Tras la revolución iraní, Carter hizo bien al resistirse durante muchos meses a las presiones de Henry Kissinger, David Rockefeller y su propio consejero de Seguridad Nacional, Zbigniew Brzezinski, para que le concediera asilo político al sah depuesto. Carter temía que eso pudiera encender las pasiones iraníes y poner en peligro nuestra embajada en Teherán. Tenía razón. Solo unos días después de que accediera a regañadientes, y el sah ingresara en un hospital de Nueva York, la embajada estadounidense fue tomada. La crisis de los rehenes, que duró 444 días, hirió gravemente su presidencia.
Pero Carter se negó a ordenar represalias militares contra el régimen rebelde de Teherán. Eso habría sido lo más fácil desde el punto de vista político, pero también era consciente de que pondría en peligro la vida de los rehenes. Insistió en que la diplomacia funcionaría. Sin embargo, ahora tenemos pruebas fehacientes de que Bill Casey, director de campaña de Ronald Reagan, hizo un viaje secreto en el verano de 1980 a Madrid, donde pudo haberse reunido con el representante del ayatolá Ruhollah Jomeini, y prolongar así la crisis de los rehenes. Si esto es cierto, con esa injerencia en las negociaciones sobre los rehenes se pretendió negarle al gobierno de Carter una buena noticia de cara a las elecciones —la liberación de los rehenes en la recta final de la campaña—, y fue una maniobra política sucia y una injusticia para los rehenes estadounidenses.
La presidencia de Carter estuvo prácticamente impoluta en lo que a escándalos se refiere. Carter se pasaba 12 horas o más en el Despacho Oval leyendo 200 páginas de memorandos al día. Estaba empeñado en hacer lo correcto, y cuanto antes.
Pero esa rectitud tendría consecuencias políticas. En 1976, aunque ganó los votos electorales del sur, y el voto popular de electores negros, judíos y sindicalistas, en 1980, el único gran margen que conservaba Carter era el de los votantes negros. Incluso los evangélicos lo abandonaron, porque insistía en retirar la exención fiscal a las academias religiosas exclusivamente blancas.
La mayoría lo rechazó por ser un presidente demasiado adelantado a su época: demasiado yanqui georgiano para el nuevo sur, y demasiado populista y atípico para el norte. Si las elecciones de 1976 ofrecían la esperanza de sanar la división racial, su derrota marcó la vuelta de Estados Unidos a una etapa conservadora de partidismo áspero. Era una trágica historia que le resultaba familiar a cualquier sureño.
Perder la reelección lo sumió durante un tiempo en una depresión. Pero, después, una noche de enero de 1982, su esposa se sobresaltó al verlo sentado en la cama, despierto. Le preguntó si se estaba sintiendo mal. “Ya sé lo que podemos hacer”, respondió. “Podemos desarrollar un lugar para ayudar a las personas que quieran dirimir sus disputas”. Ese fue el comienzo del Centro Carter, una institución dedicada a la resolución de conflictos, a las iniciativas en materia de salud pública y la supervisión de las elecciones en todo el mundo.
Si bien antes pensaba que Carter era el único presidente que había utilizado la Casa Blanca como trampolín para lograr cosas más grandes, ahora entiendo que, en realidad, los últimos 43 años han sido una extensión de lo que él consideraba su presidencia inacabada. Dentro o fuera de la Casa Blanca, Carter dedicó su vida a resolver problemas como un ingeniero, prestando atención a las minucias de un mundo complicado. Una vez me dijo que esperaba vivir más que la última lombriz de Guinea. El año pasado solo hubo 13 casos de enfermedad de la lombriz de Guinea en humanos. Puede que lo haya conseguido.
Kai Bird es biógrafo, ganador del Pulitzer, director del Leon Levy Center for Biography y autor de The Outlier: The Unfinished Presidency of Jimmy Carter.