Tal como muestra un astuto montaje del primer episodio de la quinta temporada, ser la reina era aburrido de una forma que los súbditos de Isabel eran capaces de apreciar, porque nunca veían la monotonía detrás de los ropajes. Gran parte de su tiempo se pasaba en actividades dignas pero de un tedio similar al de ver secar pintura. (The Crown la presenta dando un discurso al Comité de Mercadeo de Leche sobre el tema de su “moderno complejo de lácteos”).
Su mera aparición, que luego resultaría reconfortante por su familiaridad, tan parte del mobiliario nacional como los billetes de libra en los que aparecía su efigie, parecía en aquel entonces gritar “irrelevante”. Su estilo juvenil había dado paso a trajes de señora mayor, zapatos sensatos, sombreros pintorescos y un peinado gris inmutable e inamovible.
Acusada en The Crown de sufrir del “síndrome reina Victoria” —aferrarse al trono después de su fecha de caducidad— Isabel (Imelda Staunton) declara que le parece un halago que la comparen con su tatarabuela. “Me sentiría orgullosa si me describieran con las cualidades que la gente usa para caracterizarla: constancia, estabilidad, calma, servicio”.
Pero, tal como los televidentes verán en esta temporada, esa calma superficial escondía una turbulencia subyacente. Ya estaban plantadas las semillas de la discordia y las dificultades y estaban por salirse de control.
En aquel momento, Isabel llevaba 44 años casada con su marido, el príncipe Felipe, en una unión sólida que duraría hasta la muerte de él en 2021. Sobrevivió rumores difusos de que Felipe ocasionalmente era infiel, como los hombres de clase alta de su generación, en este caso supuestamente debido a su sentimiento de impotencia por ser constitucionalmente inferior que su esposa. (La nueva serie también ha causado críticas por subrayar su “amistad”, como él la describe, con la condesa Mountbatten de Birmania, una hermosa y joven aristócrata interpretada por Natascha McElhone, quien es introducida por él al picante deporte de las carreras de carruajes).
El hijo mayor de los Windsor, Carlos, príncipe de Gales, llevaba consigo un aire perpetuo de una melancolía hamletiana. Su principal activo era su glamurosa esposa, Diana, cuya presencia electrizante le había dado a la monarquía emoción, atractivo sexual y, gracias a su trabajo caritativo personal, una sensación de conexión con el ciudadano común.