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Ellos son los guardias indígenas de Colombia que hallaron a los niños desaparecidos

Al principio, escuchó un chillido bajito. Luego, más allá de las hojas anchas de la selva, Nicolás Ordóñez pudo distinguir la forma de una niña pequeña, con un bebé en brazos.

Ordóñez, de 27 años, un joven de origen humilde, dio un paso al frente y pronto se convertiría en un héroe nacional. Él y otros tres hombres habían encontrado a los cuatro niños colombianos que habían sobrevivido a un aterrador accidente aéreo seguido de 40 días angustiosos en la selva amazónica, y cuya difícil situación había atraído la atención de todo el mundo.

Pero estos hombres no llevaban el uniforme del ejército colombiano, ni de ninguna otra fuerza respaldada por millones de dólares movilizada para la gran búsqueda

Más bien, eran integrantes de una patrulla civil conocida como la Guardia Indígena, una confederación de grupos de defensa que han tratado de proteger amplias franjas de territorio indígena de la violencia y la destrucción medioambiental vinculadas al largo conflicto interno del país.

Muchos miembros de la guardia afirman que su causa ha sido marginada durante mucho tiempo. Ahora, están en el centro de la mayor historia en el país.

“Se visibilizó lo que somos nosotros, los guardias indígenas”, dijo Luis Acosta, quien coordina los múltiples grupos conocidos colectivamente como la Guardia Indígena. “Yo creo que esto de pronto gana respeto y gana reconocimiento”.

Aunque los guardias aún no saben cómo sobrevivieron los cuatro niños en la selva, las entrevistas realizadas en su pueblo natal, en el extremo sur de Colombia, ofrecen el relato más detallado hasta ahora sobre lo que los llevó al momento del rescate.

Los guardias indígenas de Colombia suelen llevar chalecos de tela y bastones de madera, no armas. Sin embargo, a lo largo de los años han resistido las incursiones de la guerrilla de izquierda, los paramilitares de derecha, las compañías petroleras e incluso las fuerzas de seguridad colombianas.

Su repentino protagonismo mundial comenzó en mayo, cuando un avión de una sola hélice cayó en una zona remota de la Amazonía colombiana.

Un equipo de búsqueda no tardó en encontrar los cadáveres de los tres adultos que viajaban a bordo, pero los cuatro jóvenes pasajeros desaparecieron, lo que desencadenó una intensa y angustiosa búsqueda en la que se produjo una cooperación insólita entre el ejército y la Guardia Indígena.

Los niños, de entre 1 y 14 años, son hermanos y parte de un grupo indígena llamado huitoto, también conocido como murui muina.

Habían subido al avión con su madre, un líder de la comunidad y el piloto para escapar de la violencia de una facción de un grupo guerrillero de izquierda en su pueblo amazónico, según Manuel Ranoque, padre de los dos niños más pequeños. (El grupo guerrillero, en mensajes de texto al Times, lo negó).

La labor del equipo de rescate cautivó a personas de todo el mundo, y cuando los niños fueron hallados con vida el 9 de junio, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, celebró la unión de fuerzas entre la Guardia Indígena y el ejército como símbolo de una “nueva Colombia”.

Ordóñez y los otros tres hombres que encontraron a los niños —Eliecer Muñoz, Dairo Kumariteke y Edwin Manchola— son de Puerto Leguízamo, una ciudad en el extremo sur de la Amazonía colombiana donde reina el narcotráfico y los grupos armados luchan por el control de la industria. También son murui muina.

Un día reciente, en Puerto Leguízamo, Ordóñez y otras personas más se sentaron en una casa de reuniones redonda conocida entre los grupos indígenas como maloca y explicaron por qué se habían sumado a la misión de rescate. La luz se filtraba a través del techo de paja. En el centro del suelo de tierra había un cuenco de mambe verde brillante, un estimulante suave hecho de hoja de coca molida, sagrado para la tribu.

Ordóñez, nacido en un pueblo de solo siete familias, dejó la escuela a los 10 años para empezar a trabajar moviendo cajas en una tienda de comestibles a cambio de poder elegir con qué quedarse entre los productos agrícolas estropeados.

Luego, a los 14 años, fue reclutado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la guerrilla de izquierda que luchó contra el gobierno colombiano durante décadas, aterrorizando al país. Dice que se unió voluntariamente debido a dificultades económicas.

Su experiencia no es excepcional: miles de niños han sido reclutados por grupos armados durante el prolongado conflicto del país.

Como menor de edad, Ordóñez dijo que no se le asignó el combate armado. Pero pronto se desilusionó con las tácticas violentas del grupo y, cuando fue capturado por el ejército un año después, lo consideró una intervención divina.

No le pasó desapercibida la situación peculiar de su paso de la lucha contra el Estado a trabajar junto a él.

“Un día atrás fui un enemigo de esta gente y ahora estoy trabajando para ellos”, dijo. “¡Qué locura!”.

A los 15 años, Ordóñez ingresó en un programa gubernamental de reinserción para niños víctimas del reclutamiento. Durante los tres años siguientes, siguió cursos de gobernanza y prestó servicios comunitarios en barrios asolados por la violencia. A los 18 años, regresó a Puerto Leguízamo y tuvo una “revolución espiritual”, sumergiéndose en las costumbres indígenas.

En mayo, la Guardia Indígena lo llamó para preguntarle si quería convertirse en miembro oficial. Aceptó. Días después, respondió a una convocatoria de voluntarios para unirse al esfuerzo del gobierno —denominado Operación Esperanza— para encontrar a los hermanos desaparecidos.

Quien en el pasado fuera integrante infantil de un grupo armado, ahora tenía una nueva misión: “Esta es mi guerra ahora”, dijo. “Rescatar a los niños”.

La actual Guardia Indígena es un subproducto del conflicto colombiano, cuya historia moderna muchos remontan a la creación de las FARC, que prometieron derrocar al gobierno y redistribuir la tierra y la riqueza.

Al menos 450.000 personas murieron a manos de paramilitares de derecha, las FARC, el ejército u otros grupos armados. Un acuerdo de paz en 2016 llevó a las FARC a deponer las armas. Pero la violencia persiste, con viejos y nuevos grupos luchando por el control territorial.

La Guardia Indígena actual se creó hace unos 20 años para proteger a las comunidades de los grupos armados, explicó Acosta, el coordinador.

A veces los guardias trabajan juntos, marchando por Bogotá, la capital, para protestar contra la violencia. Otras veces trabajan por separado, patrullando sus territorios.

En total, las guardias del país tienen decenas de miles de miembros, dijo Acosta.

Pueden incorporarse hombres, mujeres y niños a partir de los 13 años, agregó. Los miembros aprenden primeros auxilios y reciben lecciones de historia y política.

Muñoz, de 48 años, otro de los integrantes del grupo que encontró a los niños, también estaba motivado a ayudar en la búsqueda a causa del conflicto.

Muñoz se alistó en el ejército colombiano a los 18 años, y regresó a su comunidad más de una década después, tras enterarse de que su padre y su hermano habían desaparecido, lo que creyó que era obra de un grupo armado. (Al menos 120.000 colombianos han sido víctimas de desaparición forzada entre 1985 y 2016, según el gobierno).

Recorrió la región en busca de información, pero nunca supo por qué se los habían llevado ni qué había sido de ellos.

“Yo me pongo en los zapatos suyos”, le dijo al padre de los niños cuando se unió a la búsqueda. “Yo sé qué es sufrir y saber que uno da la vida por la familia”.

En total, unas 300 personas participaron en la búsqueda, según el ejército. Los miembros de la Guardia Indígena y los militares han hablado positivamente de su colaboración, explicando que la combinación de la tecnología militar y los conocimientos ancestrales de la guardia fue clave para encontrar a los niños.

El grupo de Puerto Leguízamo pasó tres semanas durmiendo en la selva.

Desafiaron a animales salvajes, serpientes venenosas y plantas tóxicas en el calor agobiante de la selva, donde los árboles de 30 metros de altura o más pueden bloquear la luz. En una ocasión, el equipo de rescate encontró un pañal. En otra ocasión, la huella de una pisada. Cada descubrimiento alegró al equipo, pero cuando las fuertes lluvias interrumpieron la búsqueda, llegó la desesperación.

El viernes 9 de junio, los militares dijeron al grupo de Puerto Leguízamo que siguieran solos, sin acompañantes, algo que nunca habían hecho antes.

Los guardias indígenas estaban agotados pero decididos.

Al cabo de unas horas, cuando se sentaron a compartir un poco de mambe, Muñoz recogió una tortuga.

“Si usted me entrega los niños, yo la suelto”, dijo. “Si usted no me entrega los niños, yo me la como”.

Caminaron unos 400 metros por una colina empinada cuando, hacia las 2 p. m., oyeron un llanto.

“¡Los niños!”, dijeron.

Ordóñez, que tenía los ojos clavados en el suelo en busca de señales de vida, se detuvo en seco. Se acercó lentamente al ruido. Cuando levantó la cabeza, allí estaba Lesly, de 13 años, agarrando la mano de su hermana Soleiny, de 9, quien sostenía en brazos al bebé, Cristin, de 1 año.

El niño de 5 años, Tien Noriel, estaba cerca, acostado en una cama de hojas.

Ordóñez, queriendo consolar a los niños, les dijo que venían del mismo pueblo. “Somos familia”, les dijo. Entonces los niños abrazaron a sus salvadores.

En ese momento, Kumariteke rompió el relativo silencio de la selva y empezó a cantar, dando gracias a Dios.

Cada guardia llevaba en brazos a un niño. Ordóñez llevó a Lesly a cuestas durante horas montaña abajo hasta un punto de encuentro militar.

Como parte del trato, liberaron a la tortuga.

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