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Lo que aprendí en Ucrania

Aprendí que Kiev está a reventar. A pesar de los 1620 ataques con misiles y aviones no tripulados que, según la Embajada de Estados Unidos, ha sufrido la ciudad, y a pesar de que la economía se contrajo un 29 por ciento en el primer año de guerra, los autos saturan las calles, la gente cena en cafeterías al aire libre en aceras bien barridas, y activistas, servidores públicos y funcionarios comparten libremente perspectivas divergentes con columnistas visitantes. Para adaptar una frase atribuida a Yitzhak Rabin, los ucranianos hacen su vida cotidiana como si no hubiera guerra, mientras hacen la guerra como si no hubiera vida cotidiana.

Aprendí que todos los miembros del personal de la Embajada de Estados Unidos en Kiev, encabezados por nuestra valiente y consciente embajadora, Bridget Brink, se ofrecieron como voluntarios. Han estado separados de sus familias y viviendo durante meses en habitaciones de hotel. Su trabajo consiste en supervisar uno de los más grandes esfuerzos de asistencia estadounidense desde el Plan Marshall, asegurarse de que decenas de miles de piezas de material militar estadounidense en manos ucranianas estén debidamente contabilizadas, reconstruir una embajada que fue destruida en vísperas de la invasión rusa y llevar la cuenta de los crímenes de guerra rusos, de los cuales casi 95.000 han sido documentados hasta ahora por la fiscalía general ucraniana.

Aprendí lo que es sentarse en salas de conferencias y caminar por pasillos que pronto quedarían destrozados por la artillería rusa. El martes pasado, me uní a un grupo diplomático liderado por la administradora de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, Samantha Power, en una visita al puerto de Odesa. Power se reunió primero con funcionarios ucranianos para hablar de las opciones logísticas para sus exportaciones tras la retirada de Putin del acuerdo sobre granos, y después con agricultores para tratar temas como el desminado de sus campos y la reducción de riesgos para sus finanzas. El majestuoso edificio de la Autoridad Portuaria en el que se celebraron las reuniones, un sitio meramente civil, fue atacado apenas un día después de nuestra partida.

Aprendí que a los ucranianos no les interesa convertir su victimización en una identidad. Hace años, en Belgrado, vi cómo el gobierno serbio había conservado los restos de su antiguo Ministerio de Defensa, alcanzado por las bombas de la OTAN en la guerra de Kosovo de 1999, en consonancia con su percepción autocompasiva de aquella guerra. Por el contrario, en Bucha, el suburbio de Kiev que sufrió algunas de las peores atrocidades durante la breve ocupación rusa en los primeros días de la guerra, fui testigo de la transformación de edificios de departamentos llenos de agujeros parchados de balas en modernos espacios de trabajo colaborativo. Como le dijo Anatoliy Fedoruk, el alcalde de Bucha, a Power: “La memoria se quedará en los recuerdos, pero los residentes quieren reconstruir sin recordatorios”.

Aprendí que no es probable que los ucranianos cambien territorio soberano por garantías occidentales de seguridad, y mucho menos por algún tipo de acuerdo de armisticio con Moscú. Ya intentaron lo primero en la década de 1990 con el Memorándum de Budapest, en el que entregaron a Rusia el arsenal nuclear de su territorio a cambio de garantías desdentadas de integridad territorial. Intentaron lo segundo con los igualmente acuerdos desdentados del Protocolo de Minsk tras la primera invasión rusa en 2014. El objetivo de la política occidental debería ser proporcionar a Ucrania los medios militares que necesita para ganar, en lugar de presionar a Ucrania para que renuncie de nuevo a sus derechos de soberanía y seguridad en aras de calmar nuestras ansiedades con respecto a una escalada rusa.

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