Los individuos —desde investigadores académicos hasta trabajadores de empresas de tecnología— son cada vez más objeto de demandas, comparecencias ante el Congreso y despiadados ataques en línea. Estos ataques, organizados en gran medida por la derecha, están teniendo el efecto deseado: las universidades están reduciendo sus esfuerzos para cuantificar la información abusiva y engañosa que se difunde en internet. Las empresas de redes sociales están evitando tomar el tipo de decisiones difíciles que mi equipo tomó cuando intervinimos ante las mentiras de Trump sobre las elecciones de 2020. Las plataformas no empezaron a tomarse en serio estos riesgos sino hasta después de las elecciones de 2016. Ahora, ante la posibilidad de ataques desproporcionados contra sus empleados, las empresas parecen cada vez más reacias a tomar decisiones controvertidas, lo cual permite que la desinformación y el abuso se enconen para evitar provocar represalias públicas.
Estos ataques a la seguridad en internet se producen en un momento en el que la democracia no podría estar más en riesgo. En 2024, está prevista la celebración de más de 40 elecciones importantes, entre ellas las de Estados Unidos, la Unión Europea, la India, Ghana y México. Lo más probable es que estas democracias se enfrenten a los mismos riesgos de campañas de desinformación respaldadas por los gobiernos y de incitación a la violencia en línea que han plagado las redes sociales durante años. Deberíamos preocuparnos por lo que ocurra.
Mi historia comienza con esa verificación de datos. En la primavera de 2020, tras años de debate interno, mi equipo decidió que Twitter debía aplicar una etiqueta a un tuit del entonces presidente Trump que afirmaba que el voto por correo era propenso al fraude y que las próximas elecciones estarían “amañadas”. “Conoce los hechos sobre la votación por correo”, decía la etiqueta.
El 27 de mayo, la mañana siguiente a la colocación de la etiqueta, la asesora principal de la Casa Blanca, Kellyanne Conway, me identificó de manera pública como el director del equipo de integridad de Twitter. Al día siguiente, The New York Post publicó en su portada varios tuits en los que me burlaba de Trump y otros republicanos. Los había publicado años antes, cuando era estudiante y tenía pocos seguidores, sobre todo amigos y familiares, en las redes sociales. Ahora, eran noticia de primera plana. Ese mismo día, Trump tuiteó que yo era un “odiador”.
Legiones de usuarios de Twitter, la mayoría de quienes días antes no tenían ni idea de quién era yo ni en qué consistía mi trabajo, comenzaron una campaña de acoso en línea que duró meses, en la que exigían que me despidieran, me encarcelaran o me mataran. La cantidad de notificaciones de Twitter arrunió mi teléfono. Amigos de los que no tenía noticias desde hacía años expresaron su preocupación. En Instagram, fotos antiguas de mis vacaciones y de mi perro se inundaron de comentarios amenazantes e insultos (algunos comentaristas, que malinterpretaron el momento de manera atroz, aprovecharon para intentar coquetear conmigo).