“Deja de usar lenguaje débil”. Si eres mujer, quizá hayas recibido este consejo de algún mentor, entrenador o profesor. Si quieres que te escuchen, utiliza un lenguaje más contundente. Si quieres un aumento o un ascenso, exígelo. Como dice el refrán, las buenas chicas no consiguen la oficina importante.
Puede que ese consejo tenga buenas intenciones, pero está equivocado. Las advertencias anticipatorias (puede que me equivoque, pero…), los amortiguadores (quizá, más o menos) y las preguntas con muletillas (¿no lo crees?) pueden ser una ventaja estratégica. El lenguaje débil es una fuente de poder poco apreciada. Entender por qué puede explicar mucho sobre la forma en que las mujeres adquieren poder e influencia, y cómo lo hacen también los hombres.
Resulta que las mujeres que utilizan lenguaje débil cuando piden aumentos de sueldo tienen más probabilidades de conseguirlos. En un experimento, directivos con experiencia vieron videos de personas que negociaban un aumento de sueldo y opinaron sobre la conveniencia de acceder a la petición. Los participantes se mostraron más dispuestos a apoyar un aumento salarial para las mujeres —y dijeron que estarían más contentos de trabajar con ellas— si la petición sonaba tentativa: “No sé hasta qué punto es usual que la gente de mi nivel negocie”, decían, siguiendo un guion, “pero tengo la esperanza de que veas mi habilidad para negociar como algo importante que aporto al trabajo”. Al utilizar una advertencia anticipada (“No sé…”) y un amortiguador (“espero…”), las mujeres reforzaron la autoridad del supervisor y evitaron dar la impresión de arrogancia. Sin embargo, a los hombres que pedían un aumento, el lenguaje débil no los ayudaba ni los perjudicaba. Nadie se inmutaba si pedían más dinero sin más.
En 29 estudios, en diversas situaciones, las mujeres tendieron a utilizar un “lenguaje más tentativo” que los hombres. Pero ese lenguaje no refleja falta de asertividad o convicción. Más bien es una forma de transmitir sensibilidad interpersonal —interés por las perspectivas de los demás— y por eso es poderoso.
En Estados Unidos y en muchas culturas, los estereotipos de género siguen sosteniendo que los hombres deben ser dominantes y asertivos, mientras que las mujeres deben ser amables y cariñosas. Cuando las mujeres infringen esos estereotipos, suelen ser castigadas. En un metanálisis de decenas de estudios, cuando las mujeres hacían valer sus ideas, hacían peticiones directas y abogaban por sí mismas, eran juzgadas como menos contratables. Aunque se les consideraba igual de competentes, agradaban menos que los hombres que tenían exactamente los mismos comportamientos.
Nuevas pruebas revelan que no se está penalizando a las mujeres por su ambición per se. De hecho, las mujeres que se perciben como inteligentes y capaces, con determinación, abocadas a los logros, independientes y autosuficientes se consideran mejores opciones para ascensos a puestos de liderazgo.
El problema surge si la gente las percibe como enérgicas, controladoras, autoritarias y francas. Son cualidades que se suelen dejar pasar en los hombres, pero que exponen a las mujeres al riesgo de caer mal y ser rechazadas para puestos de liderazgo. (No es sorprendente que la reacción negativa sea aún más fuerte cuando la mujer es negra). En lugar de ser juzgadas solo por su desempeño, se les castiga por su personalidad. Prepotentes. Demasiado bruscas. Agresivas.
A un hombre que da órdenes se le conoce como estricto y exigente. Una mujer que habla con autoridad sigue siendo tachada de arpía egocéntrica. Como la dibujante Judy Horacek lo planteó: “¿Cuál es la diferencia entre ser asertivo y agresivo? Tu género”.
Hablar con timidez parece ser una estrategia que utilizan las mujeres para evitar estas repercusiones injustas.
En un experimento clásico, la psicóloga Linda Carli hizo que hombres y mujeres grabaran el mismo discurso de dos formas distintas. Una versión era asertiva. La otra era tentativa, salpicada de advertencias anticipatorias (no soy experta, pero…), amortiguadores (más o menos, algo así) y preguntas con muletillas (¿verdad? ¿No le parece?).
Cuando el discurso lo pronunciaba un hombre, el público encontraba igual de persuasivas las versiones asertivas y las tentativas. Sin embargo, cuando una mujer pronunciaba el mismo discurso, el estilo marcaba una gran diferencia. Lo mismo ocurrió con el género del público. Las observadoras consideraron que la mujer era más persuasiva cuando hablaba con firmeza. Pero a los hombres les convencía más cuando hablaba con tiento. Les parecía más simpática y digna de confianza.
Como los hombres pueden encontrar amenazador el poder femenino, las mujeres aprenden que a menudo tienen más influencia si se equivocan un poco. Como observa la experta en comportamiento organizativo Alison Fragale, con frecuencia subestimamos “el poder del discurso débil”.
Es indignante que las mujeres tengan que domar sus lenguas para proteger los frágiles egos masculinos, pero el castigo de la simpatía aún está muy arraigado. Y es indignante que denunciar estas dinámicas sea más fácil para mí que para las mujeres, que reciben ese castigo si se atreven a señalar las mismas disparidades. En lugar de castigar a las mujeres por desafiar los estereotipos, deberíamos cuestionar esos estereotipos.
En los lugares de trabajo, los cambios estructurales pueden ayudar. Las evaluaciones de desempeño deben concentrarse en la sustancia, no en el estilo. A la hora de decidir los ascensos, los jefes deben tener en cuenta a todos los que reúnan las cualificaciones objetivas, a menos que opten por no postularse al cargo. Cuando nadie tiene que pedir un ascenso, las mujeres no tienen que arriesgarse a parecer demasiado exigentes. Esos cambios bastan para ayudar a reducir la brecha de género en el liderazgo. Pero eso no borra la injusta realidad de que cada día, cuando las mujeres alzan la voz y promueven sus ideas, se enfrentan a un gravamen por violar los estereotipos.
Los estereotipos de género no solo perjudican a las mujeres, sino que a menudo también frenan a los hombres. Los economistas señalan que las niñas obstinadas ganan menos dinero en el trabajo cuando son adultas… y lo mismo ocurre con los niños necesitados y dependientes. Esto es cierto incluso después de tener en cuenta la ocupación, la educación y la autoestima. Y del mismo modo en que las mujeres son menos apreciadas si se les considera arrogantes y antipáticas, los hombres son menos apreciados y les pagan menos si parecen ser demasiado modestos y demasiado complacientes.
La solución a este problema no es instar a los hombres mansos a que se vuelvan arrogantes. Es normalizar el “lenguaje débil” como una forma potente de expresar preocupación y humildad. Si lo hacemos, no tendremos que seguir animando a las mujeres a comunicarse con más firmeza. En lugar de eso, por fin seremos capaces de reconocer la diferencia entre asertividad y agresividad.
La asertividad es abogar por uno mismo. La agresividad es atacar a los demás. Defenderte no es prepotente: significa que no eres pusilánime. No es un acto egoísta, sino de autopreservación.
Espero que llegue el día en que no necesitemos artículos como este. Puede que me equivoque, pero quizá ya es hora de dejar de castigar a las mujeres que dicen lo que piensan… ¿no lo creen?
Adam Grant, colaborador de Opinión, es psicólogo organizacional de la Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania. Es autor de Piénsalo otra vez y presentador del pódcast de TED Re:Thinking.