El abuso descarado en las cocinas profesionales de lujo se aceptó durante mucho tiempo por considerarse que era el precio que debía pagarse por alcanzar la excelencia. Este tema, reservado para el cotilleo de la industria, llegó a los titulares de los periódicos en 2017, cuando el movimiento #MeToo propició que se hablara de agresiones y acoso sexual y llegaran a concretarse convenios extrajudiciales con personajes influyentes en el sector de la alta cocina como Ken Friedman y Mario Batali. Instituciones conocidas, como Eleven Madison Park y Willows Inn, se convirtieron en temas de conversación debido a su gastronomía progresista, pero también su cultura retrógrada. Por desgracia, la atención del público se disipa muy rápido y, con poco ímpetu para lograr un cambio sostenido, la industria mantiene sus recetas seguras y probadas para alcanzar el éxito. Varios de los chefs implicados, a quienes admiraba y consideraba modelos a seguir, ya tienen proyectos nuevos.
Cuando incursioné en esta industria en mis años mozos de formación, trabajé sin recibir ningún salario en Noma, el templo de la cocina gourmet en Copenhague. En la época que trabajé ahí, en 2015, eludí algunos comentarios sobre mi cuerpo y un sermón sobre el hecho de que tener más mujeres en la cocina mermaba la calidad de la comida (un representante de Noma dijo que mi experiencia “no es algo que reconozcamos y lamentamos mucho saber que esta fue la experiencia de alguien de nuestra plantilla”).
No obstante, después de escuchar experiencias peores de colegas que trabajaban en otros restaurantes (incluso una historia sobre alguien que vio a un chef lanzarle una pechuga de pato a otro chef), llegué a la conclusión de que había corrido con mucha suerte por haber salido sin cicatrices físicas. Hasta el otoño pasado, en Noma todavía había pasantes que no recibían paga, aunque en el restaurante cobraban 500 dólares por persona. Después de haber ocupado en cinco ocasiones el primer lugar en la lista de los 50 mejores restaurantes del mundo, Noma anunció hace poco que planea cerrar sus puertas, en un ambiente de crecientes críticas por sus prácticas laborales.
En una vida anterior, trabajé para una resplandeciente firma consultora del área de gestión que anunció su clasificación en Glassdoor con el mismo orgullo con el que algunos de mis antiguos jefes en el sector gastronómico alardeaban sobre su clasificación en la lista de los 50 mejores restaurantes del mundo. En un mundo, recibía evaluaciones trimestrales de desempeño en informes escritos a conciencia que incluían retroalimentación táctica. En el otro mundo, casi siempre mi desempeño se evaluaba con abuso verbal. Puedo confirmar que uno de esos métodos es mucho más efectivo para inspirar excelencia que el otro.
Por fortuna, el público ha comenzado a deshacerse de sus anteojeras. Chef’s Table, el programa de Netflix que presenta homenajes románticos y preciosistas a la búsqueda de la realización personal a través del arte culinario ha dado paso a éxitos recientes como The Bear en Hulu, que presenta la cruel realidad física y mental del trabajo en un restaurante, y la película de terror El menú, una sátira de la obsesión fanática de las élites con platillos que incluyen ingredientes recolectados de la naturaleza, decorados con precisión quirúrgica y cocinados a la perfección por empleados víctimas de terribles abusos. Incluso quienes no estamos siempre a la caza de reservaciones en restaurantes, debemos aceptar la triste realidad de que apoyamos cierto tipo de ambiente laboral cada vez que decidimos a qué lugar salir a comer.