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La última lista de compras que le hice

Incluso muerto, tus dientes son perfectos.

Estoy junto a tu tumba abierta casi seis años después que me dejaste. El sepulturero está frente a mí, esperando. Lo acuso de haber retirado a propósito tus huesos sin esperar a que yo estuviera aquí, porque no veo más que tierra en la fosa.

Eftyhios me responde: “No, está aquí, mire”.

En griego, Eftyhios significa alegría, felicidad. El sepulturero lleva más de 20 años trabajando en este cementerio de Atenas, conoce los huesos descompuestos. Le doy la botella de vino tinto, el cloro, el jabón en polvo y la sábana blanca que me pidieron que comprara. Lloré en el supermercado con semejante lista de compra. La última para ti.

Miro dentro de la fosa como un arqueólogo cansado, casi sin darme cuenta de lo que tengo frente a mis narices: huesos hundidos en la tierra, trozos de encaje arrancados del interior de la tapa del ataúd, huesos largos donde solían estar tus brazos, esos brazos que alguna vez me abrazaron. Luego veo más: una mandíbula, costillas, huesos de los muslos. Tus fuertes muslos me envolvían tan bien.

De esa mandíbula alguna vez brotaron palabras, besos y despedidas en aeropuertos y muelles, murmullos reconfortantes mientras dormíamos. Durante 30 años te escuché hablar, pero ahora no soy capaz de recordar tu voz mientras permanezco paralizada junto a tu tumba.

Cuando enterramos a nuestros seres queridos en Grecia, la tradición exige exhumar los huesos al cabo de tres años por falta de espacio; es raro conseguir una prórroga de dos o tres años. Utilicé todas las excusas posibles para retrasarlo. Les conté a las autoridades que había parientes que no podían viajar desde Nueva York para acompañarme en mi primera vez experimentando esta ocasión perturbadora, y que mis padres ancianos no podían quedarse solos en Andros y necesitaban que me ocupara de ellos. Todo era cierto. Y funcionaron durante un tiempo. Pagué altos honorarios para que te quedaras donde estabas.

Pero la pandemia creó una necesidad urgente de tumbas. El cementerio se estaba quedando sin espacio. Y ya no podía seguir postergando la liberación de ese espacio para alguien más.

Recibí una llamada amenazadora de un funcionario del municipio que me dijo: “Si no viene a Atenas a ocuparse de los huesos de su marido, abriremos la tumba sin usted y meteremos los huesos en una caja”.

Atorada en la isla de Andros con mis padres en pleno confinamiento, le dije: “Soy periodista. Si tocas un solo guijarro de su tumba, voy a escribir sobre ti”.

Poco después, un alma bondadosa del ayuntamiento llamó y se disculpó. Me dijo que no me preocupara por exhumar tus huesos todavía. Cuando cambiaran las normas de viaje, volveríamos a hablar.

Le di las gracias y lloré.

En Andros, me obligué a caminar, a descubrir pueblos, caminos que nunca había explorado. Incluso me puse a prueba convirtiéndome en nadadora de invierno. Cada playa vacía tenía su propia belleza y silencio, y las orillas esperaban a que me sumergiera en sus aguas.

Te hablé muchas veces en voz alta mientras nadaba o me sentaba a temblar de frío sola, castigando mi cuerpo porque seguía viviendo. Nada podía quitarme el dolor de la pérdida, ni siquiera las aguas heladas que me quemaban la piel.

En mi novela inédita, escribí una escena sobre el savano, el paño blanco en el que envolvemos a nuestros muertos después de lavar sus huesos y bañarlos en vino. Cuando escribí la escena en la novela, imaginé una escena de alguna película bíblica que se emitía durante la Pascua, cuando María Magdalena iba al sepulcro a ungir el cadáver. Poco me imaginaba que yo protagonizaría un ritual similar en mi vida.

Eftyhios abre tu savano y lo deposita junto a tu tumba abierta. Me pregunta: “¿Quieres ver su cráneo?”.

“Claro”, digo, como si alguien me hubiera preguntado si quería un vaso de agua.

Eftyhios salta a la fosa sobre lo que habría sido tu pecho y se agacha para levantar tu cráneo, un sucio cuenco ceremonial levantado en el aire hacia mí. Huesos mezclados con tierra cubren la parte trasera, que está lisa y entera, a diferencia de la parte delantera rota, prueba de lo violenta que fue tu caída por las escaleras de nuestra casa aquella noche mientras yo dormía.

Lo miro fijamente e imagino que alguien me sirve un cuenco de verduras silvestres hervidas, cubiertas de reluciente aceite de oliva y limón. Asiento con la cabeza, incapaz de comprender que es a ti a quien estoy mirando.

Trozos de ti emergen a la superficie. Eftyhios quita las rótulas, los huesos de los brazos, los de los muslos, la caja torácica. Queda poco de ti, pero está todo dentro de mí, y la mayor parte de ti está sobre la sábana blanca.

Me dice que la cuenca del ojo, la mandíbula y la barbilla, que se rompieron en la caída, se recogerán con cuidado, se lavarán, se desinfectarán y se prepararán para meterlas en la caja metálica que compré en la oficina del cementerio para poder llevarte a tu última morada.

No logro ver la tapa del ataúd ni ninguna parte del brillante ataúd de madera. Todo se ha desintegrado, al igual que mi futuro.

Mientras Eftyhios desentierra con cuidado cada hueso restante, le pregunto si puedo hablar con él en privado, así que me alejo de mi tranquilo cuñado, mi ahijado y mi cuñada, que observan el proceso, quizá aturdidos como yo.

Le susurro a este hombre grande, musculoso y tatuado: “Me voy a Andros esta noche, y si no puedo tenerlo todo ahora mismo, necesito llevarme alguna parte de él conmigo”.

“Yo me encargo”, dice, cogiendo mi pequeña bolsa roja de mis manos. Se dirige a la tumba y vuelve con algo dentro. “He puesto aquí un hueso pequeño para usted”, dice. “El dedo es el hueso más fuerte. Asegúrese de empaparlo en vino y dejarlo secar”.

Le doy las gracias con voz llorosa. ¿Macabro? Tal vez, pero necesito algo de ti conmigo, y esto tendrá que bastar.

La persona del ayuntamiento me aseguró que podía llevarme la caja hoy. Pensaba tomar el transbordador nocturno de vuelta a Andros contigo a mi lado. Pero parece que la información no era correcta. Debo esperar unas semanas a que el departamento de sanidad dé su visto bueno antes de poder llevarme tus huesos a cualquier parte. El viaje de vuelta a mi espacio seguro tendré que hacerlo sola, sin todos tus huesos.

En el transbordador a Andros, no te reservo ningún asiento porque estás escondido en mi bolsa, haciéndome compañía. Vemos la luna asomarse sobre las montañas del Ática mientras nos alejamos del puerto y vemos el camino dorado reflejado que se extiende para sostenernos en este último viaje.

Cuando desembarcamos en la isla, emprendo el largo camino de vuelta a casa y vislumbro los escalones encalados que conducen a la iglesia del pueblo donde celebramos nuestra sencilla y tradicional boda hace 30 años. Celebramos nuestra unión en la misma iglesia donde se casó mi abuela Amalia y donde bautizaron a mi madre. Te extraño mucho. El dolor no se desvanece; se mantiene a mi lado mientras conduzco, mientras creo mi arte, incluso mientras río. Vuelvo a reír, que lo sepas.

Al girar en la última curva de la carretera que lleva al pueblo de Apikia, veo el elegante faro de Tourlitis en el mar y cuento los instantes que transcurren entre los destellos de luz. Cualquier marinero puede averiguar dónde está a partir de esos haces.

Ese faro es ahora mi guía. Recurro a él cuando estoy abatida o incluso esperanzada en invierno y otoño, en verano cuando la casa se llena de amigos y familiares. No puedo tenerte en esta vida, en este hogar que construiste para nosotros. Tampoco puedo tener tus huesos, pero te tengo en nuestro hijo, en mis recuerdos de nosotros como pareja enamorada.

Cuando por fin llego a casa, lo primero que hago es abrir una buena botella de vino tinto, uno que a ti y a mí nos gustaría. Sirvo un vaso para mí y vierto un poco sobre el hueso de tu dedo en tu copa de vino. Dejo que el vino empape tu hueso. Y alzo mi copa.

Brindo por ti, mi Rouli. Por la suerte que he tenido de amarte, de vivir contigo. Eras tan único, tan amable, tan tranquilo en el burdo fluir de la vida. Brindo por aceptar que, al menos físicamente, te has ido. Brindo por la esperanza de volver a sentir. Por la esperanza de poder vivir de nuevo. Salud.

Amalia Melis, neoyorquina residente en Grecia, hace poco escribió una novela inspirada en las experiencias migratorias de su familia.

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