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La promesa suspendida de China

[El miércoles, el gobierno de China anunció cambios que flexibilizan aún más la política de “cero covid”. Este artículo, publicado en inglés antes del anuncio estatal, ya informaba de algunos de esos cambios. Lee aquí, en inglés, sobre las transformaciones en la estrategia china para la covid].

Las callejuelas angostas del distrito de Haizhu desde hace mucho han atraído a los chinos que buscan salir adelante, gente como Xie Pan, un trabajador textil de un área montañosa del centro de China donde se cultiva té.

Haizhu, hogar de uno de los mercados de telas más grandes del país, alberga dormitorios para trabajadores y fábricas textiles en edificios de colores brillantes que están tan cerca que los vecinos pueden darse la mano desde sus ventanas. La zona, que antes era un conjunto de aldeas rurales, se convirtió en un centro de manufactura cuando China abrió su economía hace décadas. El gobierno había prometido dar un paso atrás y dejar que la gente diera rienda suelta a sus ambiciones, y millones de personas acudieron a Haizhu para hacer justo eso.

Xie hizo el esperanzador viaje el año pasado, junto con otras personas de la provincia de Hubei que también se habían instalado en esta densa zona de la metrópolis sureña de Cantón; se afanaban en maquiladoras ruidosas, vendían telas o fideos de sésamo, los favoritos de la ciudad. Pero cuando yo lo conocí hace unos meses, su esperanza se había desvanecido. Como consecuencia de la contracción de la economía, llevaba dos semanas sin alojamiento cuando por fin juntó dinero para alquilar una habitación de 30 metros cuadrados por 120 dólares al mes.

“No hay suficiente trabajo para todos”, dijo en ese momento Xie, de 31 años, un hombre de voz suave con los hombros encorvados por tantos años de estar trabajando en máquinas de coser. “No puedes irte a dormir todas las noches sabiendo que al día siguiente tienes que buscar trabajo. Es demasiado cansado”.

Las cosas empeorarían después de que los estrictos confinamientos silenciaron las maquiladoras y las tiendas de fideos cerraron. En octubre, Xie se la pasó casi todo el mes en cuarentena.

Varias semanas después, Haizhu estalló en descontento. Después de un fin de semana de protestas contra las restricciones por la política de “cero covid” en todo el país, cientos de trabajadores desafiaron las reglas de confinamiento y tomaron las calles de Haizhu el martes de la semana pasada, exigiendo libertad. Derribaron barricadas y lanzaron botellas de vidrio. Gritaban: “¡Que se acabe el confinamiento!”, mientras agentes de policía con trajes de protección contra peligros biológicos marchaban por los callejones, golpeando los garrotes contra sus escudos.

El estallido fue un ejemplo claro de hasta qué punto las restricciones pandémicas más estrictas del mundo trastocaron la vida en China. Xi Jinping, el líder autócrata del país, ha ampliado el control que ejerce el Partido Comunista Chino sobre su pueblo, incluso mucho más de lo que lo amplió Mao Zedong. Xi ha vinculado el éxito de la política de “cero covid” con su propia legitimidad como gobernante, y la aplicación de esta política ha sido más importante que fomentar el espíritu libre que hizo que Haizhu, y China, se volvieran tan dinámicas.

Este cambio atentaba contra el contrato social que el partido mantiene desde hace tiempo con su pueblo. Luego de la violenta represión de las manifestaciones prodemocráticas en la plaza de Tiananmén en 1989, Pekín llegó a un acuerdo implícito: a cambio de limitar las libertades políticas, el pueblo obtendría estabilidad y comodidad.

Sin embargo, en tiempos recientes la estabilidad y la comodidad han disminuido mientras que las limitaciones han aumentado. En noviembre, casi 530 millones de personas —alrededor del 40 por ciento de la población— estuvieron bajo algún tipo de confinamiento, según una estimación. Gente ha muerto por retrasos en la atención médica o ha pasado hambre.

El aparato de seguridad chino ya está actuando para reprimir las manifestaciones contra la “cero covid”, las protestas más extendidas que ha visto China desde Tiananmén. En todo el país, la policía ha detenido y amenazado a los participantes. El gobierno, aunque sin comentar en público las protestas, también trató de mitigar la indignación pública relajando las restricciones y desde hace días, por ejemplo, suspendió algunos confinamientos en Cantón.

Incluso si Xi hace que el descontento vuelva a la clandestinidad, la desilusión que las protestas hicieron evidente quizá permanezca. La política de “cero covid” puso de manifiesto la facilidad y la aparente arbitrariedad con la que el partido quería y lograba imponerle su voluntad a la gente. Para muchos chinos, ese control ha alterado sus expectativas de progreso constante y ha mermado su ambición y disposición a asumir riesgos.

Es posible que este cambio se experimente de manera más contundente en las mayores metrópolis del sur de China: Cantón y la vecina Shenzhen. Fue aquí donde las reformas de mercado de China despegaron por primera vez. Un colega y yo pasamos dos semanas en la región a principios de este año para ver cómo el cambiante contrato social ha alimentado la frustración, la resignación y la ansiedad, sentimientos que contradicen claramente la visión triunfalista del rejuvenecimiento nacional que ha promovido Xi.

Xie fue liberado de la cuarentena el mes pasado, antes de las protestas. Se marchó de Cantón, sin ganas de regresar. “Este lugar… si puedo evitarlo, lo haré”, dijo.

Gran parte del atractivo de la región se debía a la promesa de que ahí había algo para todos: fábricas para los migrantes rurales, centros tecnológicos para los aspirantes a programadores, escaparates para los emprendedores. Cualquiera podía invertir su esfuerzo y recursos en una vida mejor.

Xie se mudó a Cantón el año pasado, en busca de un mejor salario para mantener a sus dos hijos pequeños. Pero cuando llegó, se encontró con un panorama diferente al esperado.

Muchas fábricas habían recortado su producción debido a la desaceleración de la economía y a los confinamientos que frenaron la demanda de ropa nueva. Todas las mañanas, Xie se abría paso a codazos entre una multitud prácticamente detenida de solicitantes de empleo para regatear con los jefes de las fábricas las tarifas cada vez más bajas que pagaban por el trabajo a destajo, como hacer los dobladillos de una camisa o los plisados de una falda. En agosto, Xie ganaba entre 40 y 50 dólares al día, cuando tenía empleo. Había oído que la gente ganaba el doble antes de la pandemia.

En el trabajo, almorzaba a toda prisa arroz blanco y tofu, rodeado de montones de tela que le llegaban a las rodillas y el zumbido de las máquinas de coser.

Luego, en octubre, el coronavirus comenzó a extenderse por Haizhu, al igual que los confinamientos. Encerrado en su habitación, y luego en un centro de cuarentena, a Xie se le acabó el dinero.

La mañana en que lo dejaron salir, se subió a un tren de regreso a Hubei. “Llevo tanto tiempo sin trabajo que estoy a punto de pasar hambre”, dijo Xie cuando se le contactó ya en su casa.

No solo en las fábricas la movilidad ascendente parece cada vez más inalcanzable. Lo mismo ocurre en los rascacielos de la región, que en algún momento fueron pruebas relucientes de sueños alcanzados.

Antes de la pandemia, Ryan Liu encarnaba la promesa de su ciudad natal, Shenzhen. Tras crecer en el seno de una familia de clase trabajadora, Liu, de 34 años, se convirtió en jefe de producto de uno de los gigantes chinos de internet. Coleccionaba whisky y pasaba las vacaciones en el extranjero, saboreando el estilo de vida de altos vuelos que la modernización de China hizo posible.

Pero la política de “cero covid” doblegó incluso a los gigantes chinos de internet. El titán del comercio electrónico Alibaba registró una pérdida neta de casi 3000 millones de dólares el trimestre pasado, en parte debido a la débil demanda de los consumidores. Tencent, la empresa más valiosa de China, despidió a miles de empleados este año, la primera vez en casi una década que reducía su plantilla.

La vida cómoda que Liu había construido de pronto parecía precaria. Había empezado a leer ofertas de empleo para estar seguro, dijo mientras tomaba un bol de proteínas cerca de su oficina en el Parque Industrial Hi-Tech de Shenzhen, donde los rascacielos ofrecen servicios como karaokes y pistas de atletismo cubiertas. Dejó de comprar whisky y vendió sus inversiones en bolsa.

Liu se centró en pagar la hipoteca y acumular ahorros. “Los próximos años”, dijo, “también serán bastante duros”.

El ruido de la construcción comenzó inmediatamente después de que los funcionarios detectaran un caso solitario de covid en Xiasha, un denso barrio de Shenzhen conocido por sus comidas baratas y sus viviendas asequibles. Esa misma tarde, los trabajadores transportaron planchas de metal y plástico rojo para levantar barreras que impidieran la salida de cualquier persona: una manifestación física del control cada vez más manifiesto del partido sobre la vida cotidiana.

“Ni siquiera la cárcel es así”, dijo Wu Qunlin, de 56 años, quien dirige un salón de masajes, al recordar las dos semanas de barricadas de julio, su segundo encierro este año.

Incluso después de que quitaron los muros, las intrusiones continuaron. Se exigían pruebas de covid cada 24 horas. Las personas que entraban en el barrio tenían que mostrar una prueba de residencia. Los funcionarios controlaban los movimientos de la gente a través de sus celulares.

La movilización de tantos funcionarios hiperlocales —un medio de comunicación estatal calculó que se había desplegado uno por cada 250 adultos— representa “posiblemente la mayor expansión de la capacidad del Estado chino en los últimos 40 años”, dijo Taisu Zhang, profesor de derecho en Yale que estudia China. “Antes, la mayoría de la gente no sentía demasiado al Estado en su vida cotidiana. Ahora, por supuesto, el Estado está en todas partes”.

Los funcionarios incluso entraron en los apartamentos de Xiasha, revisando armarios y debajo de las camas en busca de personas con covid que pudieran haber estado intentando evitar ser detectadas.

Wu, quien abrió su negocio hace 20 años, dijo que había hecho todo lo posible por cooperar con las medidas contra la covid. Se sometió a pruebas diarias. Se vacunó. Sin embargo, allí estaba, sentado en un callejón casi a oscuras, enumerando las tiendas vecinas —un estudio fotográfico, otro salón de masajes— que habían quebrado. Esa tarde solo se había acercado un cliente para preguntar por los precios (unos 21 dólares por un masaje normal), pero al final se marchó.

“Ya nos han gestionado antes, esa es la función del Estado”, dijo Wu. Pero “es como si tus padres intentaran controlarte demasiado: te sentirías incómodo. Y si no hicieras nada al respecto, también te sentirías incómodo, ¿no?”.

La pregunta a la que se enfrenta la política de “cero covid” es la siguiente: ahora que la gente expresa su descontento, ¿qué viene después?

Las protestas que estallaron la semana pasada tenían su origen en las estrictas medidas debido a la covid, pero algunos manifestantes ampliaron sus reivindicaciones para enfrentarse más directamente a la reafirmación del poder del partido. En Pekín, Shanghái y otros lugares, corearon cánticos a favor de la democracia, la libertad de expresión y el fin del autoritarismo, que había permitido el “cero covid” en primer lugar.

Pero el aparato de seguridad no ha hecho más que reforzarse tras los tres últimos años de controles. Tampoco está claro cuántos de los manifestantes comparten las reivindicaciones, o la aspiración, a una mayor libertad política; los airados trabajadores de Cantón se centraban en el derecho básico a trabajar y moverse libremente. Si China consigue limitar el impacto de futuros estallidos a medida que suaviza las restricciones, el sentimiento de agravio compartido podría diluirse.

Incluso si la estrategia de “cero covid” desaparece del todo, es poco probable que la fijación general de Xi por el control también lo haga. En ese entorno, queda por verse si la ambición que alimentó el ascenso de China puede seguir floreciendo.

Esa ambición llevó a Li Hong, de 36 años, a hacerse cargo de una maquiladora de ropa el año pasado en Haizhu. Desde que llegó de Hubei hace 16 años, Li se había abierto camino desde el personal de base hasta la dirección, y tenía ganas de seguir avanzando y apostar por sí misma. Sabía que la economía se tambaleaba, pero con tantas fábricas que se hundían, podía hacerse cargo de una a buen precio.

“Las oportunidades llegan para quienes están preparados, pero incluso si no hay oportunidades, queremos ir a buscarlas”, dijo el verano pasado en su pequeña oficina trasera, donde tenía un sofá para tomarse siestas en los turnos largos.

Pero el confinamiento de la primavera pasada en Shanghái suspendió los pedidos de un importante cliente de esa ciudad. Luego llegó el brote de Cantón. Se ordenó el cierre de las fábricas de Haizhu. Li dio positivo y fue enviada a un hospital improvisado.

Después de que la dieron de alta dos semanas más tarde, regresó a Hubei porque su casa en Cantón fue clausurada, relató por teléfono. El contrato de alquiler de su fábrica expira en enero; no sabía si iba a renovarlo.

Siempre se había considerado una persona emprendedora, sobre todo en un mundo en el que las mujeres jefas de fábrica son escasas. Pero sabía que el empuje individual tenía un límite. Incluso después de que Cantón suavizara las restricciones tras las protestas, le preocupaba que los funcionarios locales estuvieran simplemente intentando evitar más mala publicidad, en lugar de escuchar las demandas de la gente.

“No van a tomar decisiones basadas en lo que uno quiere”, dijo Li. Al final, se resignó: “Ellos establecen las políticas como quieren, y yo haré lo que hagan los demás”.

La contención de las expectativas quizá esté mejor expresada en una frase omnipresente en las restricciones por la COVID-19 en China: “A menos que sea necesario”. Los funcionarios les han dado las siguientes instrucciones a los ciudadanos: no reunirse “a menos que sea necesario”; no salir de casa “a menos que sea necesario”. A muchos chinos que habían aprendido a soñar con el progreso —incluso con el lujo— de repente se les ha dicho, de nuevo, que aspiren solo a lo esencial.

Aun así, algunos se aferran a la esperanza de que este repliegue sea solo un paréntesis. A pesar de todas las dificultades actuales, los años de crecimiento extraordinario aún están frescos en la memoria de muchas personas.

En lo alto de una colina del parque Lianhuashan de Shenzhen se alza una estatua de seis metros de Deng Xiaoping. Deng, el líder que le permitió a China aceptar las fuerzas del mercado tras la muerte de Mao, vigila la ciudad que es un recordatorio fehaciente de la capacidad del país para cambiar de rumbo. Deng aparece en plena marcha, en honor a su credo de que la apertura solo debía acelerarse.

Chen Chengzhi, de 80 años, un miembro jubilado del gobierno que se acerca a esa estatua todos los días para hacer ejercicio, le atribuye a Deng el cambio en su vida. Chen se trasladó a Shenzhen en la década de 1980, poco después de que Deng permitiera la experimentación económica aquí. La ciudad tenía entonces apenas unos cientos de miles de habitantes, pero Chen, quien había soportado la hambruna y la Revolución cultural, creía en la visión de Deng.

“Al fin y al cabo, todas las cosas buenas de China están relacionadas con Shenzhen”, dijo Chen en uno de sus paseos diarios, y añadió que se alegró cuando el primer ministro chino, Li Keqiang, visitó la estatua en agosto y prometió que China seguiría abriéndose al mundo.

Si no lo hace, dijo Chen, “China llegará a un callejón sin salida”.

Pero Li se jubila, mientras la era de Xi de un control estatal cada vez mayor se prolonga.

Por ahora, Chen sigue subiendo a la colina, contemplando la ciudad que ayudó a construir, en la que todavía cree.

Li You colaboró con la reportería.

Vivian Wang es corresponsal de China en Pekín, donde escribe sobre cómo el auge y las ambiciones mundiales del país influyen en la vida cotidiana de sus habitantes. @vwang3


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