La última vez que Christine Dawood vio a su marido, Shahzada Dawood, y a su hijo, Suleman, eran puntitos en el Atlántico Norte, flotando en una plataforma a casi 644 kilómetros de la costa. Era el 18 de junio, el Día del Padre, y ella observaba desde el barco de apoyo cómo subían a una embarcación sumergible de 6,7 metros llamada Titán.
Los buzos los encerraron en el interior apretando un anillo de pernos, mientras la embarcación se movía sobre las olas a casi 3962 metros por encima de los restos del Titanic, de 111 años de antigüedad.
Suleman, de 19 años, llevaba un cubo de Rubik. Shahzada llevaba una cámara Nikon, ansioso por captar la vista del fondo marino a través del único ojo de buey del Titán.
“Era como un niñito emocionado”, comentó Christine, que permaneció en la nave de apoyo en la superficie con la hija de la pareja, Alina.
Las dos observaban atentas. El sol brillaba. El barco estaba estable.
“Era una buena mañana”, aseguró Christine Dawood.
Pronto, el Titán se deslizó en el agua y se adentró en las profundidades, descendiendo hacia un sueño.
Esa misma mañana, Dawood oyó a alguien decir que se había perdido la comunicación con el Titán. Los guardacostas estadounidenses confirmaron que había ocurrido al cabo de una hora y 45 minutos de inmersión.
Dawood se dirigió al puente, donde un equipo había estado supervisando el lento descenso de Titán. Le aseguraron que la única comunicación entre la cápsula y el barco, a través de mensajes de texto codificados por computadora, a menudo era irregular. Si la interrupción duraba más de una hora, se abortaría la inmersión. Titán soltaba los lastres y regresaría a la superficie.
Durante horas, Dawood se ahogó lentamente en el terror. Dijo que, al final de la tarde, alguien le comentó que no sabían dónde estaban el Titán ni su tripulación.
“Yo también miraba hacia el océano, en caso de que quizás los viera salir a la superficie”, afirmó.
Cuatro días después, mientras Dawood y la tripulación del buque de apoyo seguían sobre el lugar del Titanic, los guardacostas anunciaron que habían encontrado restos del Titán.
Dijeron que lo más probable era que hubiera implosionado, matando de inmediato a todos los que iban a bordo.
Además de los Dawood, estaba Paul-Henri Nargeolet, científico francés de 77 años y autoridad mundial sobre el Titanic, que intentaba realizar su inmersión número 38 hacia los restos del naufragio, y Hamish Harding, ejecutivo de una aerolínea británica de 58 años, que estaba encantado de realizar su primera inmersión.
También estaba Stockton Rush, de 61 años, fundador y director ejecutivo de OceanGate, compañía que se consideraba un híbrido entre ciencia y turismo. La empresa rechazó las solicitudes de entrevista de The New York Times.
Rush controlaba la embarcación. Quería ser conocido como un innovador, alguien recordado por las reglas que rompió.
‘Le brillaba la cara’
En febrero, Stockton Rush y su esposa, Wendy, volaron a Londres y se reunieron con los Dawood en un café cercano a la estación de Waterloo.
Hablaron del diseño y la seguridad del sumergible y de cómo era el descenso.
“No teníamos ni idea de la ingeniería”, relató Christine Dawood en una entrevista. “Es decir, te sientas en un avión sin saber cómo funciona el motor”.
Shahzada Dawood era un empresario británico paquistaní de 48 años perteneciente a una de las familias más ricas de Pakistán. Era vicepresidente de Engro Corp, un conglomerado empresarial con sede en la ciudad portuaria de Karachi, Pakistán, que se dedica a la agricultura, la energía y las telecomunicaciones.
Los Dawood quedaron fascinados con el Titanic tras visitar una exposición en Singapur en 2012, en el centenario del hundimiento del barco. Hace poco se dieron cuenta de que algunos de los objetos expuestos quizá habían sido sacados a la superficie por Nargeolet.
En 2019, la familia visitó Groenlandia y quedó intrigada por los glaciares que se convertían en icebergs. Christine vio un anuncio de OceanGate que ofrecía viajes al Titanic. La familia quedó prendada, sobre todo padre e hijo. Pero el chico era demasiado joven para la inmersión; OceanGate exigía que los pasajeros tuvieran 18 años, así que Christine planeó acompañar a su marido.
La pandemia retrasó todos los planes. Suleman ya tenía la edad requerida. Además, OceanGate decidió no aplicar una norma para permitir que Alina Dawood, de 17 años, subiera a bordo del barco de apoyo. Toda la familia quería experimentar la inmersión. Y Stockton Rush quería que estuvieran allí.
Se pueden encontrar paralelismos de OceanGate en la literatura, el cine y, a veces, en la vida real: un científico pionero (o un loco misterioso, para algunos) ofrece una rara o costosa visión de su descubrimiento a un selecto grupo de forasteros incapaces de resistir su propia curiosidad.
No se trataba de los dinosaurios de Parque Jurásico ni de los dulces de Willy Wonka. Se trataba de la oportunidad de ver, de primera mano, a través de un ojo de buey de 53 centímetros, el naufragio más famoso del mundo en el fondo del mar.
El precio no era un boleto dorado, sino 250.000 dólares, aunque la tarifa anunciada resultó ser negociable.
Rush se consideraba más científico que vendedor, pero gran parte de su labor se centró en la mercadotecnia de su empresa y la venta de anuncios sobre el sumergible. Quería una mezcla de clientes que ofrecieran validación y promoción a voces. Los posibles clientes trataban directamente con él.
Alan Stern, científico planetario de Colorado, preguntó por una inmersión en el Titán el pasado julio. Cuando Rush se enteró de la trayectoria de Stern —piloto de jet, explorador polar, líder de la exploración New Horizon de Plutón y el cinturón de Kuiper de la NASA— le ofreció un boleto gratis. Stern aceptó.
“Stockton me dijo: ‘Me da igual que des una charla: ¿quieres ser el copiloto?’”, recordó. “‘Te entrenaremos. Vete a St. John’s’. Y eso es lo que acabé haciendo”.
Nargeolet, quien se hacía llamar P. H., se había convertido en un personaje semipermanente, casi miembro de la realeza del Titanic, estrella y copiloto de las expediciones OceanGate.
Pasó años sumergiéndose hacia la zona del Titanic y coleccionando objetos para museos y exposiciones. Tenía previsto estar en París el 18 de julio para la inauguración de una exposición sobre el Titanic.
“Toda mi existencia gira en torno a él”, escribió en su libro de 2022, Dans les profondeurs du Titanic (En las profundidades del Titanic).
En la última expedición, Nargeolet hizo una presentación sobre sus 37 inmersiones previas hacia el Titanic. También contó al grupo una anécdota sobre cómo una vez había estado “atrapado allí abajo durante tres días y el submarino estaba incomunicado”, recordó Christine Dawood.
Tras la charla, su marido le sonrió.
“Dios mío, esto es genial”, recordó Christine Dawood que le dijo su marido. “Le encantaba todo lo que oía”, añade. “Le brillaba la cara cuando hablaba de todas esas cosas de nerd”.
Y así llegaron esos turistas adinerados y científicos curiosos, a quienes les vendieron la promesa de una aventura poco común proporcionada por una empresa que se hacía llamar “la SpaceX del océano”.
OceanGate hablaba en el lenguaje de los viajes espaciales: había un “comando central”, un “director de misión”, la “plataforma de lanzamiento y recuperación (LARS, por su sigla en inglés)” y una “cuenta atrás para el lanzamiento”.
A los pasajeros de pago se les llamaba “especialistas de la misión”, y la empresa pedía que no se refirieran a ellos como “clientes” o “turistas”; o “pasajeros”. Se les entregaron camisas y chaquetas bordadas con sus nombres y las banderas de sus países. Un parche en la manga decía: “Titanic Survey Exploration Crew” (Tripulación de exploración del estudio del Titanic).
“Bucear en aguas profundas en un mini submarino es la única actividad extrema accesible a cualquier persona en buen estado de salud, sin entrenamiento e independientemente de su edad”, escribió Nargeolet en su libro.
Un inversor inmobiliario de Las Vegas llamado Jay Bloom quería ir al Titán con su hijo Sean, de 20 años, este 2023. Después de algunas idas y venidas, Rush ofreció en abril el “precio de última hora” de 150.000 dólares para cada uno, con un descuento de 100.000 dólares en cada billete. Los Bloom declinaron la oferta, según declaró Bloom al Times, por problemas de agenda y preocupaciones de seguridad.
El plan de OceanGate desde 2021 era realizar una serie de expediciones de ocho o nueve días a finales de primavera y principios de verano: unos dos días hasta el lugar del Titanic, cinco días sobre él, dos días de vuelta. Cada expedición podía tener varias inmersiones —pero solo una para cada cliente— en función de la demanda, las dificultades técnicas y las condiciones meteorológicas.
El último viaje fue la Misión V. Ninguna de las cuatro primeras de este año se acercó al Titanic, en gran parte debido al mal tiempo en mayo y principios de junio.
“Estoy orgulloso de anunciar por fin que me he unido a @oceangateexped para su Misión RMS TITANIC como especialista de la misión en el submarino que desciende al Titanic”, publicó Harding en sus cuentas de Facebook e Instagram la tarde antes de la inmersión.
Harding, de 58 años, presidía Action Aviation, una empresa de ventas y operaciones aéreas con sede en Dubái, Emiratos Árabes Unidos. Antes voló al espacio con la compañía de cohetes Blue Origin, de Jeff Bezos.
Harding publicó cuatro fotografías, incluida una imagen del sumergible y otra de una pequeña bandera blanca en la que los miembros de la expedición habían firmado con marcador negro.
Otra foto era la de Harding, sentado con las piernas cruzadas, sonriendo. Tenía el cabello fino y rojizo. Llevaba una chaqueta verde y negra abierta sobre una camiseta de rugby, jeans, calcetines con motivos de la NASA y zapatos de correr.
En las publicaciones, Harding detalló los problemas meteorológicos, pero informó que el grupo se preparaba para descender a la mañana siguiente, a eso de las cuatro de la mañana.
“Hasta entonces tenemos muchos preparativos y reuniones informativas que hacer”, escribió. “Pronto, más actualizaciones de la expedición, ¡Si el tiempo se mantiene!”.
Fue su último mensaje.
Sacudiendo el bote
El video promocional de OceanGate, de casi seis minutos con música conmovedora y amplias sonrisas, muestra el equilibrio que la empresa intentó cultivar.
“Prepárate para lo que Julio Verne solo pudo imaginar”, dice la voz de barítono de la narración. “Esto no es un viaje de emociones para turistas: es mucho más”.
Todo el proyecto hizo que algunos expertos se sintieran intranquilos, incluyendo al menos un exempleado. Dentro de los círculos de expertos en sumergibles, hubo críticas al diseño cilíndrico (la mayoría de los sumergibles de aguas profundas son esféricos); el ojo de buey relativamente grande (17,78 centímetros de espesor y hecho de plexiglás, según Rush), y el uso de materiales mixtos, como fibra de carbono y titanio, que podrían no unirse bien o soportar la inmensa presión de una inmersión en aguas profundas.
En 2018, Will Kohnen, presidente del comité de vehículos submarinos tripulados de la Sociedad de Tecnología Marina, redactó una carta dirigida a Rush en la que afirmaba que el criterio “experimental” de OceanGate podría tener consecuencias “catastróficas”. La firmaron decenas de expertos.
Al año siguiente, un experto en sumergibles oyó crujidos durante una inmersión del Titán en las Bahamas y, en un correo electrónico a Rush, le rogó que suspendiera las operaciones. Rush hizo algunas revisiones, pero siguió aceptando clientes.
Bill Price, jubilado tras dirigir un negocio familiar de viajes en California, realizó una inmersión en el Titán en 2021. Durante el descenso, Rush se dio cuenta de que el Titán había perdido su sistema de propulsión en un lado. Abortó el viaje, contó Price.
Pero no logró que lo que él llamó el “mecanismo de caída de peso” soltara lastre para el ascenso, tal y como estaba diseñado, explicó Price. (En una entrevista en video con Alan Estrada, un mexicano influente en las redes sociales, Rush explicó el sistema de lastre, que incluía seis tubos de alcantarillado de 60 centímetros que pesaban 17 kilogramos, “y tiramos esos tubos, uno por uno”).
Rush explicó con calma que los lastres se cargaban desde arriba sin tapón, de modo que, si conseguían balancear el sumergible lo suficiente, se soltarían.
Todos se alinearon en fila, se precipitaron a un lado, luego al otro, hacia delante y hacia atrás, para inclinar el Titán y desalojar el lastre, del mismo modo que alguien sacudiría una máquina expendedora para liberar un chocolate atascado en un eje.
“Tras varias sacudidas, tomamos impulso”, señaló Price. “Entonces oímos un ruido metálico y todos supimos que se había caído uno. Así que seguimos haciéndolo, hasta que se acabaron los pesos”.
Nada de esto impidió que el Titán realizara una inmersión al día siguiente, con Price a bordo. Vieron el Titanic y lo celebraron en la superficie con sidra espumosa.
“El hecho de que pasáramos por eso, de que experimentáramos algunas de las peores posibilidades y lo superáramos, me hizo pensar: ‘Podemos hacerlo’”, comentó Price.
El planteamiento de OceanGate, sin ninguna garantía, era que el Titán tardaría cerca de dos horas y media en descender al Titanic y otras dos horas y media en ascender de nuevo a la superficie. Entretanto, se recorrerían los restos del naufragio durante unas cuatro horas.
La mayoría de los viajes no terminaron con vistas cercanas del Titanic. Se abortaron más misiones al Titanic de las que se llevaron a cabo.
Sin embargo, Rush sabía infundir confianza a los pasajeros con una transparencia sincera, incluso cuando surgían problemas. Después de que hace unas semanas se suspendiera una inmersión de prueba prevista porque una conexión informática defectuosa dificultaba el control del Titán, Rush convocó a todos a una reunión informativa.
“Para decirlo sin rodeos, por eso lo suspendí, sobre todo porque tenemos que averiguar cuál es el problema de control”, avisó en una conversación captada por un youtuber que estaba en la expedición. “Eso es algo importante, controlar el submarino”.
Stern, el científico planetario con formación en aeronáutica, dijo que no conocía algunas de las preocupaciones que habían salido a la luz desde el accidente, como la carta de los expertos del sumergible.
Regresó sano y salvo de la expedición, impresionado por los protocolos.
“Reconocí plenamente que la implosión podía ser la manera en que terminara nuestra inmersión”, dijo Stern. “Mi propia estimación era que el Titán había descendido decenas de veces —no todas hacia el Titanic— y para mí eso era un indicio empírico de que estaban llevando a cabo una operación bastante fiable y segura”.
Price recordó algunas de las analogías que había oído utilizar a bordo para explicar cómo sería ser aplastado por la presión extrema en las profundidades del océano. Una era la de una lata de Coca-Cola aplastada con un mazo. Otra era la de un elefante parado sobre una pata, con 100 elefantes más encima.
La muerte sería instantánea.
“En cierto modo macabro”, dijo Price, “era tranquilizador”.
En el Polar Prince
Todas las expediciones comenzaron en St. John’s, Terranova, en el extremo oriental del continente norteamericano, desde un estrecho puerto, escondido profundamente.
Los Dawood volaron a Toronto el 14 de junio. Un vuelo cancelado a St. John’s les dio tiempo para explorar la ciudad, pero cuando el vuelo del día siguiente se retrasó, temieron perderse por completo el viaje al Titanic.
“Estábamos bastante preocupados. Pensábamos: ‘Dios mío, ¿y si cancelan también ese vuelo?’”, relató Christine Dawood. “En retrospectiva, obviamente, ojalá lo hubieran hecho”.
Llegaron en plena noche y se dirigieron directamente al Polar Prince, un antiguo rompehielos y boyero de la Guardia Costera canadiense construido en 1959 y utilizado por OceanGate este año.
Tenía un casco de color azul oscuro y una tripulación de 17 personas. También albergaba y transportaba a unas dos decenas de buceadores y miembros del personal de OceanGate, además de un conjunto rotatorio de clientes. Esta primavera, se lo vió entrar y salir del puerto remolcando una plataforma flotante de unos dos metros cuadrados, sobre la que se montaba el sumergible Titán de 9000 kilos.
Los Dawood encontraron los camarotes estrechos. La pareja dormía en literas, ella en la de arriba. Los hijos tenían cada uno su propio camarote. Comían juntos, todos en el barco, en la cocina, al estilo buffet y en bandejas.
Todos los días, a las 7 a. m. y a las 7 p. m., había reuniones de todos los equipos, que duraban una hora o más. ¿Qué hemos aprendido, qué vamos a hacer, en qué tenemos que pensar?
Entre los procedimientos de seguridad estaba lo que Rush llamaba “stopskis”. Eran pausas de cinco minutos para interrumpir el ritmo de la misión en momentos clave y dejar que la gente reflexionara y expresara sus preocupaciones.
Parte de la idea era evitar que los clientes de pago —los “exploradores, aventureros y científicos ciudadanos”— fueran participantes pasivos.
“Los especialistas de misión reciben capacitación en diversas funciones, como navegación y pilotaje de sumergibles, rastreo y comunicaciones, y mantenimiento y operaciones de sumergibles”, rezaba el folleto de OceanGate. “Realizan una inmersión sumergible y ayudan en la superficie cuando otros equipos se sumergen”.
Por la noche, solía haber una presentación de Rush, Nargeolet o alguno de los otros científicos, incluidos los clientes que Rush había traído a bordo, desde arqueólogos hasta astronautas. La gente se sentaba en el suelo o en sofás para escuchar. A veces veían Titanic.
En las profundidades
Los buzos tenían que estar en cubierta a las 5:00 a. m.. Era el domingo 18 de junio.
En la reunión informativa se habló del plan y de las responsabilidades. El ambiente era serio. El barco bullía. Los buzos y la tripulación del sumergible hicieron preparativos de última hora en el agua.
“Era como una operación bien engrasada: se notaba que ya habían hecho esto muchas veces”, afirmó Christine Dawood.
Para entonces, a los tres buceadores novatos se les había explicado qué esperar y cómo prepararse para el viaje de 12 horas previsto.
Rush siempre recomendaba una “dieta baja en residuos” el día anterior a una inmersión, y nada de café la mañana de una. Ir al baño durante las 12 horas previstas significaba apuntar con firmeza en una botella o en un retrete tipo campamento detrás de una cortina.
Se les recomendó llevar calcetines gruesos y un gorro porque hace más frío a medida que van descendiendo. También se les dijo que intentaran no mojarse los pies con la condensación que se acumula en el suelo.
También se les dijo que no esperaran ver nada a través del ojo de buey ni de las cámaras exteriores durante el descenso, ya que los focos se apagan para ahorrar batería para el épico recorrido por el fondo oceánico, aunque había la oportunidad de vislumbrar criaturas bioluminiscentes, que crean una sensación parecida a la de caer entre las estrellas.
Las tenues luces del interior se mantenían apagadas por la misma razón. El único resplandor procedía de las pantallas de los computadores y de los bolígrafos luminosos que se utilizaban para registrar el descenso en papel.
Además, Rush pedía que cargaran algunas de sus canciones favoritas en el teléfono para compartirlas con los demás y reproducirlas en un altavoz Bluetooth. Pero, por favor, solía añadir: nada de música country.
A los buzos del 18 de junio se les dijo que estuvieran listos para embarcar a las 7:30. Suleman y Shahzada Dawood llevaban sus trajes de vuelo OceanGate, así como pantalones impermeables, una chaqueta impermeable naranja, botas con punta de acero, chalecos salvavidas y cascos.
Se detuvieron para ser pesados, como es requerido.
“Estoy bastante gordo”, recuerda Christine Dawood que dijo su marido. “Ya estoy hirviendo”.
Suleman Dawood bajó las escaleras para subir a la balsa motorizada que trasladaría a los pasajeros a la plataforma flotante en la que estaba amarrado el Titán. Shahzada Dawood hizo lo mismo con menos gracia.
“Requirió una mano más para bajar las escaleras con todo este equipo porque las botas eran muy toscas”, dijo. “Y Alina y yo pensábamos: ‘Ay, Dios, espero que no se caiga al agua’”.
Los submarinistas eran motas en la plataforma. Pronto, desaparecieron en el Titán.
Entrar en el sumergible fue un poco como arrastrarse por la escotilla trasera de un todoterreno sin asientos. Había una alfombrilla de goma en el suelo y dos asas en el techo a las que agarrarse.
Rush, el piloto, solía sentarse al fondo, lejos de la portilla. Otros se sentaron de espaldas a las paredes curvas. Los pasajeros anteriores se habían sentado a veces en un cojín acolchado como los que se llevan a un estadio.
Los buzos cerraron la escotilla. Alguien con un trinquete apretó todos los tornillos.
Finalmente, el equipo maniobró el Titán bajo el agua y lo liberó de la plataforma.
El Titán descendía normalmente a unos 25 metros por minuto. Era tan lento que no se percibía ningún movimiento.
En el interior, el resplandor de la luz del día se atenuaba lentamente. Tras unos minutos, el Titán quedaría sumido en la oscuridad y el ojo de buey sería un anillo negro.
Anna Betts, Catherine Porter,Rebecca R. Ruiz, Ian Austen, Mike Baker, Nicholas Bogel-Burroughs y WILLIAM BROAD colaboraron en este reportaje. Kitty Bennett y Susan C. Beachy colaboraron con la investigación.
John Branch es periodista deportivo. Ganó el Premio Pulitzer de crónica en 2013 por “Snow Fall”, una historia sobre una avalancha mortal en el estado de Washington, y es autor de tres libros, entre ellos Sidecountry, una colección de historias de The New York Times, en 2021. @JohnBranchNYT
Christina Goldbaum es corresponsal del buró de Kabul, Afganistán. @cegoldbaum