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Princesa Diana: el paso del tiempo suavizó la furia de su muerte

LONDRES — El ruido se extendió entre la multitud reunida cerca del Palacio de Buckingham para conmemorar la muerte de la reina Isabel: rumor de teléfonos, una repentina ovación, un estallido de aplausos. “¡Acabo de verla!”, exclamó emocionada una mujer cuando pasó a toda velocidad un auto oscuro, en el que tal vez había algún pasajero de la realeza, o afín a ella.

“¡Camila!”.

Cuán diferente de hace un cuarto de siglo. Camila, denostada entonces como la mujer que arruinó un matrimonio real y destruyó un cuento de hadas moderno, es ahora la reina consorte del Reino Unido, y su imagen se ha visto favorecida por el ablandamiento de los juicios de un país y el simple paso del tiempo.

“Creo que ella apoyará a Carlos, así como Felipe apoyó a la reina”, dijo Diane Pett, de 52 años, quien expresaba sus buenos deseos y hacía referencia al esposo fallecido de Isabel y la esposa del nuevo rey Carlos. “¿Quiénes somos nosotros para juzgar?”.

Mientras miles de personas se dan cita en los castillos de Inglaterra y Escocia para marcar la (hasta ahora) impecable transición de un monarca a otro, es difícil no transportarse a 1997, otro punto de inflexión en el Reino Unido. Cuando Diana, la princesa de Gales de 36 años y exesposa de Carlos, murió en un accidente automovilístico, Londres estalló en un alarido colectivo de angustia e indignación.

Se sintió como algo salvaje, desconcertante, una ruptura del orden natural de las cosas. Había un crepitar peligroso en el aire, una furia contra la familia real por lo que se consideraba un trato cruel hacia Diana en vida y un grave error de cálculo de la profundidad del dolor por su muerte.

El príncipe Carlos, acusado (junto con Camila, entonces su novia) de haber sido el artífice de la infelicidad de Diana, se preocupó de que pudiera ser abucheado o incluso atacado por la multitud cuando él y otros miembros masculinos de la familia real siguieron durante unos instantes el féretro de Diana a pie en Londres. Las emociones estaban tan a flor de piel que se habló de que la propia monarquía podría estar al borde del colapso.

Pero ya no. A medida que el Reino Unido se prepara para esperar el funeral de la reina el lunes, pareciera que aquellos días hubieran quedado en el olvido.

Por ahora, se respira un ambiente de convenio apacible, si no sobre el futuro a largo plazo de la monarquía, sí sobre la importancia del momento. Hay respeto por el largo reinado de la reina e incluso una especie de aprecio por los rituales barrocos —la lectura de las proclamas, la firma de documentos, los juramentos, el sonido de las trompetas, los trajes de los cortesanos con sus sombreros de pelo y plumas— que se han desempolvado para la ocasión.

¿Será que la institución milenaria sí tiene sentido después de todo?

“La monarquía es un símbolo apolítico de unidad nacional y de la larga historia y la profunda estabilidad del Reino Unido”, dijo Gideon Rachman, columnista jefe de asuntos exteriores de The Financial Times.

Rachman, cuyos padres emigraron de Sudáfrica a Inglaterra, observó que cada coronación real desde 1066 ha tenido lugar en la Abadía de Westminster. “Me parece que este tipo de cosas es una fuente de orgullo y consuelo para la gente; tal vez en especial para aquellos de nosotros cuyos padres vinieron aquí de países mucho más turbulentos”, dijo en una entrevista.

Pero tras la repentina y violenta muerte de Diana en París en 1997, el Reino Unido se vio sacudido por las turbulencias, la incertidumbre y un incipiente republicanismo. Entonces, como ahora, las multitudes acudían a los palacios reales y cubrían los terrenos con flores. Entonces, como ahora, la muerte de un integrante de la realeza era objeto de una amplia cobertura e interminables charlas televisivas sobre los preparativos de un funeral real. El dolor era diferente, ya que se trataba de la muerte repentina de una mujer joven y no del triste pero esperado fallecimiento de una monarca mayor.

“Era como si se viviera una época revolucionaria”, dijo el novelista y comentarista político Robert Harris. “Nunca he conocido una atmósfera como aquella en Londres. Estaba al borde de la histeria, como si pudiera producirse un golpe de Estado. Nadie sabía lo que podía pasar”, recordó.

Harris escribió sobre el funeral de Diana en la Abadía de Westminster, para The Mail on Sunday. Estaba sentado no muy lejos del hermano de Diana, el conde Spencer, cuyo conmovedor discurso fúnebre incluyó un mordaz ataque a la decisión de despojar a Diana de su apelativo de “alteza real” e hizo una incisiva distinción entre la familia con la que se casó y su “familia de sangre” (el hecho de que él procediera de una antigua familia noble, mucho más antigua que la de la reina, y de que la reina fuera su madrina, aumentó la contundencia del insulto y dio a sus comentarios un aire de motín incipiente).

“Se produjo una pausa cuando terminó de hablar”, recordó Harris. “Entonces se oyó un curioso sonido, como el de la lluvia golpeando el tejado, y quedó claro que era el sonido lejano de los aplausos de toda la gente reunida fuera”, que observaba en una pantalla gigante cerca de la abadía. Al final, los aplausos se extendieron por toda la iglesia, aunque la reina y los miembros más importantes de la realeza se abstuvieron de participar.

“Parecía que, de haber estado en los tiempos de Shakespeare, las fuerzas de los Spencer habrían marchado en Londres, y habría habido una regencia de los Spencer con los dos príncipes”, dijo Harris, hablando de los hijos de Diana y Carlos, los príncipes Enrique y Guillermo.

Se podría decir que fue la última vez en su largo reinado que la reina abandonó la tradición y cedió a la voluntad popular. Ante la insistencia de Tony Blair, entonces primer ministro, alarmado por lo que consideraba una crisis de legitimidad real, Isabel regresó a Londres desde Escocia y pronunció un discurso televisado la noche anterior al funeral en el que reconoció el desconcierto y el dolor del pueblo. Eso ayudó a calmar parte de la urgencia de las emociones.

Los acontecimientos posteriores —el matrimonio de Carlos y Camila y la aceptación gradual de esta última por parte de la reina; el paso a la edad adulta de Guillermo y Enrique; la imperturbabilidad general de Isabel, el estallido de buena voluntad tras su muerte— parecen haber hecho el resto.

En una época de democracias turbulentas en todo el mundo, en la que una turba violenta estuvo a punto de hacer fracasar el traspaso pacífico del poder en Washington en 2021, ha sido fascinante ver cómo los instrumentos de la monarquía juegan según sus antiguos ritmos.

“Ningún estadounidense experimentará nunca ese tipo de comodidad, esa forma tan humana de patriotismo a través de las décadas en la propia vida y luego en los siglos anteriores”, escribió recientemente Andrew Sullivan, un británico que ha vivido durante muchos años en Estados Unidos. “Cuando crecí estudiando a los normandos, a los Plantagenet y a los Tudor, no eran únicamente artefactos del pasado lejano, sino que estaban profundamente vinculados al presente por la persistencia de la monarquía y la supervivencia milenaria de la nación como Estado soberano”.

Mientras el nuevo rey prestaba juramento el sábado, los siete primeros ministros británicos vivos —John Major, Tony Blair, Gordon Brown, David Cameron, Theresa May, Boris Johnson y Liz Truss, la actual titular del cargo— se reunieron cortésmente junto a Keir Starmer, líder del Partido Laborista de la oposición. (No importa que algunos de ellos se odien entre sí y que, como tuiteó el escritor político Adam Bienkov, Johnson estaba “de pie con personas a las que ha comparado en varias ocasiones con un terrorista suicida, llamado ‘femeninas’, asemejado con el coronel Muamar el Gadafi, dicho que alguno debería ser juzgado en La Haya” y ha culpado de los crímenes del famoso pedófilo Jimmy Savile).

Toda la elaborada coreografía ayudó a ocultar algunos momentos incómodos. Cuando se disponía a firmar una declaración en el marco de su investidura, Carlos hizo un gesto de enfado a un ayudante para que retirara algunos objetos del escritorio y luego mostró una mueca en la que enseñó los dientes cuando se dio cuenta de que había bolígrafos extraños en el espacio (los bolígrafos fueron retirados con rapidez).

También se puso una venda temporal sobre las enconadas tensiones familiares cuando al príncipe Guillermo y su esposa, Catalina, se unieron inesperadamente el otro hijo de Carlos, Enrique, y su esposa, Meghan, en un paseo de 40 minutos fuera del castillo de Windsor el sábado. Enrique y Meghan, el duque y la duquesa de Sussex, son prácticamente personas non gratas en el Reino Unido, al menos en el imaginario colectivo, desde que se mudaron a California y lanzaron críticas a la familia real desde el otro lado del Atlántico. Sin embargo, las dos parejas estrecharon la mano de los civiles deslumbrados e inspeccionaron los ramos de flores dejados a las puertas.

En otra inspección floral en otro palacio real, el príncipe Andrés, el segundo de los tres hijos de la reina Isabel, salió brevemente de su casi borrado de la familia y caminó amistosamente junto a sus hermanos.

El otro día, de pie en Green Park, cerca del Palacio de Buckingham, con ramos de flores esparcidos por todas partes, Janet Ratcliffe, de 75 años, dijo que después de la desagradable época de Diana, había llegado a creer que la monarquía podría prosperar con Carlos e incluso con Camila al frente.

“La gente estaba muy triste y fue muy traumático”, dijo sobre la muerte de Diana. Mencionó a Camila, quien a estas alturas ya había pasado (o no) en el presunto auto real. Dijo que Carlos, por lo que pudo ver, estaba listo para su nuevo papel.

“Pensé que Camila era la mala”, dijo, “pero me he dado cuenta de que es más complicado que eso. Se preocupan el uno por el otro, y pueden hacerle bien al país”.

Sarah Lyall es una escritora que trabaja para varias secciones, incluidas Deportes, Cultura, Medios e International. Anteriormente fue corresponsal en la oficina de Londres y reportera de las secciones Cultura y Metro. @sarahlyall


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