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Decir que tienes algún trastorno sin tener un diagnóstico no está mal

Ver los rasgos de personalidad y los diagnósticos como algo fijo e inmutable —en vez de como tendencias o configuraciones por defecto que a menudo pueden ajustarse— es parte de lo que hace que las etiquetas sean perjudiciales. Si consideras que el autismo significa que eres incapaz de tener amigos aunque los anheles, quizá no te esforzarás por desarrollar habilidades sociales y el diagnóstico podría convertirse en una profecía autocumplida. Si, en cambio, lo ves como una explicación de por qué las relaciones te resultan especialmente difíciles, puedes aprender de otras personas como tú que han hecho cambios y de profesionales sobre estrategias que pueden ayudarte.

Esa es otra razón por la que es importante reconocer que un espectro que abarque tanto el comportamiento típico como el extremo es útil. El espectro no es inamovible: Las personas pueden moverse a lo largo de él con el tiempo, y la línea entre lo que es típico y lo que refleja un diagnóstico es gris. Con la ayuda y el apoyo adecuados (que pueden incluir medicación, terapia y relaciones con los compañeros, así como educación), se pueden mitigar las tendencias nocivas y cultivar las que pueden hacernos florecer.

Como me dijo mi amiga Alissa Quart, autora de un libro precursor sobre ese tema titulado Republic of Outsiders: cuando la gente normal se identifica de manera casual con quienes sufren trastornos, es “una señal de cómo los que se consideraban marginados han afectado a los que están en el supuesto centro, no solo transformando lo que es posible para algunos, sino también lo que significa para muchos la llamada normalidad”.

Para que quede claro, no estoy argumentando que los trastornos mentales o del desarrollo graves no puedan ser profundamente discapacitantes o que las personas que los padecen siempre puedan o incluso deban aprender a ser más típicas. Los extremos pueden ser irremediables en algunos casos, sin ir acompañados de beneficios.

Creo que nuestros puntos en común son más grandes que nuestras diferencias. Quizá no sea posible saber cuánto puede aprender alguien, pero suponer que el cambio es imposible podría hacer que en realidad lo sea. Encontrar un equilibrio entre la búsqueda del crecimiento a través del desafío y el reconocimiento de los límites reales es fundamental.

También es importante comprender que no todos los comportamientos atípicos deben cambiar. Una de las ideas fundamentales del movimiento a favor de los derechos de los discapacitados es que la discapacidad suele ser producto del contexto social. Un entorno construido sin rampas ni rebajes en las aceras excluye a las personas que se mueven con silla de ruedas: no son sus limitaciones de movilidad las que se lo impiden. Incluir estas adaptaciones también permite a los padres con carriolas y a las personas que usan equipaje con ruedas. El espacio es mejor para todos.

Para quienes tienen autismo, las adaptaciones pueden incluir cosas como hacer que los espacios públicos sean menos ruidosos y agobiantes. (No le pido esto a Times Square, que, como muchos neoyorquinos, seguiré evitando). También significa reconocer que los comportamientos autocalmantes —desde mecerse y agitar las manos hasta consumir drogas para intentar sentirse mejor— no deben castigarse, sino comprenderse. Si son perjudiciales, hay que tratarlos, y si no, dejarlos tranquilos.

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