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Las fuerzas de seguridad de Perú tienen poco escrutinio ante casos de abuso de fuerza

En la casa de adobe que construyó con su esposo en un pequeño pueblo de Perú, Antonia Huillca sacó una pila de documentos que alguna vez representaron un resquicio de esperanza.

Formaban parte de una investigación sobre la muerte de su esposo, Quintino Cereceda, quien salió una mañana de 2016 para unirse a una protesta contra una nueva mina de cobre y nunca regresó.

Huillca no sabe leer, pero puede identificar documentos clave: una foto del cuerpo de su esposo, una herida de bala en la frente; el formato de preguntas y respuestas en el que los policías describen disparos de munición real mientras los manifestantes arrojaban piedras; el logo de la empresa minera enviando una caravana de camiones por caminos sin pavimentar, provocando protestas entre los habitantes, hartos del polvo.

Pero hasta ahora, la investigación no ha llegado a ningún lado.

“Todos estos años y sin justicia”, dijo Huillca, una agricultora quechua de 51 años, mientras una tormenta se formaba sobre su pueblo, Choquecca, en el sur de los Andes de Perú. “Es como si no existiéramos”.

Durante años, varios casos similares han tenido un destino familiar en Perú: las investigaciones sobre el asesinato de civiles desarmados en protestas donde se desplegaron fuerzas de seguridad, la mayoría en áreas indígenas y rurales pobres, se abren cuando atraen los titulares, solo para ser cerradas en silencio después, y los funcionarios a menudo alegan falta de evidencia.

Ahora, el número inusualmente alto de muertos en las manifestaciones contra el gobierno después de la destitución del presidente del país el año pasado ha puesto en el centro de la atención mundial las acusaciones de abuso por parte de fuerzas de seguridad, lo que genera dudas sobre por qué tantas muertes anteriores siguen sin resolverse.

Según cifras de la Defensoría del Pueblo de Perú, al menos 49 civiles murieron en enfrentamientos con la policía o el ejército durante las protestas tras la destitución en diciembre pasado del presidente Pedro Castillo, después de que este intentara disolver el Congreso y gobernar por decreto.

Una investigación de The New York Times en marzo encontró que en tres pueblos donde ocurrieron enfrentamientos mortales, la policía y los soldados llevaban escopetas con munición letal contra civiles, dispararon rifles de asalto contra manifestantes que huían y mataron a personas desarmadas, a menudo en aparente violación de sus propios protocolos.

“Nosotros hemos pasado por lo mismo”, dijo José Cárdenas, cuyo hermano menor, Alberto, murió en 2015 en enfrentamientos con la policía durante unas protestas que también estaban centradas en una mina de cobre. “Mi hermano no ha muerto en un accidente. Ha sido disparado directo”.

Hasta el momento, la investigación no ha conducido a ningún cargo.

Según organizaciones de derechos civiles, la falta de rendición de cuentas por el uso excesivo de la fuerza por parte de los agentes de seguridad es una grave falla en materia de derechos humanos y socava la confianza de las personas en sus autoridades.

En Perú, más de 200 civiles han muerto en protestas por la represión policial y militar en las últimas dos décadas, según una lista compilada por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, un grupo de defensa.

Sin embargo, durante ese mismo periodo, los fiscales no han ganado ni una sola condena contra policías o militares o sus superiores por muertes durante las protestas, según activistas de derechos humanos, abogados y dos fiscales estatales que insistieron en permanecer en el anonimato porque no estaban autorizados a hablar con los medios de comunicación.

En la mayoría de los casos, las investigaciones ni siquiera culminan en un juicio, dijeron, y agregaron que, en cambio, los manifestantes y líderes de protestas son acusados ​​de vandalismo o alteración del orden público.

“Es al revés: cuando se trata de criminalizar a los campesinos, se mueven rápido”, dijo David Velazco, un abogado de derechos humanos que ha defendido a más de 200 manifestantes rurales acusados de diversos cargos, como vandalismo y alterar el orden público.

La Fiscalía de la Nación no respondió a varias solicitudes de comentarios. La oficina del primer ministro tampoco respondió a solicitudes de comentarios, mientras que el Ministerio del Interior declinó a comentar.

La actual presidenta del país, Dina Boluarte, quien asumió el cargo después de la destitución de Castillo, culpó de los enfrentamientos letales a los manifestantes que han bloqueado caminos y atacado a las fuerzas de seguridad con piedras y hondas.

Las investigaciones que involucran enfrentamientos en áreas rurales pueden ser desafiantes, dicen los analistas legales, en parte porque puede ser difícil determinar si las fuerzas de seguridad enfrentan una amenaza legítima a sus vidas cuando los manifestantes los superan en número, dijo Rolando Luque, quien monitorea conflictos en la Defensoría del Pueblo.

“Pueden, en un determinado momento al cumplir sus funciones, ser reducidos por la turba”, dijo, y “existe la posibilidad de que sean asesinados con sus propias armas”.

Eso es lo que sucedió durante un enfrentamiento en la Amazonía entre manifestantes y la policía en 2009 que dejó 23 oficiales y 10 civiles muertos, dijo Luque, quien fue testigo de las consecuencias del encuentro. “Los condujeron al bosque y los asesinaron”.

Para complicar aún más las cosas, la policía y el ejército a menudo se niegan a compartir detalles sobre sus operaciones, según los abogados involucrados en casos de muertes de civiles. Y los casos tienden a asignarse a fiscales sobrecargados de trabajo, algunos de los cuales manejan más de 200 a la vez.

Los fiscales se han mostrado reacios a investigar a los altos funcionarios del gobierno que pueden haber autorizado o alentado el uso de la fuerza letal, o el papel de las empresas mineras que contratan a la policía para brindar seguridad privada, dijeron activistas de los derechos humanos.

“Hay una clara falta de voluntad institucional para abordar el tema”, dijo Carlos Rivera, abogado de derechos humanos.

Perú no es la única democracia sudamericana donde civiles desarmados han muerto en protestas mientras el descontento popular se ha desbordado en las calles.

Javier Puente, un investigador de estudios andinos en el Smith College de Massachusetts, dijo que los militares y la policía han ayudado durante mucho tiempo a los líderes latinoamericanos débiles a compensar la falta de partidos fuertes y otras instituciones, normalizando las soluciones violentas a los problemas políticos.

“El precio que paga Perú por la forma de institucionalidad que ofrece el ejército y la policía es la impunidad”, dijo Puente.

El regreso de Perú a la democracia en 2000, después de años de gobierno autoritario, generó expectativas de un acceso más amplio a la justicia y representación política, junto con el fin de los abusos policiales y militares a los peruanos, en particular a la población indígena.

En cambio, mientras Perú experimentó una rápida expansión económica, esas esperanzas quedaron en el camino.

Los presidentes elegidos democráticamente, uno tras otro, se vieron envueltos en escándalos de corrupción. La desigualdad siguió siendo alta, los conflictos sociales se agudizaron y el auge mundial de las materias primas trajo enormes proyectos mineros a las regiones indígenas rurales.

“Nunca nos escuchan. Solo saben mandar a la policía”, dijo Melchor Yauri, miembro de una comunidad indígena en el sur de Perú.

Dijo que su padre, Félix, recibió un disparo en el ojo con una bala de goma de la policía durante una protesta en 2012 por la contaminación de una mina de cobre y murió a causa de una infección en sus heridas. Una investigación sobre su muerte se cerró en 2015.

La policía de Perú podría tener mayor inmunidad en virtud de un proyecto de ley del Congreso que cambiaría los juicios que involucran a oficiales de tribunales civiles a un tribunal militar-policial.

Si bien los países vecinos, incluidos Chile y Colombia, han elegido líderes que prometieron cambios para abordar el uso excesivo de la fuerza, el abuso y la impunidad en Perú parecen estar cada vez más arraigados, dijo Will Freeman, miembro de los Estudios Latinoamericanos en el Consejo de Relaciones Exteriores, un instituto de investigación estadounidense.

Boluarte y la mayoría de los legisladores “ni siquiera parecen interesados ​​en pretender ejercer presión para la rendición de cuentas o reformas”, dijo Freeman.

Días después de que nueve civiles murieran en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad en diciembre, Boluarte ascendió a su ministro de Defensa a primer ministro. Su gobierno ha descrito el manejo de las protestas por parte de la policía como “impecable” y propuso sentencias de prisión más largas para las personas que dañan la propiedad o alteran el orden público.

Los familiares de las víctimas de los recientes enfrentamientos dicen que no confían en la fiscal de la nación, Patricia Benavides, luego de que apartara de las investigaciones a los fiscales especializados en violaciones de derechos humanos y trasladara los casos de las zonas rurales a Lima, la capital, lo que dificulta que los miembros de la familia monitoreen su progreso.

Después de la muerte de su esposo en la protesta minera, dijo Huillca, su rebaño de ovejas se redujo de 500 a 30, ya que las vendió para apoyar la educación de sus hijos.

Hasta el día de hoy, se congela cuando ve a la policía. “Tengo miedo de que me hagan lo mismo a mí”, dijo.

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