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Desafío a la democracia: un expresidente de EE. UU. enfrenta cargos penales por primera vez

Por primera vez en la historia de Estados Unidos, un expresidente de Estados Unidos ha sido acusado de cargos penales. Vale la pena hacer una pausa para repetir eso: por primera vez en la historia un presidente estadounidense ha sido acusado de un delito.

Han ocurrido tantas cosas impensables desde que Donald Trump llegó a la Casa Blanca en 2016, se han cruzado tantas líneas inviolables, tantos eventos inimaginables han conmocionado al mundo, que es fácil perder de vista cuán asombroso es este momento en particular.

A pesar de todo el enfoque en los detalles de mal gusto del caso, su novedosa teoría legal o su impacto político, la mayor noticia es que este país incursiona en un camino que nunca antes había recorrido, uno lleno de profundas consecuencias para el estado de la democracia más antigua del mundo. Durante más de dos siglos, los presidentes han estado en un pedestal —incluso los que han sido afectados por los escándalos— mientras estaban en el cargo han tenido inmunidad para ser enjuiciados y, de hecho, lo mismo ha pasado cuando abandonan la presidencia.

Pero eso acaba de cambiar. Ese tabú se ha roto. Se ha sentado un nuevo precedente. ¿Desgarrará al país, como temían algunos sobre la posibilidad de enjuiciar a un expresidente después de Watergate? ¿Será visto por muchos, en el país y en el extranjero, como la justicia del vencedor que se aplica en los países en desarrollo cuando los líderes anteriores son encarcelados por sus sucesores? ¿O se convertirá en un momento de la verdad, una señal de que incluso alguien que fue la persona más poderosa del planeta no está por encima de la ley?

“Bien sea que la acusación esté justificada o no, cruza una línea enorme en la política y la historia legal estadounidense”, dijo Jack L. Goldsmith, profesor de derecho de Harvard y exalto funcionario del Departamento de Justicia durante la presidencia de George W. Bush.

Como si eso no fuera suficiente para sacudir los cimientos de la república, esta primera acusación podría no ser la última. Es posible que Trump enfrente una segunda acusación en Georgia y una tercera de los fiscales federales, además existe la posibilidad de que se produzca una cuarta.

El hecho de que la acusación, sin precedentes, implique algo tan indecoroso como pagar dinero para ocultar un encuentro sexual ha generado consternación. Como el acusado ha estado involucrado en eventos mucho más trascendentales, como tratar de anular una elección e inspirar un ataque contra el Capitolio para evitar la transferencia del poder, las acusaciones de los fiscales de Manhattan parecen menos trascendentales.

Pero, si el tema es la rendición de cuentas, este caso podría volver a trazar las líneas y hacer que sea menos intimidante para los fiscales en Georgia y Washington formular acusaciones de delitos más graves si tienen evidencias, ya que no tendrán que lidiar con la carga de tener que justificar una acción que nunca se había hecho. Quizá el único presidente que ha enfrentado dos juicios políticos en el Congreso tendrá que lidiar con tantas acusaciones que los abogados necesitarán una tarjeta de puntuación para llevar la cuenta de los procesos legales.

Si bien la acusación de Trump lleva a Estados Unidos hacia aguas desconocidas, es posible que los autores de la Constitución estén sorprendidos de que tomó tanto tiempo. La política del Departamento de Justicia sostiene que los presidentes en funciones no pueden ser acusados, pero los redactores de la Carta Magna contemplaron explícitamente la posibilidad de que sean acusados después de dejar el cargo.

Un presidente acusado por la Cámara y condenado y destituido de su cargo por el Senado “será, no obstante, responsable y sujeto a acusación, audiencias, juicio y castigo, de conformidad con la ley”, declara el Artículo I, Sección 3 de la Constitución.

“En general, consideramos que ese lenguaje sugiere que, pase lo que pase con respecto a un juicio político mientras un presidente está en el cargo, aún puede ser responsable civil o penalmente después de que deje el cargo por su mala conducta durante su gestión”, dijo Michael J. Gerhardt, profesor de derecho constitucional en la Universidad de Carolina del Norte.

En otras palabras, ningún expresidente estaba exento de responsabilidad penal. “Los redactores se habrían horrorizado ante la posibilidad de que un presidente estuviera por encima de la ley mientras estaba en el cargo o después de dejarlo”, dijo Gerhardt.

De hecho, mientras votaba para absolver a Trump en su segundo juicio político —que lo acusaba de incitar al ataque al Capitolio del 6 de enero de 2021— el senador Mitch McConnell, líder republicano de Kentucky, dijo que lo hizo porque Trump ya no estaba en el cargo, pero agregó que todavía estaba sujeto a enjuiciamiento penal.

“Mi opinión es que siempre que el caso que se presenta sea por un delito que no es inusual al momento de acusar, y cuando las pruebas son tan sólidas como normalmente deben ser —es decir, cuando se previene contra el problema del enjuiciamiento selectivo— entonces es imperativo que hagamos que los políticos rindan cuentas independientemente del puesto que ocupen o hayan ocupado”, dijo Andrew Weissmann, adjunto de Robert S. Mueller III, el fiscal especial que investigó los vínculos de la campaña de Trump con Rusia.

Meena Bose, quien es la decana ejecutiva de la Escuela de Gobierno Peter S. Kalikow de la Universidad de Hofstra y dirige un proyecto de historia presidencial, dijo que un país plagado de polarización y preocupaciones sobre la democracia sería más fuerte al hacer cumplir la responsabilidad de sus líderes. “Un compromiso activo y continuo para garantizar que todos los funcionarios públicos respeten el Estado de derecho es esencial para abordar esos desafíos”, dijo.

Pero otros se preocupan por las consecuencias a largo plazo para la presidencia, sobre todo porque esta acusación la presenta un fiscal local en vez del Departamento de Justicia, lo que abre la puerta para que los fiscales de todo el país puedan encargarse de perseguir a un presidente.

En 2008, los votantes de dos pequeños pueblos del liberal estado de Vermont aprobaron resoluciones acusando a Bush y al vicepresidente Dick Cheney de “crímenes contra la Constitución” e instruyendo a los abogados de sus localidades a redactar acusaciones. Eso nunca trascendió, pero no es difícil imaginar a un fiscal local conservador tratando de acusar al presidente Biden de, por ejemplo, no proteger adecuadamente la frontera.

“Esto presenta la oportunidad para que potencialmente miles de fiscales estatales y locales investiguen y acusen a un presidente sin el impedimento impuesto por la política del Departamento de Justicia contra la acusación de mandatarios en ejercicio”, dijo Stanley M. Brand, exabogado de la Cámara cuya firma representa a un par de colaboradores de Trump en la investigación sobre el mal manejo de documentos clasificados. “En teoría, subyuga a la presidencia de una manera que no creo que haya sido contemplada constitucionalmente”.

Goldsmith dijo que cualquier enjuiciamiento podría desgarrar la estructura del sistema. “Especialmente si esta acusación es seguida incluso por una acusación justificada del fiscal especial, veremos recriminaciones y represalias en el mediano plazo, todo en detrimento de nuestra salud política nacional”, dijo.

Los aliados de Trump calificaron el caso de Manhattan como político incluso antes de cualquier acusación y sin esperar a revisar la evidencia real. Lo que sea que Alvin L. Bragg, el fiscal de distrito, presentó fue irrelevante: para defender al presidente más reciente de su partido y al posible próximo candidato, declararon preventivamente que la acusación era ilegítima porque fue presentada por un demócrata.

El representante Mark E. Green, republicano por Tennessee y presidente del Comité de Seguridad Nacional de la Cámara de Representantes, comparó cualquier enjuiciamiento de Trump con casos políticos en países menos desarrollados. “Daniel Ortega arrestó a su oposición en Nicaragua y eso lo calificamos como una cosa terrible”, dijo la semana pasada. “Señor Biden, señor presidente, piense en eso”.

Encarcelar a exlíderes por cargos engañosos y políticamente motivados puede ser común en las autocracias del mundo, pero algunas de las democracias más avanzadas no han rehuido en llevar a sus líderes a juicio por delitos. En Israel, el ex primer ministro Ehud Olmert pasó más de un año en prisión por soborno, fraude y otros cargos, mientras que el actual primer ministro, Benjamin Netanyahu, se encuentra en juicio por cargos similares.

En Italia, el ex primer ministro Silvio Berlusconi, que acaba de recuperar algo de poder como parte de una coalición de gobierno, ha enfrentado 35 procesos judiciales penales durante su larga carrera, aunque solo una vez fue condenado por fraude fiscal y condenado a un año de servicio comunitario. El mes pasado, fue absuelto de los cargos de soborno de testigos en un juicio previo por prostitución de menores.

Otros líderes de naciones democráticas condenados en los últimos años incluyen a los expresidentes Jacques Chirac (malversación de fondos) y Nicolas Sarkozy (tráfico de influencias) en Francia, la expresidenta Park Geun-hye (corrupción) en Corea del Sur y el expresidente Chen Shui-bian (soborno) en Taiwán.

En Estados Unidos, Teapot Dome, Watergate, Irán-contra y Whitewater nunca pusieron a un presidente en el banquillo. El único presidente en funciones que vio el interior de una estación de policía como acusado fue Ulysses S. Grant, quien fue detenido por conducir a alta velocidad por las calles de Washington en su carruaje tirado por caballos. Pagó 20 dólares y siguió su camino.

Si bien nunca antes se había acusado a un presidente, uno de los primeros vicepresidentes, Aaron Burr, fue juzgado por traición después de dejar el cargo por conspirar para dividir los territorios occidentales en un nuevo país, aunque fue absuelto. Casi dos siglos después, otro vicepresidente, Spiro T. Agnew, renunció en medio de un acuerdo de culpabilidad en un caso de corrupción.

A Trump no se le prohibiría postularse para su antiguo cargo por una acusación o incluso una condena. En 1920, Eugene V. Debs, el líder socialista, dirigió su quinta candidatura a la Casa Blanca desde prisión, donde cumplía condena por su oposición a la Primera Guerra Mundial. Recibió 919.799 votos, o el 3,4 por ciento de los emitidos. Por supuesto, a diferencia de Trump, no era un candidato de un partido importante y no tenía perspectivas de ganar.

Al menos un par de otros presidentes estaban preocupados por ser acusados después de dejar el cargo. Richard M. Nixon fue indultado por su sucesor, Gerald R. Ford, un mes después de renunciar, ahorrándole cualquier enjuiciamiento en el escándalo de Watergate. Bill Clinton llegó a un acuerdo con los fiscales de Whitewater en su último día completo en el cargo en el que admitió haber brindado falso testimonio bajo juramento sobre su relación con Monica S. Lewinsky, renunció a su licencia de abogado por cinco años y pagó una multa de 25,000 dólares a cambio de no enfrentar cargos como ciudadano privado.

Al perdonar a Nixon, Ford no estaba tratando de sentar un precedente que prohibier a futuros juicios a un presidente, dijo el historiador Richard Norton Smith, cuya biografía de Ford, An Ordinary Man, se publicará el próximo mes. En cambio, estaba tratando de llevar al país más allá de Watergate mientras enfrentaba desafíos como la inflación, los últimos vestigios de la Guerra de Vietnam y un profundo cinismo de la opinión pública.

“No estaba perdonando a Nixon tanto como tratando de olvidarlo”, dijo Smith. “Es decir, para contrarrestar la obsesión popular, política y mediática que, comprensiblemente, se había formado en torno al concepto impensable de que un presidente estadounidense se enfrentara a la cárcel. Y cuya existencia le impediría hacer su trabajo o que el pueblo estadounidense se enfocara en enfrentar todos los problemas que Nixon dejó”.

Esa decisión, agregó, no debería significar que a Trump se le entregue una tarjeta para salir libre de la cárcel debido al caso de Ford. “Parece más que un poco injusto convertirlo en un chivo expiatorio de las fechorías de los presidentes posteriores”, dijo Smith. “Como él mismo advirtió en 1980, si en algún momento los votantes eligen a un presidente arrogante ‘y me refiero a que eso se haga de una manera viciosa, Dios ayude al país’”.

Peter Baker es el corresponsal jefe de la Casa Blanca y ha cubierto a los últimos cinco presidentes para el Times y The Washington Post. Es autor de siete libros, el más reciente The Divider: Trump in the White House, 2017-2021, con Susan Glasser. @peterbakernyt • Facebook

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