Hubo un tiempo, no hace mucho en realidad, en el que Donald Trump afirmó que se preocupaba por la inviolabilidad de la información clasificada. Eso, por supuesto, sucedió cuando su adversaria fue acusada de ponerla en peligro y eso representó un arma política útil para Trump.
A lo largo de 2016, fustigó a Hillary Clinton por utilizar un servidor de correo electrónico privado en vez de uno gubernamental seguro. “Voy a hacer cumplir todas las leyes relativas a la protección de información clasificada”, declaró. “Nadie estará por encima de la ley”. El manejo negligente que Clinton hizo de la información sensible, sentenció, “la descalifica para la presidencia”.
Siete años después, Trump se enfrenta a cargos penales por poner en peligro la seguridad nacional por haberse llevado documentos clasificados cuando dejó la Casa Blanca y negarse a devolverlos todos, incluso después de que se le exigió hacerlo. A pesar del adagio de “recoge lo que siembras” de la política estadounidense, es bastante sorprendente que el asunto que ayudó a impulsar a Trump a la Casa Blanca sea lo que amenace con arruinar sus posibilidades de regresar a ella.
La acusación presentada por un gran jurado federal a petición del fiscal especial Jack Smith cierra el círculo de la historia de Trump. “Enciérrenla”, coreaban las multitudes en los mítines de campaña de Trump, quien alentaba a sus seguidores para que gritaran eso. Ahora, él podría ser el encerrado de ser sentenciado por alguno de los siete cargos, entre ellos conspiración para la obstrucción de justicia y retención intencional de documentos.
Esta acusación es la segunda presentada contra el expresidente en los últimos meses, pero en muchos aspectos eclipsa a la primera tanto en gravedad jurídica como en peligro político. La primera acusación, anunciada en marzo por el fiscal del distrito de Manhattan, acusó a Trump de falsificar registros empresariales para encubrir el pago de dinero a una actriz de cine para adultos —la cual había alegado que habían mantenido una relación sexual— a cambio de su silencio. La segunda la presentó un fiscal federal en representación de toda la nación, la primera en la historia de Estados Unidos contra un expresidente, y se refiere a los secretos de la nación.
Mientras que los partidarios de Trump han tratado de desestimar la primera como el trabajo de un demócrata electo local sobre cuestiones que, aunque indecorosas, en última instancia parecen relativamente mezquinas y ocurrieron antes de que asumiera la presidencia, las más recientes acusaciones se derivan directamente de su responsabilidad como comandante en jefe de la nación para salvaguardar los datos que podrían ser útiles a los enemigos de Estados Unidos.
Es posible que a los votantes republicanos no les importe que su líder le dé dinero a una estrella porno para que guarde silencio, pero ¿también serán indiferentes ante el delito de impedir que las autoridades intenten recuperar material clasificado?
Tal vez. Sin duda, Trump así lo espera. La acusación de Manhattan solo pareció aumentar sus índices de popularidad más que perjudicarlo. Es por eso que, de inmediato, afirmó que la acusación más reciente forma parte de la conspiración más extravagante de la historia de Estados Unidos. Pareciera que, según él, la componenda implica a una amplia gama de fiscales locales y federales, grandes jurados, jueces, demandantes, reguladores y testigos que han mentido durante años para tenderle una trampa, mientras que él es el único que dice la verdad, sin importar cuáles sean los cargos.
“Nunca creí posible que algo así pudiera ocurrirle a un expresidente de Estados Unidos, que recibió muchos más votos que cualquier presidente en funciones en la historia de nuestro país y que actualmente lidera, por mucho, a todos los candidatos, tanto demócratas como republicanos, en las encuestas de las elecciones presidenciales de 2024”, escribió en sus redes sociales, haciendo múltiples afirmaciones engañosas en una sola frase. “¡SOY UN HOMBRE INOCENTE!”.
Hasta ahora, sus seguidores de base han seguido apoyándolo e incluso algunos de los que se postulan en su contra para obtener la candidatura republicana del próximo año han criticado las investigaciones en su contra. Pero recientemente fue declarado responsable de abuso sexual en un juicio civil, su empresa ha sido declarada culpable de 17 cargos de fraude fiscal y otros delitos y todavía enfrenta otras dos posibles acusaciones formales derivadas de su esfuerzo por revertir su derrota electoral de 2020, lo que desencadenó el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021.
La pregunta, al menos políticamente, es si la acumulación de todas esas acusaciones terminará influyendo algún día en los votantes republicanos que lo respaldan, en especial si se concreta una tercera y tal vez cuarta acusación formal. Al menos algunos de sus rivales por la candidatura del partido esperan que el factor fatiga termine mermando su apoyo.
En cuanto a Clinton, si sintió cierta alegría por la desgracia ajena la noche del jueves no lo expresó. Sin embargo, tanto ella como sus aliados siempre han creído que el hecho de que James Comey, el entonces director del FBI, reabriera la investigación de su correo electrónico unos días antes de la elección de 2016 le costó la victoria que tantas encuestas habían pronosticado.
Trump intentará poner esto en contra de sus perseguidores, con el argumento de que el hecho de que haya sido acusado mientras que Clinton no lo fue, es prueba de que está siendo perseguido injustamente.
No importa que los hechos de los casos sean distintos, que Trump pareciera haber hecho todo lo posible para frustrar intencionadamente a las autoridades que trataban de recuperar los documentos secretos durante meses mientras que los investigadores concluyeron que Clinton no tuvo intención de violar la ley. Será un argumento político útil para Trump insistir en que es víctima de una doble moral.
Por qué, tras lo sucedido en la campaña de 2016, no reconoció el potencial peligro político de manejar mal información clasificada y tuvo más cuidado al respecto es otra cuestión. Pero pasó gran parte de su presidencia haciendo caso omiso de las preocupaciones sobre la seguridad de la información y las normas sobre la conservación de documentos gubernamentales.
Divulgó información ultraconfidencial a funcionarios rusos que lo visitaron en el Despacho Oval. Publicó en internet imágenes sensibles de Irán obtenidas por satélite. Siguió utilizando un teléfono móvil inseguro incluso después de que le dijeron que el dispositivo era monitoreado por agencias de inteligencia rusas y chinas. Rompió documentos oficiales y los tiró al suelo una vez que terminó con ellos, a pesar de que las leyes exigen que se guarden y cataloguen, mientras sus ayudantes iban tras él, recogiendo los fragmentos y pegándolos de nuevo con cinta adhesiva.
Incluso cuando se enfrentó a las consecuencias de sus actos, nunca se mostró preocupado. Al fin y al cabo, era el presidente y podía hacer lo que quisiera. Incluso durante la investigación sobre los documentos clasificados que se llevó a Mar-a-Lago, se ha defendido afirmando que tenía el poder de desclasificar cualquier cosa que quisiera con solo pensarlo.
Pero ya no es presidente. Ahora no solo se enfrentará a los votantes de las elecciones primarias que decidirán si ha sido inhabilitado para la presidencia, sino a un fiscal que asegura que hará cumplir las leyes relativas a la protección de información clasificada.
Será fichado como un criminal acusado y, a menos que ocurra algo imprevisto, en última instancia será juzgado por un jurado de sus iguales.
Qué diferencia con su situación de hace siete años.
Peter Baker es el corresponsal principal de la Casa Blanca y ha cubierto las gestiones de los últimos cinco presidentes para el Times y The Washington Post. También es autor de siete libros, el más reciente de ellos se titula The Divider: Trump in the White House, 2017-2021, el cual escribió junto a Susan Glasser.