La economía de Hawái ha dependido durante mucho tiempo de industrias que, junto con la prosperidad, acarrean graves problemas. La caza de ballenas fue una bendición que también supuso una tragedia medioambiental. Las plantaciones de azúcar y piña dejaron cicatrices en la tierra. También lo ha hecho el turismo, que durante más de un siglo le ha permitido seguir prosperando, pero ha tenido sus desventajas, con su contribución al sobredesarrollo, la mercantilización cultural y los productos comerciales de mala calidad. Los cruceros como los que anclan frente a la costa de Lahaina y otros puertos hawaianos son terriblemente contaminantes.
La conmoción y el dolor en Lahaina tendrá que disminuir antes de que comience la reinvención, pero Hawái se ha reinventado a sí misma muchas veces.
Los hawaianos, que en su día estuvieron en peligro de extinción al entrar en contacto con las enfermedades occidentales, sufrieron un fuerte descenso demográfico. Y, en un acto de voluntad colectiva, revitalizaron un patrimonio muy rico: la lengua, la danza, el canto, la artesanía y la agricultura. Junto con las generaciones de inmigrantes de las plantaciones de principios del siglo XX, como mis abuelos okinawenses, construyeron una sociedad multicultural que honra la tolerancia y la acogida.
La gente de Hawái sabe muy bien qué es la diversidad, y han pasado juntos por muchas catástrofes. Los de la generación de mi madre recuerdan los tsunamis de 1946 y 1960 que asolaron Hilo, su ciudad natal. En 1990, un pueblo entero, Kalapana, desapareció bajo una capa de lava de entre 15 y 20 metros. Cada vez que veo que #terremoto es tendencia en Twitter, entro en tsunami.gov para ver qué está temblando en la cuenca del Pacífico. Las sirenas de protección civil son el tono de alarma que me hace evocar el regreso al hogar con la misma facilidad que Gabby Pahinui. Mi primo de la Isla Grande, Quince Mento, quien se jubiló en 2011 de su trabajo como director de la defensa civil del condado de Hawái, es una de las personas más sosegadas que conozco, pero estoy seguro de que duerme más tranquilo si sabe que alguien está pendiente de la lava.
Y nos acordamos del 13 de enero de 2018, la luminosa mañana de sábado en la que todos nuestros teléfonos nos dijeron que íbamos a morir de forma inminente. La falsa alarma del misil balístico aterrorizó al estado, pero no todos sufrieron un ataque de pánico. Mi hermano y su familia, que se encontraban en un restaurante cerca de Honolulu, estaban tan conmocionados como todos los demás, pero acababan de pedir el desayuno y por su ventana tenían vistas a Pearl Harbor, el presunto objetivo principal de Corea del Norte. De modo que —emoji encogido de hombros— mantuvieron la calma y se quedaron ahí. “Al menos, estamos todos juntos”, dijo mi sobrino.