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Las aves cantan, pero no para mí

Los sonidos de los animales son mi conexión con las estaciones cambiantes. Cada semana aparece o se desvanece una nueva voz. El invierno comienza con el chirrido de los juncos. Los trinos de los polluelos de los azulejos marcan el principio del verano y poco después se escuchan las primeras cigarras.

Sin embargo, al ciclo anual de este año le faltaba una voz. En esa ausencia, no solo aprendí algo sobre el avance de mi sordera, sino también de los pactos fáusticos que hicieron nuestros ancestros con la evolución.

En el sureste estadounidense, donde vivo, el canto de las reinitas estriadas o chipes gorrinegros, aves pequeñas color blanco y negro que emigran para reproducirse de Sudamérica hacia los bosques boreales de Canadá, marca el fin de la primavera. Pasan aquí una semana justo al final del ciclo escolar y al inicio de la temporada ideal para plantar tomate, un periodo lleno de alegría. Este año, no escuché ninguna. Pero mi pareja sí escuchaba su canto agudo y señalaba el lugar donde se encontraban las aves cuando revoloteaban por las copas de los árboles.

Ese desvanecimiento sónico se sintió profundamente inquietante. Podía escuchar otros sonidos cotidianos —los autos al pasar, el silbido de los cardenales o los niños del vecindario en sus juegos— pero no el canto de las reinitas estriadas.

Las gráficas de mi audiólogo muestran pérdida de audición en todas las frecuencias sonoras, pero en especial los sonidos altos, así que ya esperaba este momento. Aun así, perder a las reinitas estriadas me afectó bastante. Todo el invierno me preparé para escucharlas y luego … nada. Ahora, en el verano, percibo otros vacíos en el paisaje sonoro, en especial el canturreo agudo y rasposo de los saltamontes de la pradera. Es un duelo peculiar: los cantos están ahí, pero no para mí. Los extraño.

Como soy biólogo y me fascina el sonido, he intentado proteger mis oídos, así que me pongo tapones cuando estoy cerca de alguna herramienta eléctrica o voy a conciertos muy ruidosos. Por desgracia, mi pérdida auditiva ahora es peor que la de la mayoría de mi grupo de amigos cincuentones debido a una singularidad de mis genes. Pero no soy el único caso. Los Institutos Nacionales de Salud informan que alrededor del 15 por ciento de los estadounidenses mayores de 18 años dicen tener algún problema auditivo. Entre los mayores de 75 años, esta proporción es de casi la mitad.

Podemos perder nuestra capacidad de oír de muchas maneras. Pueden fallar el tímpano, los huesecillos del oído medio y los nervios, además del procesamiento auditivo en el cerebro. Para muchas personas, la pérdida de función en las células pilosas del oído interno es la causa del problema. Estas células amplifican el movimiento de las ondas sonoras en el oído interno y luego transforman ese movimiento en impulsos nerviosos.

Las células pilosas, o ciliadas, de nuestros oídos son descendientes de los cilios móviles que les dan vida a las criaturas unicelulares que nadan en los estanques y el agua de mar. Estos cilios hacen posible el sentido del oído en el reino animal, desde los órganos sensibles a las vibraciones en la piel de los peces hasta los detectores de sonido en las patas de los insectos.

Los sobresaltos repentinos, como el disparo de una pistola, matan células pilosas del oído interno. Otras pérdidas ocurren con el paso del tiempo, como la exposición prolongada a ruidos fuertes. Algunos medicamentos farmacéuticos pueden matar células pilosas. Pero gran parte de la pérdida no tiene nada que ver con ataques del exterior. Más bien, el proceso de envejecimiento afecta a las células pilosas. Ni siquiera pasar toda la vida en ambientes silenciosos y nunca tomar medicamentos puede proteger a nuestros oídos del poder erosivo del paso de los años. Cuando mueren las células pilosas, es imposible que sanen o crezcan de nuevo.

Tan solo por el hecho de estar vivos, estamos atrapados en un proceso de declive sensorial. ¿Por qué?

Toda experiencia sensorial ocurre a través de células. Las células acumulan defectos con el paso del tiempo y llega el momento en que trabajan más lento o dejan de funcionar. Así que experimentar el paso del tiempo en un cuerpo animal es experimentar la decadencia sensorial. Los únicos animales conocidos que no han sucumbido a este pacto con el tiempo son unos parientes de las medusas llamados hidra. Su cuerpo es un saco con tentáculos en la parte superior. Sus nervios forman una red sin cerebro ni órganos sensoriales complejos. Como su cuerpo es tan sencillo, la hidra puede deshacerse con regularidad de las células defectuosas y remplazarlas. Estas medusas invertidas que gozan de eterna juventud al parecer no envejecen, pero el precio es que sus sentidos son rudimentarios.

El proceso evolutivo hizo un pacto distinto con nuestros ancestros: nosotros vivimos en un cuerpo de enorme riqueza sensual, pero de tal complejidad que no puede ser eterno.

A pesar de ello, podemos romper el pacto en cierta medida. La experiencia sensorial se construye no solo gracias a la fisiología de las células, sino también a nuestra atención. Los estudiantes de licenciatura de mi clase de biología de campo por lo regular tienen oídos capaces de percibir más frecuencias que los míos. Pero cuando salimos a campo, yo escucho más. Por lo menos al principio. Me gusta invitar a los estudiantes, independientemente de su “habilidad” auditiva, a practicar lo que la filósofa Simone Weil llamó la “más rara y pura forma de generosidad”: la atención.

Con el pecho escuchamos tarareos graves y el ritmo de las percusiones. Cuando tocamos las ramas con las yemas de los dedos, percibimos el diálogo que sostienen el viento y la madera. Aprovechamos nuestros oídos, palmas, plantas, entrañas y músculos para proyectar nuestra atención corporal hacia el exterior.

Lo que encontramos difiere entre nosotros en sus tonos y texturas. Establecemos conexiones con historias del mundo que nos rodea, transmitidas en las múltiples pulsaciones del sonido. Compartimos estas historias cuando escuchamos las percepciones de los demás. Mencionamos la especie de un ave, un insecto y una rana, y escuchamos la diversidad de las voces humanas. Estudiamos la energía del tráfico y los edificios. Seguimos las vibraciones hasta sus orígenes, algunos bellos y rebosantes de vida, como la música de otras especies, y otros accidentados, como el ruido excesivo e injusto.

La repetición hace que la atención sensorial se vuelva parte de la experiencia cotidiana. Aunque resulte paradójico, ahora escucho más y con más deleite que antes, con todo y que las células pilosas de mi oído interno van muriendo. Me ayuda hacerlo con otros. Así, puedo encontrar a las reinitas estriadas a través de los oídos de mis acompañantes. Comparto con otros lo que he aprendido gracias a lo que he escuchado. Para que dejes de presumir, hidra.

Abrir nuestros sentidos al mundo que vive a nuestro alrededor no elimina los pesares de envejecer. Pero ponerle atención a la comunidad puede ayudarnos a disfrutar mucho el momento, además de ser una respuesta desafiante y alegre al legado de nuestra evolución.

David George Haskell, profesor de la Universidad del Sur, es autor del libro “Sounds Wild and Broken: Sonic Marvels, Evolution’s Creativity, and the Crisis of Sensory Extinction”, finalista de los Premios Pulitzer en 2023.

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