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¿Qué hacen los mafiosos japoneses al retirarse? Algunos juegan sóftbol

TOKIO — En teoría, el Ryuyukai era el equipo más temible del sóftbol japonés. El club, una especie de sociedad de ayuda mutua para mafiosos retirados, acumula casi un siglo de condenas en prisión entre sus jugadores. El entrenador había sido un importante consejero de la mafia japonesa; el lanzador de relevo, quien salió al terreno de juego con zapatos color rosa intenso, alguna vez recibió la orden de asesinarlo.

Pero en un día despejado de marzo de 2022, estos exconvictos rudos se enfrentaban a un gran rival: la Asociación de Padres y Maestros de la Escuela Primaria Nakanodai (APM). La APM no mostró piedad, y sacaron de jonrón lanzamiento tras lanzamiento en aquel parque desprolijo en los suburbios de Tokio. A la mitad del juego, el encargado de llevar la cuenta del marcador dejó de contar.

Perder no es nada nuevo para los icónicos mafiosos de Japón, los yakuza. Durante más de una década, han venido sufriendo una derrota tras otra.

Todavía en la década de 1990, la Yakuza contaban con alrededor de 100.000 miembros. Sus negocios —estafas, apuestas y redes de prostitución— eran ilegales, pero los grupos como tal no lo eran. Las revistas para aficionados relataban sus proezas. Los sindicatos del crimen tenían tarjetas de presentación y direcciones registradas. Les daban dulces a los niños en Halloween y distribuían suministros de asistencia cuando había desastres.

Pero los yakuza de hoy son una sombra de lo que alguna vez fueron. Las mismas fuerzas demográficas que desgastan otras industrias japonesas también han impactado al crimen organizado. El envejecimiento de la población ha dificultado el reclutamiento de personas jóvenes —hay más mafiosos japoneses de 70 años que de 20— y ha disminuido la otrora próspera demanda de los servicios de los clanes yakuza.

La sociedad también se ha vuelto menos tolerante con ellos. Las autoridades han ejecutado una ofensiva implacable contra el submundo criminal. El crimen es menos rentable y más riesgoso: en 2021 un tribunal condenó a muerte al jefe del sindicato más violento, una decisión inédita que conmocionó a la clase ejecutiva de la mafia.

Todo eso ha hecho que el crimen sea una opción de vida menos atractiva. Durante la última década, las filas de los yakuza se han desplomado en casi dos tercios, a 24.000.

Muchos han tenido problemas para reintegrarse. Los tatuajes, los dedos mutilados y los extensos antecedentes penales limitan las oportunidades laborales y dificultan la integración. Las leyes japonesas que disuaden los negocios con los clanes yakuza les han impedido atender necesidades como abrir una cuenta bancaria, obtener un plan para teléfonos o alquilar un apartamento, hasta que puedan demostrar que tienen cinco años sin pertenecer a un clan yakuza.

Yuji Ryuzaki, el entrenador del equipo de sóftbol, creó el Ryuyukai en 2012 para ayudar a sus antiguos colegas a construir una nueva vida.

Ryuzaki había dejado la vida yakuza a principios de la década de 2000. En sus 72 años de vida, ha sido miembro de un exitoso equipo de béisbol de bachillerato a nivel nacional, monje budista, modelo y actor. Ha vendido joyas, importado artículos de lujo desde Hong Kong y ha trabajado como esteticista. Y, por supuesto, también fue un alto miembro en una filial de Tokio del Yamaguchi-gumi, el sindicato del crimen más grande de Japón.

El Yamaguchi-gumi tiene su sede en la ciudad natal de Ryuzaki, Kobe, una localidad portuaria en el oeste de Japón, donde su padre dirigía un templo. Conocía a los gánsteres desde siempre: había visto tatuajes distintivos de los yakuza en los padres de sus amigos y en personas en baños locales.

En la universidad, un matón de bajo rango golpeó a uno de los amigos de Ryuzaki. En represalia, secuestró al hombre y lo enterró hasta el cuello. Ryuzaki dice que recibió una paliza por eso, pero los mafiosos quedaron impresionados por su temple y lo contrataron.

Durante décadas, se mantuvo en gran medida fuera del ojo público. No lucía como un yakuza típico. Le teme a las agujas, por lo que nunca se tatuó y había logrado conservar todos sus dedos. Ryuzaki contó que su primera condena fue por involucrarse en una discusión en el Disneylandia de Tokio. Nada típico de los yakuza.

La idea del equipo de sóftbol surgió de un encuentro casual con Katsuei Hirasawa, miembro de la Cámara de Representantes y proveniente de un barrio de clase trabajadora de Tokio donde los clanes yakuza solían formar parte del tejido social. Hirasawa dijo durante una entrevista reciente que desde hace mucho tiempo conocía a Ryuzaki por su reputación, y agregó que el exyakuza había “contribuido a muchas causas sociales” a nivel local.

Las leyes antiyakuza de los años recientes tienen buenas intenciones, pero son “discriminatorias”, dijo Hirasawa, quien alegó que las mismas empujaban a la gente a reincidir. El sóftbol podría ayudar a prevenir eso, dijo, al mantener ocupadas las manos ociosas y, al mismo tiempo, desarrollar disciplina y un sentido comunitario.

La membresía del Ryuyukai también ofreció beneficios más tangibles. Ryuzaki y un asociado, Takeshi Takemoto, se esforzaron con el fin de conseguir alojamiento para los miembros del equipo y conectarlos con el tipo de empleo temporal y pesado —construcción, obras viales, mantenimiento de alcantarillas— que paga un salario digno y no hace muchas preguntas.

Durante años, sus esfuerzos atrajeron poca atención. Luego aparecieron fotos del equipo en un par de tabloides semanales y los periodistas comenzaron a ponerse en contacto. Incluso se habló de convertir su historia en una película.

Resulta claro que Ryuzaki disfruta ser el centro de atención. Dijo que quiere mostrarle al mundo que los mafiosos también son personas. Y no odia la publicidad gratuita.

“No estamos lastimando a nadie, así que ¿por qué no?”.

La temporada tuvo un comienzo aletargado. Uno de los equipos no se presentó al partido. Otro le propinó una paliza similar a la de la APM. Al Ryuyukai no parecía importarle. Todas las veces llegaron temprano para practicar su fildeo y sus lanzamientos.

Mientras que algunos equipos jugaban con una precisión casi militar, era evidente que el Ryuyukai estaba allí para divertirse. Cuando un jugador dejaba escapar un roletazo sencillo o dejaba de correr a mitad de camino hacia la segunda base, Ryuzaki lo maldecía a manera de chiste con alguna jerga atrevida típica de los yakuza.

En los primeros días, algunos equipos se sintieron intimidados por los exmafiosos, contó Ryuzaki. Los árbitros dudaban en cantar los strikes y outs en su contra.

El club trabajó en la integración. Ryuzaki cambió los uniformes negros del club por unos de color gris y rosa intenso, con la esperanza de proyectar una imagen más amigable. El director de la liga elogió al equipo por ayudar a limpiar el campo después de los partidos. Un año incluso ganaron el campeonato de la liga, lo que consolidó su posición como parte de la comunidad.

“En los deportes hay reglas”, dijo el capitán de otro equipo tras una derrota cerrada. “Mientras todos las sigan, no hay problema”.

No todos los jugadores del Ryuyukai fueron yakuza. Había algunos profesionales fornidos de menos de 30 años; un amigo de la universidad de uno de los empleados de Ryuzaki, quien se agachaba cuando cometía un error; y un grupo de hombres mayores que les debían “favores” no especificados a Ryuzaki y Takemoto.

Sin embargo, para quienes habían sido mafiosos, las reglas del equipo eran claras: los nuevos miembros debían demostrar que ya no pertenecían a los clanes yakuza.

El proceso para salir de un clan puede ser complicado; tradicionalmente, costaba una falange de un dedo. Hoy en día, los miembros pueden comprar su libertad o, en ocasiones, simplemente solicitar la jubilación anticipada por algo tan prosaico como un dolor de espalda. El anuncio se envía por fax a las oficinas de los clanes de todo el país. Algunos de los miembros del Ryuyukai llevan consigo una foto del documento en sus teléfonos como prueba de su excomunión.

Pero durante el transcurso de la temporada, quedó claro que la historia del equipo —y la línea entre estar adentro y afuera de la mafia— no era tan sencilla de delimitar.

Unirse a la yakuza no era como tener un trabajo normal, dijo Takemoto después de un juego. Él mismo había estudiado para ser maestro de escuela y fue vendedor de autos antes de comenzar a traficar drogas para una pandilla en la ciudad norteña de Sapporo cuando tenía 30 años. Su exesposa incluso había trabajado para la policía.

“Ser vendedor fue duro”, dijo. Ser un yakuza, por otro lado, era electrizante: “A todos les entusiasma unirse”.

A Takemoto le encantaba el estilo de vida. Dinero. Peligro. Coches rápidos. Fue difícil dejar eso atrás. Para él, renunciar implicó pasar más de dos décadas en prisión y la advertencia de un fiscal de que estaba a punto de terminar el resto de su vida ahí.

Masahiko Tsugane, quien dirige los esfuerzos de reintegración en la sucursal de Tokio del Centro Nacional para la Eliminación de Organizaciones Criminales, notó los límites cada vez más borrosos entre la yakuza y los civiles a medida que las pandillas eluden las nuevas leyes.

Es escéptico sobre los esfuerzos de ayuda mutua de los exgánsteres. Las personas que realmente quieren salir necesitan hacer una ruptura limpia, dijo: “De lo contrario, simplemente volverán a entrar”.

El centro tiene un programa para ayudar a los exyakuza a encontrar trabajo. Nadie aplicó el año pasado en Tokio.

“Solo tengo ocho dedos. ¿Quién me va a contratar?”, dijo Takemoto durante una entrevista en su espacioso apartamento sin ascensor, que es propiedad de su novia. Excolegas con anteojos oscuros y trajes negros lo miraban fijamente desde una foto en un marco de Disney.

Ryuzaki opina que no es realista esperar que las personas corten por completo los lazos con sus antiguas vidas. Socialmente sería difícil rechazar una invitación a una boda o un funeral, afirmó.

Él mismo ha mantenido un pie firme dentro del mundo de la mafia. Los jefes yakuza lo llaman con frecuencia para pedirle consejo o ayuda para solucionar un conflicto de manera pacífica. La policía también lo busca para obtener actualizaciones sobre la actividad de los clanes.

Ryuzaki no ve ningún problema con sus contactos de la mafia. O con la yakuza en general.

Al igual que la mayoría de sus colegas, considera a la yakuza, y a sí mismo, como una especie de Robin Hood caballeroso y moderno, como personas fuera del sistema que cuidan a los pobres e imparten justicia cuando las autoridades no pueden o no quieren.

“Nunca hice nada muy malo”, dijo durante una entrevista en su departamento en el último piso de un viejo rascacielos. Una pared estaba cubierta con bolsos de lujo que alquila a mujeres que trabajan en clubes de anfitrionas, y un letrero en el baño instruía a los visitantes para que hicieran sus necesidades “al estilo de la prisión”.

Mientras hablaba, dos hombres mayores ataviados con ropa deportiva y cadenas se ocupaban de plancharle las camisas y arreglarlo.

Ryuzaki se describió como un “yakuza económico”, especializado en extorsiones inmobiliarias. Explicará eso en el Mal necesario, su próxima autobiografía, dijo.

Gran parte de su trabajo actual, admitió, se desarrolla en una zona gris. Hizo préstamos con intereses altos y explotó algunas lagunas en las leyes de importación. Después de un juego de sóftbol, sacó tres piedras preciosas del tamaño de un arándano de una bolsa y se las entregó a Takemoto, quien las inspeccionó con una lupa de joyero. Fueron importadas del sudeste asiático, explicó, una de sus muchas actividades secundarias.

Ambos hombres han sido arrestados varias veces desde que dejaron sus pandillas, pero nada ha pasado a mayores. Ryuzaki insistió en que la policía solo los perseguía.

“Quieren tomar lo que es gris y decir que es negro”, dijo.

En julio, el Ryuyukai ganó su primer juego. Sus oponentes eran un grupo de compañeros de copas que se hacían llamar “El Club Secreto”. Ryuzaki estaba encantado con la victoria pero preocupado por el próximo oponente de su equipo: otra APM, reconocida como el equipo más fuerte de la liga.

El día de ese juego, Takemoto llevaba helados para todos. La APM llevó a sus mejores jugadores y anotaron seis carreras en la primera entrada.

Después, Ryuzaki y Takemoto se reunieron en su lugar favorito después del juego, una cafetería antigua que servía chuletas de cerdo y espagueti. El propietario, un hombre mayor, vestía una delgada corbata de moño negra, y el televisor sobre el mostrador a menudo estaba sintonizado en las carreras de caballos, una de las pocas formas de juego legal en Japón.

A pesar de sus quejas sobre las leyes antiyakuza, Ryuzaki y Takemoto mantienen un estilo de vida aparentemente opulento. Takemoto usa un reloj con incrustaciones de joyas que dijo que le había costado casi 30.000 dólares. Los miembros del equipo de sóftbol transportaban regularmente a los hombres en sedanes de lujo.

El equipo tiene una jerarquía rígida, y los antiguos jefes están en la cima. En el almuerzo, los jugadores a veces se paraban frente a Ryuzaki y se inclinaban profundamente, levantaban los tazones de arroz con ambas manos delante de ellos, mientras les gritaban su agradecimiento por pagar la cuenta. En un día lluvioso, un hombre con un gran paraguas negro siguió a Takemoto por el campo de sóftbol, asegurándose de que no se mojara.

Los exconvictos del equipo se aferraron a una llamativa imagen de gángster que desmentía sus condiciones de vida actuales. Llevaban gorras de béisbol con lentejuelas. Colores fuertes. Vidrios polarizados. Todo de marca (especialmente Louis Vuitton). En un juego, Ryuzaki entregó máscaras faciales rosas de Christian Dior. Nadie cuestionó su autenticidad.

Pero su estilo de vida anterior había dejado cicatrices más profundas que la ocasional herida de arma blanca. Un incondicional del equipo, Masao, abandonó la escuela a los 16 años y pasó años saltando de pandilla en pandilla.

Después de su tercera sentencia de prisión, tuvo una revelación. “Ir a la cárcel después de los 50 es un desperdicio”, dijo. “Nada bueno sucede allí”.

Masao, quien pidió que no se revelara su apellido, está cubierto de tatuajes y le falta un dedo que se cortó después de dejar una de las pandillas. Nadie le pidió que lo hiciera, dijo, pero lo hizo de todos modos, con la esperanza de que sus antiguos socios lo dejaran en paz. Sin embargo, el hueso no se separó limpiamente y terminó corriendo al hospital. Sus antiguos jefes nunca recibieron el dedo; en el alboroto terminó en un bote de basura de una tienda de conveniencia.

Se había enganchado a la metanfetamina y aún le costaba resistirse a su atracción. Pero dijo que el equipo de sóftbol lo había ayudado a mantenerse limpio, y Takemoto le encontró un apartamento y un trabajo. Durante la temporada, estaba ayudando a darle mantenimiento a una tubería de agua.

La adicción a las drogas era un problema particularmente pernicioso para muchos de los expandilleros. No todos escaparon. En julio, un miembro del equipo se suicidó después de luchar contra la abstinencia.

En su velatorio en agosto, Ryuzaki y otros miembros del equipo saludaron a un grupo de hombres con trajes oscuros que habían venido a presentar sus respetos. Muchos de ellos, dijo Ryuzaki, eran yakuzas activos.

La temporada del Ryuyukai terminó una húmeda tarde de octubre con una derrota de 15 a 0. La lanzadora del equipo rival —es inusual que una mujer juegue en esa liga— lanzó bolas al plato con una ferocidad que hizo que los jugadores del Ryuyukai retrocedieran de un salto.

Uno de esos lanzamientos golpeó a Masao. En broma exigió una recompensa. La lanzadora le hizo una profunda reverencia y se sonrojó.

Después, durante el almuerzo, Ryuzaki no paraba de toser. Necesitaba tratamiento para una enfermedad pulmonar tras años de fumar. Usó un inhalador y se aclaró la garganta.

Parecía no estar afectado en absoluto por la derrota. O por haber culminado una temporada con apenas dos victorias. La covid había hecho que los jugadores dejaran de practicar. Algún día recuperarían el título. Además, ganar no era la razón de ser del equipo.

“Las personas tienen que mantenerse ocupadas o volverán a caer en malos hábitos”, afirmó mientras comía un plato de cerdo salteado con jengibre.

La conversación cesó y todos, como si fueran una señal invisible, se levantaron para irse.

Hacía frío en el aire y no habría más sóftbol hasta la primavera.

“¿Quién quiere ir a los bolos?”, preguntó Ryuzaki.

Todos subieron a sus autos y se dirigieron a las calles.

Ben Dooley reporta sobre los negocios y la economía de Japón, con un interés especial en temas sociales y el encuentro entre los negocios y la política. @benjamindooley

Hisako Ueno ha reportado sobre política, negocios, género, trabajo y cultura en Japón para el Times desde 2012. Antes de eso, trabajó para la oficina de Tokio de Los Angeles Times de 1999 a 2009. @hudidi1


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