Cuando las fuerzas norcoreanas cruzaron el paralelo 38 en junio de 1950, que comenzó la Guerra de Corea y duró tres años, mi abuelo Kang Yeon-gu era un estudiante adolescente en sus vacaciones de verano.
Tuvo suerte. Su aldea agrícola, en el extremo sureste de la península coreana, se encontraba muy lejos del estallido inicial de los combates. Millones de personas acudían a la zona en busca de seguridad. Uno de sus vecinos de Busan huyó con la vaca de la familia. El abuelo, que cumplió 90 años este año, sobrevivió a la guerra. Tras millones de muertos y miles de familias divididas, el 27 de julio de 1953 se firmó un armisticio. Sin embargo, en la práctica, la Guerra de Corea no terminó nunca. Tampoco la división de la nación coreana.
Décadas después de que Vietnam y Alemania se unificaran, con lo que pusieron fin a sus propias divisiones de posguerra, el distanciamiento coreano no ha hecho más que consolidarse. Para el observador externo, la ruptura entre la moderna y democrática Corea del Sur y la atrasada y represiva Corea del Norte —uno de los últimos símbolos de la Guerra Fría— puede parecer permanente.
Pero un extraño anhelo de unificación persiste a través de generaciones y fronteras, una mezcla de relatos personales y colectivos sobre la nación y la identidad que revela la complejidad de cómo los coreanos perciben su división.
La generación de mis padres en Corea del Sur vivió las empobrecidas décadas de posguerra de la dictadura militar y el Temor Rojo, cuando los ataques terroristas, las incursiones militares y el espionaje norcoreanos se sentían viscerales. Mis padres pintaron carteles anticomunistas en la escuela.
Yo crecí en la Corea del Sur democrática y próspera que emergió de eso. En el momento álgido de la llamada “era del sol”, a principios de la década de los 2000 —un periodo de distensión política entre el Norte y el Sur en el que la reunificación parecía posible, aunque todavía remota— mi proyecto de arte para el último año de la preparatoria tenía que ver con la reunificación de las familias y el optimismo por una Corea unificada. Tenía 11 años cuando los equipos de Corea del Norte y Corea del Sur entraron juntos al estadio durante la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Sídney en el año 2000. Lo vi por televisión con lágrimas de alegría. Durante un breve periodo después de eso, mi sueño profesional fue dirigir el Ministerio de Unificación de Corea del Sur, que se ocupa de los asuntos intercoreanos.
La primera vez que conocí a un norcoreano fue en 2010, nada más y nada menos que en Viena. Un museo tenía una exposición de arte norcoreano y fui tres veces a verla. Durante mi última visita, un hombre que dijo ser un burócrata del Ministerio de Cultura de Corea del Norte se acercó a mí. Al presentarnos, mencionamos de qué parte de Corea éramos. No necesitábamos traductor y, por coincidencia, su apellido también era Kang, del mismo clan ancestral. La conversación fue breve y no hablamos de grandes sentimientos de unidad nacional. Pero el recuerdo de haber cruzado brevemente la línea divisoria sigue siendo poderoso para mí.
A los surcoreanos se nos enseña que los norcoreanos siguen siendo “nuestra gente”, que son parte de “nuestro país”. Se nos enseña a anhelar la unificación. Durante los Juegos Olímpicos de Invierno de Pieonchang en Corea del Sur en 2018, cuando las jugadoras de hockey sobre hielo de ambas Coreas jugaron como un solo equipo, multitudes de coreanos ondearon la bandera de la unificación y corearon: “¡Somos uno!”.
Sin embargo, nuestros sueños de unificación siempre han entrado en conflicto con los mensajes contradictorios y divisorios sobre Corea del Norte, interiorizados desde la infancia. El gobierno de Corea del Norte es el enemigo y una amenaza existencial. Mostrar demasiada simpatía hacia ese país puede considerarse una violación a la Ley de Seguridad Nacional de Corea del Sur. El gobierno surcoreano bloquea muchos sitios web norcoreanos.
Los lanzamientos de misiles y las pruebas nucleares norcoreanas generan titulares mundiales, pero los surcoreanos —acostumbrados a estas continuas provocaciones— solo se encogen de hombros (¿Corea del Norte llevó a cabo una prueba de misiles? Tan solo es otro jueves cualquiera en Seúl). No es más que una muestra de la indiferencia auténtica y generalizada con la que muchos surcoreanos han llegado a considerar al vecino del norte.
Desde aquel breve momento de unidad sobre el hielo olímpico de Pieonchang, el aislado régimen norcoreano de Pionyang reanudó sus pruebas nucleares y de misiles de largo alcance. El actual presidente de Corea del Sur, Yoon Suk Yeol, un político conservador, endureció su postura hacia Corea del Norte. Las relaciones intercoreanas han vuelto a congelarse. La amenaza de una nueva guerra siempre está ahí.
Cada día, la unificación parece más ilusoria que nunca. ¿Cómo zanjar un abismo tan inmenso? Según una comparación, el producto interno bruto de Corea del Sur podría ser 57 veces mayor que el de Corea del Norte. La nuestra es una democracia robusta y sana: la ONG estadounidense Freedom House le dio a Corea del Sur una calificación de 83 sobre 100 en derechos políticos y libertades civiles; Corea del Norte, gobernada con mano de hierro por la dinastía Kim, obtuvo un 3.
A pesar de todo lo que nos han enseñado a desear a los surcoreanos, el deseo de unificación ha disminuido, en particular entre los ciudadanos más jóvenes. Según una destacada encuesta anual, el año pasado solo el 46 por ciento de los encuestados consideró que la unificación era “muy” o “algo” necesaria, el segundo nivel más bajo desde que comenzó el sondeo en 2007. Casi un 27 por ciento opinaba que no era necesaria. Mis sentimientos personales de apoyo a la unificación (¿Deberíamos? ¿Podemos?) siguen vivos, pero cada vez soy más escéptica.
Todavía hay argumentos convincentes a favor de la unificación, como nuestra historia e idioma comunes, el inconmensurable valor de garantizar la libertad a los norcoreanos y, por supuesto, la paz. Juntos, tal vez podríamos desprendernos de nuestra dependencia de otras potencias más grandes, como Estados Unidos y China, y disfrutar de los dividendos de la paz como una economía única que convierta sus espadas en arados.
Pero también está el reto de conciliar las grandes diferencias culturales, ideológicas y de estructuras políticas, el elevado costo económico que podría suponer para nuestro país y la necesidad de centrarnos en las cuestiones básicas de nuestro lado de la frontera.
Muchas veces falta en el debate la perspectiva de los norcoreanos. Una encuesta de 2018 encontró que el 90,8 por ciento de los norcoreanos que desertó en fechas recientes dijeron que, antes de abandonar su patria, sentían que la unificación era “muy necesaria” (tal vez debido al menos en parte a la propaganda a favor de la unificación que hay en Corea del Norte).
Sigo soñando con que todos los coreanos puedan tener la libertad de conocerse, con que las familias separadas se reúnan, con que los desertores norcoreanos regresen a casa sanos y salvos si así lo desean. Pero esas cosas parecen tan lejanas como siempre.
En 2018, durante el periodo más reciente de relativa distensión, un grupo de músicos surcoreanos visitó Pionyang. Al final de su concierto por la paz, interpretaron una canción de unificación. “Nuestro deseo es la unificación”, entonaron los intérpretes surcoreanos, una “unificación que salve a nuestro pueblo”. Cientos de norcoreanos en el público se unieron a coro, cantando y agitando los brazos al unísono.
Al verlo por televisión, volví a ser la niña de 11 años que alguna vez fui y lloré. El paso del tiempo adormece el dolor de la separación y el trauma que pasa de generación en generación. Pero todavía quedaba algo, aunque solo fuera por un instante.
Haeryun Kang es periodista y documentalista surcoreana que radica en Seúl. Actualmente está produciendo su primer largometraje documental, Naro’s Search For Space, sobre el programa espacial coreano.