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Un escándalo en el Museo Británico reveló una verdad incómoda

La noticia de que alrededor de 2000 objetos, que datan de la Antigüedad hasta el siglo XIX, han desaparecido de los inmensos almacenes del Museo Británico —hecho que el museo reconoció hace unas semanas— debería bastar para hacer peligrar la seguridad laboral del director de cualquier museo. Si a esa noticia le añadimos que se sospecha que el ladrón ha sido un curador (o conservador) de antigüedades griegas del museo y de que se estaba traficando con los objetos valiosos en el mercado digital, se entiende por qué el director del museo dimitió hace poco.

Estas revelaciones han sacudido el circunspecto mundo de los museos y ha suscitado preguntas importantes sobre la seguridad, la gestión de los fondos y las prioridades de la financiación. Pero la raíz del problema es más honda, y llega a los orígenes de nuestros museos nacionales. Y para arreglarlo hará falta algo más que unos nuevos protocolos de seguridad.

El Museo Británico debe aprovechar este escándalo como una oportunidad para actualizar el polvoriento concepto del llamado “museo universal” y replantearse cómo puede ser la existencia de dichas instituciones en el mundo del siglo XXI, donde la puesta en común y la mezcla de las culturas nunca ha sido tan crucial. En vez de resistirse a las peticiones de repatriación de los objetos disputados de sus colecciones, los museos deberían ser transparentes respecto a sus fondos y sus posesiones y el modo en el que fueron adquiridos. Deberían emprender una campaña de préstamos generosos de larga duración que permita la libre circulación transfronteriza de los objetos. Y deberían adoptar las herramientas digitales para abrir sus almacenes al escrutinio público.

Esta es una oportunidad para redefinir de modo radical la misión y la finalidad de los museos universales —lugares como el Museo Metropolitano de Nueva York, el Louvre, el Prado y el Museo Británico— y lo que estos le deben al mundo.

El sueño de un museo “universal” o “enciclopédico” surgió hace varios siglos como producto de la Ilustración. En el siglo XVIII, en un arrebato de nobleza obliga, muchas colecciones de arte fueron trasladadas de los salones privados a los espacios públicos, donde en teoría podrían ser apreciadas por todos. Las grandes instituciones que se construyeron durante el siglo siguiente para albergarlas se crearon con la idea de que el acceso al arte y a los artefactos del mundo fomentaría una cultura ilustrada y democrática y también, implícita o explícitamente, de que solo las instituciones occidentales podrían conservar, proteger y estudiar como es debido las grandes maravillas mundiales.

La Ilustración dio paso a la era de los imperios, y estos nuevos museos se llenaron enseguida de objetos despojados. Thomas Bruce (más conocido como lord Elgin) no tardó en llevarse esculturas del Partenón a Londres. La Victoria alada de Samotracia aterrizó en el Louvre. Los bronces de Benín se desperdigaron por todo el planeta, incluido el Met. El busto de Nefertiti, de Egipto, fue enviado a Berlín.

En aquel entonces, muchos consideraban benigno este tipo de adquisiciones, incluso necesario, y aducían que los museos eran los conservadores y custodios adecuados para estos objetos. Aún se sigue aduciendo este punto de vista para mantener en la actualidad vastas colecciones de antigüedades en los almacenes de los museos. En 2002, más de una decena de grandes museos, incluidos el Londres y el Met, firmaron una “Declaración sobre la importancia y el valor de los museos universales”, en parte como réplica a los insistentes reclamos de Grecia para que se devolvieran los mármoles del Partenón que se encuentran en Londres y a las crecientes críticas según las cuales estos museos encarnan una visión colonial de la cultura que es necesario corregir.

“Con el paso del tiempo, los objetos adquiridos de esa forma —sea por compra, regalo o intercambio— se han convertido en parte de los museos que los han cuidado y, por extensión, en parte de la herencia de los países que los albergan”, decía la declaración. “Restringir el material de los museos cuyas colecciones son diversas y polifacéticas sería por tanto un perjuicio para todos los visitantes”.

Pero el robo de objetos de las entrañas del Museo Británico puso en entredicho ese punto de vista: si estas instituciones fracasan en la labor fundamental de proteger físicamente los tesoros que se supone que conservan, ¿cómo pueden justificar mantener las cosas que ellos mismos les han arrebatado a otras sociedades?

De hecho, los robos del Museo Británico habrían pasado desapercibidos de no ser por un anticuario que estaba navegando por eBay y reconoció un camafeo de la Roma antigua perteneciente a la colección del museo. El anticuario avisó al museo en 2021 de que, tras seguirles la pista a muchos objetos similares y comprarlos, había identificado al vendedor anónimo a través de una cuenta de PayPal. Las pruebas presentadas por el anticuario eran doblemente inquietantes: no solo los había robado alguien de dentro, sino que el presunto autor era un curador —que ahora se enfrenta a una investigación policial— cuyo deber era proteger dichos objetos.

Como periodista de investigación, dediqué varios años a desvelar cómo el Museo J. Paul Getty, junto con otras instituciones similares de Boston, Nueva York y otros lugares, habían creado colecciones de antigüedades clásicas de categoría mundial en las décadas de 1980 y 1990 a base de negociar con un próspero mercado negro. Después de que el gobierno italiano acusara por la vía penal al curador del Getty (una causa que fue después archivada, cuando un comité de tres jueces dictaminó que el delito había prescrito), la creciente cantidad de pruebas obligaron a varios museos a devolver más de un centenar de antigüedades saqueadas a Italia, Grecia, Turquía y otros países.

Varios anticuarios han estado asimismo muy envueltos en el robo y venta de antigüedades de toda Asia, que han vendido a coleccionistas y museos, incluidos algunos de Estados Unidos. Algunos de los traficantes se han enfrentado desde entonces a varias acusaciones penales, y los agentes federales de la Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional, la agencia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas que se encarga habitualmente de investigar el tráfico de antigüedades, ha colaborado con fiscales federales y estatales para incautar y repatriar decenas de miles de objetos saqueados.

Los museos europeos se enfrentan a un ajuste de cuentas parecido respecto a sus adquisiciones coloniales. En un informe encargado por el presidente de Francia, se recomendaba la restitución a los países africanos de los principales artefactos y de cualquier obra obtenida de forma ilegal por virtud de acuerdos bilaterales. El año pasado, Alemania anunció que iba a devolver más de un millar de bronces del histórico Reino de Benín.

El Museo Británico, el primero de los museos universales, construyó su colección a lo largo de varios siglos de despilfarro colonial y el resultado es un tesoro de proporciones épicas: la colección contiene unos 8 millones de objetos (nadie sabe con certeza cuántos), de los cuales solo 4,5 millones están íntegramente documentados en internet. Solo se exhibe el 1 por ciento. Sin embargo, la ley prohíbe en gran medida que el museo se deshaga de sus fondos, y a menudo ha sustentado su postura en la capacidad de este para salvaguardar los tesoros del mundo.

Esa postura ya no tiene sentido. El museo universal, una reliquia de la Ilustración, nunca fue de veras universal: prácticamente todos los museos universales se encuentran en ciudades occidentales, lejos del alcance de muchas de las comunidades a les que les quitaron sus objetos. Y no tiene nada de ilustrado acaparar en un almacén la cultura del mundo, sin que muchos puedan verla y, al parecer, sin estar seguros.

Jason Felch fue anteriormente periodista de investigación de Los Angeles Times y es coautor de Chasing Aphrodite: The Hunt for Looted Antiquities at the World’s Richest Museum.

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