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Tengo un curioso agujero en la cabeza

Llegué disparada a este mundo (según los médicos, mi nacimiento fue precipitado) en un hospital de la ciudad de Nueva York en medio de la noche.

En mis primeras horas de vida, tras seis episodios en los que dejé de respirar, los doctores me trasladaron a toda prisa a la unidad de terapia intensiva neonatal. Un interno metió su dedo meñique en mi boca para probar el reflejo de succión típico de los recién nacidos. No succionaba con fuerza suficiente, así que colocaron mi cuerpo rosado de casi 3,5 kilogramos en un escáner cerebral.

Y helo ahí: un enorme hueco en el lado izquierdo, justo encima de mi oreja. Me faltaba el lóbulo izquierdo temporal, una región del cerebro que interviene en un amplio rango de funciones, desde la memoria hasta el reconocimiento de emociones y que se considera vital, sobre todo, para el lenguaje.

Mi madre, exhausta por el parto, recuerda haber despertado poco después del amanecer. De pie frente a su cama estaban una neuróloga, un pediatra y una partera, quienes le explicaron que tenía un padecimiento conocido como ictus perinatal, debido a que mi cerebro había sangrado en su útero.

Le dijeron que jamás podría hablar y tendría que internarme en una institución. La neuróloga se llevó los brazos al pecho y torció sus muñecas para mostrarle cómo era la discapacidad que yo probablemente desarrollaría.

En esos primeros días de mi vida, mis padres, angustiados, se preguntaban cómo sería mi vida y la de ellos. Ansiosos por encontrar respuestas, me inscribieron en un proyecto de investigación de la Universidad de Nueva York que consistía en darles seguimiento a los efectos de ciertos accidentes cardiovasculares perinatales en el desarrollo.

Sin embargo, para sorpresa de los expertos, mes tras mes alcancé los hitos típicos de los niños de mi edad. Me inscribieron en escuelas regulares y logré un desempeño excelente en deportes y en mis asignaturas académicas. Las habilidades de lenguaje que más les preocupaban a los médicos cuando nací (hablar, leer y escribir) resultaron ser mis pasiones profesionales.

Mi caso es muy inusual, pero no es único. Los científicos calculan que miles de personas, al igual que yo, viven vidas normales a pesar de que les faltan grandes porciones del cerebro. Las infinitas redes neuronales de nuestros cerebros lograron reconectarse con el tiempo. Pero… ¿cómo?

Mis recuerdos de infancia están plagados de imágenes de investigadores siempre detrás de mí con bolígrafos y portapapeles. Escaneaban mi cerebro varias veces al año, me ponían a resolver acertijos, búsquedas de palabras y pruebas de identificación de imágenes. Al final de cada día de pruebas, me daban una calcomanía que guardaba en un contenedor de hojalata al lado de mi cama.

Cuando tenía unos 9 años, los investigadores mostraron interés en observar cómo reaccionaría mi cerebro si estaba exhausta. Algunas veces me quedaba despierta toda la noche con mi mamá; comíamos comida china y veíamos películas de Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Al día siguiente, llegaba a la clínica medio dormida y los científicos me llenaban la cabeza de electrodos. Con largos cables colgando de mi cabeza como las serpientes de Medusa, por fin me dejaban dormir, dichosamente sin saber que los investigadores buscaban anormalidades en mis ondas cerebrales.

Con el paso de los años, los científicos se dieron cuenta de que no era como los demás niños del estudio: no tenía ningún déficit que observar. Alrededor de los 15 años, fui con mi papá a Manhattan para visitar la abarrotada oficina de Ruth Nass, la neuróloga pediatra que dirigía la investigación. Comentó que dudaba que en realidad hubiera sufrido un ictus perinatal. Dijo con toda franqueza que, de cualquier modo, mi cerebro era tan distinto al de los demás que ya no podía continuar en el estudio.

No me importó. Muchas otras cosas pasaban en mi vida, como los últimos años de la secundaria, prácticas de carreras a campo traviesa y enamoramientos. No obstante, también había aprendido tanto sobre neurociencia que me consumía el tema. A los 17 años, al principio de mi último año de secundaria, le escribí a Nass y le pregunté si podía hacer prácticas en su laboratorio. Ella aceptó de inmediato.

Un día en el laboratorio, pregunté si podía mostrarme las notas de mi estudio. Entramos en una habitación llena de pilas de cajas de plástico, todas desbordantes de folders y hojas sueltas. Tomó una carpeta y leyó en voz baja. Entonces, mirando una hoja de papel, me dijo: “¡Fuiste la peor participante porque estabas perfectamente bien! Arruinaste todos mis datos”.

Nass, que murió en 2019, publicó con varios colegas muchos estudios sobre accidentes cardiovasculares perinatales. En un artículo de 2012, por ejemplo, revelaron que los bebés que sufren estos ictus corren más riesgo de sufrir problemas de conducta y atención que la población pediátrica en general. Muchos de estos niños (residentes del sur de California y la ciudad de Nueva York que participaron entre 1983 y 2006) sufrían convulsiones y debilidad en los músculos de un lado de su cuerpo. Al igual que yo, la mayoría también tenía áreas dañadas o faltantes, conocidas como lesiones, en el hemisferio izquierdo. Supongo que algunos de esos datos eran míos.

Fui a la universidad y estudié neurociencia. Después de graduarme en 2015, trabajé dos años en un laboratorio y mi investigación se centró en las conmociones cerebrales. Pasé horas en la sala de resonancia magnética, donde observé en la pantalla de una computadora el cerebro de muchas otras personas.

Lo cierto es que no pensé mucho en mi propio cerebro hasta esta primavera, cuando me topé con una nota en la revista Wired sobre una mujer como yo: asombrosamente normal, salvo porque le falta un lóbulo temporal.

Durante más de un siglo, el hemisferio izquierdo del cerebro ha sido considerado como el centro de la producción y comprensión del lenguaje.

La idea fue propuesta por primera vez en 1836 por Marc Dax, un médico que observó que los pacientes que tenían daños en el lado izquierdo del cerebro ya no podían hablar de forma correcta. Veinticinco años después, el médico Pierre Paul Broca observó a un joven que había perdido el habla y solo era capaz de decir una única sílaba: “tan”. Una biopsia del cerebro del paciente tras su muerte reveló una gran lesión en la parte frontal del hemisferio izquierdo, que ahora se conoce como área de broca.

A principios de la década de 1870, el neurólogo Carl Wernicke vio a varios pacientes capaces de hablar con fluidez pero lo que decían casi no tenía sentido. Uno de los pacientes había tenido una embolia en la parte trasera del lóbulo temporal y Wernicke concluyó que esta sección del cerebro —que ahora es conocida como el área de Wernicke— debía funcionar como un segundo centro de lenguaje junto a la de Broca. Loa estudios de imagenología cerebral modernos han ampliado más nuestra comprensión del lenguaje. Gran parte de estos trabajos han mostrado que hay dos regiones del cerebro —los lados izquierdos de los lóbulos frontal y temporal— que se activan cuando una persona lee o escucha palabras. Algunos investigadores lo han llamado “la red lingüística”.

Sin embargo, otros neurocientíficos han argumentado que el procesamiento del lenguaje es más amplio y no está confinado a regiones específicas del cerebro.

“Creo que el lenguaje en el cerebro está distribuido a través de todo el cerebro”, dijo Jeremy Skipper, director del Laboratorio de Lenguaje, Acción y Cerebro en el University College London (y quien fue mi profesor de psicología en la universidad).

Los estudios han revelado que las palabras escritas pueden activar la zona del cerebro asociada con el significado de la palabra. Por ejemplo, la palabra “teléfono” activa una zona relacionada con la escucha, “patear” estimula una región involucrada en el movimiento de las piernas y “ajo” activa una zona que procesa los olores.

Las zonas del cerebro tradicionalmente atribuidas al lenguaje tienen muchas otras funciones, dijo Skipper. “Simplemente depende de con qué otras secciones del cerebro están hablando y en qué momento y en qué contexto”.

El artículo de Wired hablaba sobre una mujer anónima de Connecticut que no tenía ni la menor idea de que le faltaba el lóbulo temporal izquierdo hasta que, ya en la edad adulta, le escanearon el cerebro por un problema sin relación alguna. Según explicaba el artículo, desde hace algunos años ha participado en el proyecto de investigación de Evelina Fedorenko, neurocientífica cognitiva del Instituto Tecnológico de Massachusetts.

En abril, le envié a Fedorenko un correo electrónico en el que le conté sobre mi cerebro sin lóbulo temporal izquierdo y le pregunté si podía formar parte de su investigación. Respondió cuatro horas y media más tarde, y poco tiempo después reservé un boleto de avión para viajar de mi casa, en un área rural de Colorado, a Boston.

En este momento, el estudio, designado Interesting Brain Project, cuenta con ocho participantes, incluyéndome, según me dijo Fedorenko. No conozco a los participantes, pero sé que se cree que cuatro de nosotros sufrimos accidentes cardiovasculares perinatales que dañaron el hemisferio izquierdo de nuestro cerebro. Dos participantes tienen quistes benignos en el hemisferio derecho o el izquierdo, uno sufrió un accidente cardiovascular en el hemisferio derecho y a otro más le extirparon tejido cerebral del hemisferio izquierdo debido a un tumor.

“El cerebro tiene una increíble neuroplasticidad”, explicó Hope Kean, estudiante de posgrado que trabaja en el laboratorio de Fedorenko y dirige el estudio Interesting Brain como parte de su tesis.

Parece que las redes cerebrales se disponen de cierta manera, pero si perdemos regiones vitales del cerebro cuando somos bebés (cuando el cerebro todavía es muy plástico), estas redes pueden conectarse de otra forma, comentó Kean.

Llegué al laboratorio de Fedorenko en Cambridge un caluroso día de julio. Me recosté en una cama que deslizaron al interior del túnel angosto de la máquina de resonancia magnética, con un dispositivo parecido a una jaula sobre la cabeza. Kean puso un espejo en los auriculares para que pudiera ver una pantalla colocada detrás del escáner. Cuando la máquina comenzó a retumbar y hacer ruidos de golpeteo, recordé todas las veces que me había quedado dormida adentro cuando era niña, arrullada por su estruendosa tonada.

En la pantalla aparecían palabras rápidas que una voz leía, formando oraciones aleatorias, como: “Solo tienen un mínimo indicio de tacón las zapatillas para adolescentes”. Luego, las palabras cambiaron a un conjunto aleatorio de letras, que creaban sonidos incomprensibles.

Cuando el escaneo concluyó, los investigadores se sentaron conmigo frente a una pantalla de computadora, donde vi por primera vez una rebanada de mi cerebro. Contemplé estupefacta, admirada de que las conexiones neuronales hubieran creado tramos nuevos alrededor de este enorme hueco ovalado donde debería haber estado mi lóbulo temporal detrás del lado izquierdo de mi frente y mi cavidad ocular.

En el cerebro de una persona común y corriente, las oraciones que escuché y leí en el escáner activan con gran intensidad el lóbulo frontal y el lóbulo temporal izquierdo, mientras que los sonidos sin sentido no lo hacen.

Los estudios de estos investigadores revelaron que, para adaptarse, el cerebro de la paciente de Connecticut había intercambiado los lados: en su caso, las oraciones activaban el lóbulo temporal derecho y el lóbulo frontal, según un caso práctico publicado en la revista Neuropsychologia.

Sin embargo, mi cerebro sorprendió a todos una vez más.

Un análisis preliminar de los escaneos mostró que, aun sin el lóbulo temporal izquierdo, proceso las oraciones con el hemisferio izquierdo.

“Había creído que cualquier lesión temprana considerable en el hemisferio izquierdo causaba la migración del sistema del lenguaje al hemisferio derecho”, señaló Fedorenko. “Pero la ciencia tiene estas maravillosas sorpresas, que en general llevan a descubrimientos geniales”.

Una posible explicación de este descubrimiento, según Fedorenko, es que mi lesión se encuentra más bien al frente del hemisferio izquierdo, por lo que hay suficiente tejido sano en la parte posterior para que se afiance el sistema del lenguaje.

En los próximos años, estaré yendo al laboratorio para que me realicen más pruebas y escaneos, y Fedorenko espera reclutar a más personas con cerebros inusuales para el estudio.

Todavía pienso en la investigación en la que participé cuando era pequeña y en todos los demás niños que sufrieron discapacidades graves a causa de un accidente cardiovascular perinatal. Por alguna razón misteriosa, mi cerebro evolucionó con todo y el lóbulo faltante, mientras que el de ellos no pudo hacerlo. ¿Por qué yo no nací con problemas cognitivos y de desarrollo y ellos sí? ¿Por qué mi hemisferio izquierdo se cableó de otra manera para darme las sílabas, palabras y frases que han enriquecido tanto mi vida?

Estas preguntas me hacen sentir agradecida por haberme involucrado en este estudio y volver a participar en una investigación.

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