Las primeras incursiones de Bolsonaro en la política brasileña estuvieron marcadas por la ignominia. Este capitán retirado del ejército capturó por primera vez la atención nacional a mediados de los años ochenta, cuando las fuerzas armadas comenzaron una retirada táctica de la vida política tras dos décadas de gobierno militar. Un conocido semanario reveló que Bolsonaro, insatisfecho por el salario tan bajo que recibían los militares, planeó provocar algunas explosiones en un cuartel de Río de Janeiro. Su intención, según le dijo al periodista con una tremenda franqueza, era crear problemas para el nada popular ministro del ejército.
Tras una ráfaga publicitaria y una investigación interna en la que Bolsonaro pareció amenazar al periodista por testificar en su contra, el incidente quedó prácticamente en el olvido. Sin embargo, ese desplante ilustró la conducta habitual de Bolsonaro, un soldado deslucido cuyas enormes ambiciones políticas por lo regular molestaban a los militares distinguidos de mayor rango. Con todo, su pasado militar fue un arma electoral útil. En 1988, después de restaurada la democracia brasileña, decidió arrancar su carrera política posicionándose como representante de los intereses y perspectivas del militar típico.
Con el paso del tiempo, su discurso adquirió un tono más general de derecha y adoptó el tono conservador, si no es que la teología, el cristianismo evangélico. La política de Bolsonaro —una mezcla de intolerancia, autoritarismo, moralismo religioso, neoliberalismo y teorías conspirativas espontáneas— casi no tuvo prominencia después del gobierno militar. No obstante, 13 años de gobierno del progresista Partido de los Trabajadores causaron descontento en la derecha. En opinión de las figuras de esa ideología, las repetidas victorias electorales de la izquierda parecían indicar que había juego sucio y atentaban contra la propia noción de democracia. Al frente de esta embestida, con una grandilocuencia ideológica inimitable, estaba Bolsonaro. En la mayor democracia de América Latina, ahora habla en nombre de decenas de millones de personas.
Los sucesos del domingo subrayaron esta lamentable situación. Los candidatos respaldados por Bolsonaro tuvieron los mejores resultados en todo el país y obtuvieron victorias importantes contra candidatos respaldados por Da Silva en São Paulo y Río de Janeiro. De hecho, la primera vuelta de las votaciones parece indicar que el proyecto político que se impuso en 2018 (en una palabra, el “Bolsonarismo”) no solo sigue vigente, sino que puede crecer. Si pensamos en el desastroso manejo de la COVID-19 por parte de Bolsonaro, sus constantes amenazas a la democracia brasileña y la serie de escándalos de corrupción en torno a él y su familia, el futuro luce sombrío.
Pero esto no es inexplicable. Aunque hay mucho que no sabemos (el censo, postergado debido a la pandemia y a un sabotaje institucional, tiene más de una década de retraso), algunas cosas son claras. A pesar de que Bolsonaro conservó su abrumadora ventaja en las áreas del oeste y el noroeste del país, el aspecto más sorprendente de las elecciones fue con cuánta claridad mantuvo las líneas establecidas de apoyo regional. En el sureste, un bastión tradicional de política conservadora, Bolsonaro prosperó. En el noreste, refugio del Partido de los Trabajadores, Da Silva sobresalió. El éxito de Bolsonaro ha consistido en mantener y ampliar la base de apoyo conservadora tradicional, convocándola en torno a sus amargas denuncias de los progresistas, el sistema de justicia, la prensa y las instituciones internacionales.