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Por qué parece que ya no sabemos nada de la economía global

LONDRES — En 2018, cuando los líderes empresariales y políticos del mundo se reunieron en el foro económico anual en Davos, Suiza, el ambiente era de júbilo. El crecimiento de todos los países principales estaba al alza. Christine Lagarde, la entonces directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), declaró que la economía global “está en un momento ideal”.

Cinco años más tarde, el panorama sin duda es mucho más sombrío.

“Casi todas las fuerzas económicas que impulsaron el progreso y la prosperidad en las últimas tres décadas se están desvaneciendo”, advirtió el Banco Mundial en un análisis reciente. “El resultado podría ser una década perdida en ciernes, no solo para algunos países o regiones como ha ocurrido en el pasado, sino para todo el mundo”.

Han pasado muchas cosas desde entonces a ahora: se desató una pandemia, inició una guerra en Europa, las tensiones entre Estados Unidos y China se exacerbaron. Además, la inflación, que se creía ya resguardada junto a colecciones de álbumes de música disco, regresó con más fuerza que nunca.

Pero a medida que las aguas se han calmado, tal parece que casi todo lo que suponíamos saber sobre la economía mundial estaba equivocado.

Las convenciones económicas de las que los formuladores de políticas se han valido desde la caída del Muro de Berlín hace más de 30 años —la infalible superioridad de los mercados abiertos, el comercio liberalizado y la máxima eficacia— parecen haberse descarriado.

Durante la pandemia de COVID-19, el impulso incesante por integrar la economía global y reducir los costos dejó a los trabajadores del sector salud sin cubrebocas y guantes médicos, a los fabricantes de automóviles sin semiconductores, a los aserraderos sin madera y a los compradores de calzado deportivo sin modelos Nike.

La idea de que el comercio y los intereses económicos compartidos impedirían los conflictos militares quedó pisoteada el año pasado, bajo las botas de los soldados rusos en Ucrania.

Además, los brotes cada vez más frecuentes de clima extremo, que han destruido cultivos, forzado migraciones y frenado las operaciones de plantas eléctricas, demostraron que la mano invisible del mercado no estaba protegiendo al planeta.

Ahora que corre el segundo año de la guerra en Ucrania y los países batallan con un crecimiento débil y una inflación persistente, las preguntas sobre el campo de juego emergente de la economía han pasado a primer plano.

La globalización, que en décadas recientes se veía como una fuerza imparable de gravedad, claramente está evolucionando de maneras impredecibles. Se acelera el distanciamiento de la idea de una economía mundial integrada. Y se libran debates intensos sobre la mejor manera de responder.

Por supuesto que los desafíos al consenso económico reinante se habían estado intensificando desde hace tiempo.

“Vimos antes de que empezara la pandemia que los países más ricos se sentían frustrados por el comercio internacional, creyendo —correctamente o no— que de alguna manera esto les perjudicaba a ellos, a sus empleos y a sus niveles de vida”, dijo Betsey Stevenson, miembro del Consejo de Asesores Económicos durante el gobierno de Barack Obama.

El colapso financiero de 2008 por poco acaba con el sistema financiero global. En 2016, el Reino Unido se separó de la Unión Europea. En 2017, los aranceles que el presidente Donald Trump le impuso a China detonaron una miniguerra comercial.

Sin embargo, a partir de la pandemia, una serie ininterrumpida de crisis expuso con claridad impactante vulnerabilidades que no podían ignorarse más.

Como concluyó la firma de consultoría, EY, en su Análisis Geoestratégico 2023, las tendencias detrás del alejamiento de la globalización siempre creciente “se vieron aceleradas por la pandemia de COVID-19, y luego fueron aún más reforzadas por la guerra en Ucrania”.

La sensación de malestar que se percibe en la actualidad contrasta de forma evidente con el excitante triunfalismo que se vivió tras el colapso de la Unión Soviética en diciembre de 1991. Ese fue un periodo en el que un teórico podía declarar que la caída del comunismo marcaba “el fin de la historia”, que las ideas democráticas liberales no solo vencían rivales, sino que representaban “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad”.

Las teorías económicas relacionadas sobre el auge inevitable del capitalismo de libre mercado en todo el mundo adquirieron un brillo similar de invencibilidad e inevitabilidad. Los mercados abiertos, el gobierno no intervencionista y la búsqueda implacable de eficiencia ofrecerían la mejor ruta a la prosperidad.

Se creía que un nuevo mundo donde los bienes, el dinero y la información se entrelazaban, en esencia, arrasaría con el antiguo orden de conflictos como el de la Guerra Fría y regímenes antidemocráticos.

Había motivos para ser optimistas. En los años 1990, la inflación tendía a la baja, mientras que el empleo, los salarios y la productividad tendían al alza. El comercio global casi se duplicó. Las inversiones en países en desarrollo se dispararon. El mercado bursátil subía como la espuma.

En 1995, se fundó la Organización Mundial del Comercio para hacer cumplir las normas. La entrada de China, seis años después, se consideró transformadora. Encima, el concepto de vincular un mercado inmenso con 142 países sería un punto de atracción irresistible para el gigante asiático hacia la democracia.

China, junto con Corea del Sur, Malasia y otras naciones, convirtieron a agricultores en penurias en trabajadores productivos de fábricas urbanas. Los muebles, juguetes y aparatos electrónicos que vendían en todo el mundo generaron un crecimiento tremendo.

Este plan de acción económica preferido ayudó a producir enorme riqueza, sacó a cientos de millones de personas de la pobreza y propició avances tecnológicos fantásticos.

No obstante, también hubo fracasos rotundos. La globalización aceleró el cambio climático y profundizó las desigualdades.

En Estados Unidos y otras economías avanzadas, muchos empleos industriales se exportaron a países con salarios más bajos, lo que eliminó un trampolín hacia la clase media.

Los responsables políticos siempre supieron que habría ganadores y perdedores. Aun así, se dejó que el mercado decidiera cómo desplegar la mano de obra, la tecnología y el capital en la creencia de que la eficiencia y el crecimiento llegarían automáticamente. Solo después, se pensaba, deberían intervenir los políticos para redistribuir las ganancias o ayudar a los que se quedaban sin trabajo o perspectivas.

Las empresas se lanzaron a una caza internacional de trabajadores por bajos salarios, sin importarles las protecciones laborales, el impacto ambiental ni los derechos democráticos. Encontraron a muchos en lugares como México, Vietnam y China.

Los televisores, las camisetas y los tacos eran más baratos que nunca, pero muchos servicios básicos, como la atención médica, la vivienda y la educación superior, eran cada vez menos asequibles.

El éxodo de trabajos recortó los salarios en territorio nacional y debilitó la capacidad de negociación de los trabajadores, lo cual alentó los sentimientos antinmigrantes y fortaleció a líderes populistas de extrema derecha como Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría y Marine Le Pen en Francia.

En gigantes industriales avanzados como Estados Unidos, el Reino Unido y varios países europeos, los líderes políticos se mostraron incapaces o poco dispuestos a redistribuir más ampliamente las recompensas y las cargas.

Tampoco fueron capaces de evitar las consecuencias negativas para el medio ambiente. El transporte de mercancías por todo el mundo aumentó las emisiones de gases de efecto invernadero. Producir para un mundo de consumidores puso a prueba los recursos naturales, y fomentó la sobrepesca en el sudeste asiático y la deforestación ilegal en Brasil. Y las instalaciones de producción baratas contaminaron países sin normas medioambientales adecuadas.

Resultó que los mercados por sí solos no eran capaces de distribuir automáticamente las ganancias de forma justa ni de estimular a los países en desarrollo para que crecieran o establecieran instituciones democráticas.

Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, declaró en un discurso reciente que una falacia central en la política económica estadounidense había sido asumir “que los mercados siempre asignan el capital de manera productiva y eficiente, sin importar lo que hicieran nuestros competidores, sin importar la magnitud que alcanzaran nuestros desafíos compartidos y sin importar la cantidad de barreras que derribáramos”.

La proliferación de los intercambios económicos entre naciones tampoco consiguió marcar el comienzo de un prometido renacimiento democrático.

La China comunista resultó ser la mayor beneficiaria del sistema económico mundial —y quizás la maestra del juego— sin abrazar los valores democráticos.

“Herramientas capitalistas en manos socialistas”, dijo el líder chino Deng Xiaoping en 1992, cuando su país se estaba convirtiendo en la fábrica del mundo. El asombroso crecimiento de China la transformó en la segunda economía del mundo y en uno de los principales motores del crecimiento mundial. Sin embargo, durante todo ese tiempo, Pekín mantuvo un férreo control sobre sus materias primas, tierras, capital, energía, crédito y mano de obra, así como sobre los movimientos y la forma de hablar de su población.

En los países en desarrollo, los resultados pueden ser nefastos.

Los estragos económicos que provocó la pandemia combinados con los precios elevados de los alimentos y el combustible causados por la guerra en Ucrania han creado una avalancha de crisis de deuda. Las tasas de interés cada vez más altas agravaron esas crisis. Las deudas, como los energéticos y los alimentos, suelen cotizarse en dólares en el mercado internacional, así que cuando las tasas estadounidenses suben, los pagos de deuda se encarecen.

Sin embargo, el ciclo de préstamos y rescates tiene raíces aún más profundas.

Los países más pobres se vieron presionados para levantar todas las restricciones a la salida y entrada de capital del país. El argumento era que el dinero, al igual que los bienes, debía circular con libertad entre las naciones. El hecho de permitir que gobiernos, empresas e individuos pidieran préstamos a acreedores extranjeros financiaría el desarrollo industrial y la infraestructura esencial.

“Se suponía que la globalización financiera daría paso a una era de crecimiento robusto y estabilidad presupuestaria en los países en vías de desarrollo”, dijo Jayati Ghosh, economista de la Universidad de Massachusetts Amherst. Pero, agregó: “Al final, propició lo contrario”.

Algunos préstamos —ya fueran de prestamistas privados o de instituciones como el Banco Mundial— no produjeron suficientes beneficios para pagar la deuda. Otros se destinaron a planes especulativos, propuestas a medias, proyectos de vanidad o cuentas bancarias de funcionarios corruptos. Y los deudores quedaron a merced de unos tipos de interés crecientes que aumentaron la cuantía de los pagos de la deuda en un abrir y cerrar de ojos.

A lo largo de los años, los préstamos imprudentes, las burbujas de activos, las fluctuaciones monetarias y la mala gestión oficial provocaron ciclos de auge y caída en Asia, Rusia, América Latina y otros lugares. En Sri Lanka, los extravagantes proyectos emprendidos por el gobierno, desde puertos a estadios de críquet, contribuyeron a llevar al país a la bancarrota el año pasado, mientras los ciudadanos rebuscaban comida y el banco central, en un acuerdo de trueque, pagaba el petróleo iraní con hojas de té.

Es un “esquema Ponzi”, dijo Ghosh.

Los prestamistas privados, asustados ante la posibilidad de que no se les devolviera el dinero, cortaron bruscamente el flujo de dinero, lo que dejó a los países a su suerte.

Y la austeridad que acompañó a los rescates del FMI, que obligó a los gobiernos sobrecargados a recortar el gasto, a menudo trajo miseria generalizada al recortar la asistencia pública, las pensiones, la educación y la atención a la salud.

Incluso los economistas del FMI reconocieron en 2016 que, en lugar de generar crecimiento, esas políticas “aumentaron la desigualdad, lo que a su vez puso en peligro una expansión duradera”.

El desencanto con el estilo de préstamos de Occidente le dio a China la oportunidad de convertirse en un acreedor agresivo en países como Argentina, Mongolia, Egipto y Surinam.

Si bien el colapso de la Unión Soviética le abrió la puerta al dominio de la ortodoxia del libre mercado, ahora la invasión de Ucrania por parte de la Federación Rusa la desató por completo.

La historia de la economía internacional hoy en día, comentó Henry Farrell, profesor de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins, trata de “cómo la geopolítica está engullendo a la hiperglobalización”.

La política de las grandes potencias al viejo estilo logró lo que la amenaza del colapso climático catastrófico, la gestación del malestar social y la desigualdad creciente no pudieron: trastocó los supuestos sobre el orden económico mundial.

Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para asuntos exteriores y política de seguridad, lo expresó sin rodeos en un discurso 10 meses después de la invasión a Ucrania: “Hemos desvinculado las fuentes de nuestra prosperidad de las fuentes de nuestra seguridad”. Europa obtenía energía barata de Rusia y productos manufacturados baratos de China. “Este es un mundo en el que eso ya no es posible”, sentenció.

Los cuellos de botella en la cadena de suministro derivados de la pandemia y la recuperación que vino después ya habían destacado la fragilidad de una economía basada en un suministro global. Conforme se exacerbaron las tensiones políticas a causa de la guerra, los formuladores de políticas se apresuraron a añadir la autosuficiencia y la fortaleza a los objetivos de crecimiento y eficiencia.

“Nuestras cadenas de suministro no son seguras y no son resistentes”, dijo la primavera pasada la secretaria del Tesoro, Janet Yellen. Las relaciones comerciales deben construirse en torno a “socios de confianza”, afirmó, aunque ello signifique “un nivel de costos algo mayor, un sistema algo menos eficiente”.

“Era ingenuo pensar que los mercados solo tienen que ver con la eficiencia y que no tienen que ver también con el poder”, dijo Abraham Newman, coautor con Farrell de Underground Empire: How America Weaponized the World Economy.

Las redes económicas, por su propia naturaleza, crean desequilibrios de poder y puntos de presión porque los países tienen distintas capacidades, recursos y vulnerabilidades.

Rusia, que había suministrado el 40 por ciento del gas natural de la Unión Europea, intentó usar esa dependencia para presionar al bloque a retirar su apoyo a Ucrania.

Estados Unidos y sus aliados utilizaron su dominio del sistema financiero mundial para retirar a los principales bancos rusos del sistema internacional de pagos.

China ha tomado represalias contra sus socios comerciales restringiendo el acceso a su enorme mercado.

La extrema concentración de proveedores críticos y redes de tecnología de la información ha generado puntos de estrangulamiento adicionales.

China fabrica el 80 por ciento de los paneles solares del mundo. Taiwán produce el 92 por ciento de los pequeños semiconductores avanzados. Gran parte del comercio y las transacciones mundiales se realizan en dólares estadounidenses.

La nueva realidad se refleja en las políticas públicas estadounidenses. Estados Unidos —el artífice central del orden económico liberalizado y la OMC— se ha alejado de los acuerdos de libre comercio más integrales y, en repetidas ocasiones, se ha negado a respetar las decisiones de la OMC.

La preocupación por la seguridad ha llevado al gobierno de Biden a bloquear la inversión china en empresas estadounidenses y a limitar el acceso de China a los datos privados de los ciudadanos y a las nuevas tecnologías.

Y ha adoptado una política industrial al estilo chino, al ofrecer subvenciones gigantescas para vehículos eléctricos, baterías, parques eólicos, plantas solares y otros, con el fin de asegurar las cadenas de suministro y acelerar la transición a las energías renovables.

“Ignorar las dependencias económicas que se han ido acumulando durante décadas de liberalización se ha convertido en algo realmente peligroso”, afirmó Sullivan, asesor de seguridad nacional de Estados Unidos. La adhesión a una “eficiencia de mercado excesivamente simplificada”, añadió, resultó ser un error.

Aunque se ha abandonado parte de la ortodoxia económica del pasado, no está claro qué la remplazará. La improvisación está a la orden del día. Quizá lo único que podemos asumir con cierto grado de certeza ahora es que el camino a la prosperidad y a los compromisos políticos será más turbio que antes.

Patricia Cohen es la corresponsal de economía global con sede en Londres. Desde que se integró al Times en 1997 ha escrito también sobre teatro, libros e ideas. Es autora de In Our Prime: The Fascinating History and Promising Future of Middle Age. @PatcohenNYT


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