos que van a los agricultores, y ha creado peligrosos cuellos de botella en la producción de carne y otros productos esenciales. Y el giro perverso es que ha subido los precios de los alimentos para todos, sin importar dónde compremos.

La igualdad de condiciones fue durante mucho tiempo uno de los principios que rigieron la política antimonopolio de Estados Unidos. En el siglo XIX, el Congreso estadounidense prohibió a los ferrocarriles favorecer a unos expedidores en detrimento de otros. Aplicó este principio al comercio minorista en 1936 con la ley Robinson-Patman, que obliga a los proveedores a ofrecer las mismas condiciones a todos los minoristas. La ley permite a los grandes minoristas reclamar descuentos basados en eficiencias de volumen reales, pero les impide obtener ofertas que no estén también a disposición de la competencia. Durante cuatro décadas, aproximadamente, la Comisión Federal de Comercio aplicó la ley con diligencia. De 1954 a 1965, la Comisión emitió 81 órdenes de cese y desistimiento para impedir que los proveedores de leche, té, avena, dulces y otros alimentos privilegiaran en sus precios a las mayores cadenas de supermercados.

El resultado fue que el sector minorista de comestibles era muy codiciado, comparado con hoy en día. Los supermercados independientes florecieron y llegaron a representar más de la mitad de las ventas de alimentos en 1958. A las cadenas como Safeway y Kroger también les fue muy bien. Este dinamismo impulsó una prosperidad general. Incluso los pueblos más pequeños y los barrios más pobres podían, normalmente, contar con un supermercado. Y la difusa estructura de la industria ha asegurado una amplia distribución de sus frutos. De los casi nueve millones de personas que trabajaban en el comercio minorista en general a mediados de la década de 1950, casi dos millones eran propietarios o copropietarios de la tienda. En 1969 había más supermercados cuyos propietarios eran personas negras que en la actualidad.

Después, en medio del caos económico y la inflación de finales de la década de 1970, la ley perdió el favor de los organismos reguladores, que llegaron a la conclusión de que permitir a los grandes minoristas ejercer más fuerza sobre los proveedores reduciría los precios al consumo. La ley, en su mayor parte, no se ha aplicado desde entonces. Como explicó un alto funcionario del gobierno de Reagan en 1981, a la política antimonopolio ya no le preocupaba “la equidad con respecto a los competidores más pequeños”.

Fue un grave error de cálculo. Walmart, que aprovechó la oportunidad y enseguida cobró mala fama por presionar a los proveedores y socavar a los comercios locales, acapara ahora uno de cada cuatro dólares que los estadounidenses gastan en su cesta de la compra. Su ascenso provocó una cascada de fusiones de supermercados, cuando otras cadenas intentaron igualar la influencia de Walmart sobre los proveedores. Si la última de estas fusiones —la oferta de Kroger para comprar Albertsons— se concreta, solo cinco minoristas controlarán en torno al 55 por ciento de las ventas en supermercados en Estados Unidos. A su vez, los procesadores de alimentos intentaron contrarrestar a los minoristas fusionándose unos con otros. Los pasillos de los supermercados parecen rebosantes de variedad, pero la mayoría de las marcas que vemos son productos de solo unos pocos conglomerados.

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