Semanas más tarde, todas las carreteras se habían despejado. Quedaban algunos campamentos, entre ellos uno en el barrio de Santana de São Paulo, mi ciudad natal. En Navidad, pasé parte de la tarde hablando con una decena de partidarios de Bolsonaro acampados allí. Seguían creyendo que las elecciones habían sido manipuladas. La prueba más contundente de los bolsonaristas con los que hablé llegó en forma de pregunta: “Si todo mundo está aquí, ¿por qué ganó la minoría?”.
Insistieron en que Lula no sería juramentado. “Estamos seguros de que no lo hará”, dijo una mujer de casi 70 años. (Las personas con las que hablé rechazaron dar sus nombres por temor a su seguridad). Cuando pregunté qué era lo que podría ocurrir, la mujer insinuó dos posibilidades: llamaban a los militares para apoyar un golpe presidencial —tal como querían los bolsonaristas— o los “buenos ciudadanos” saldrían a las calles —también supuestamente bajo las instrucciones de Bolsonaro— para asegurarse de que se mantuviera en el poder.
El gobierno de Lula, una coalición amplia de fuerzas democráticas, llevará al país al comunismo, me dijeron los seguidores del expresidente. Por eso pidieron la intervención militar mientras interpretaban supuestos mensajes secretos que Bolsonaro les habría enviado en código Morse. (Sí, pasaron tiempo intentando descifrar el golpeteo de los dedos de Bolsonaro sobre un escritorio durante su última transmisión en vivo).
Lo cierto es que el capital político de Bolsonaro ha disminuido. Cuando abandonó el país, su vicepresidente, el general Hamilton Mourão, dijo a la nación: “La alternancia del poder en una democracia es saludable y debe ser preservada”. También se refirió sin rodeos a “dirigentes que debían tranquilizar y unir a la nación en torno a un proyecto de país”, pero que en cambio habían fomentado un clima de caos y colapso social. Auch. Parece que incluso las fuerzas armadas solo quieren una transición tranquila al poder para poder seguir siendo una clase privilegiada sin demasiadas responsabilidades.
Algunos de los antiguos aliados de Bolsonaro en el Congreso apoyan ahora a Lula, y el Índice de Popularidad Digital del expresidente, que rastrea una consultora, ha caído más de la mitad desde su punto más alto.
Sin embargo, los bolsonaristas más acérrimos no se van a ir en silencio. No fue sino hasta el lunes que quitaron sus tiendas de campaña en São Paulo, Río de Janeiro y otras ciudades. En Brasilia, las autoridades desmantelaron campamentos y hasta el momento han detenido al menos a 1200 personas. Los seguidores de Bolsonaro llevaban más de dos meses esperando que se produjera un milagro. Y, cuando no ocurrió, intentaron tomar medidas por la fuerza.
En respuesta, Lula firmó un decreto de emergencia que permite al gobierno federal intervenir y restablecer el orden en la capital. Estará en vigor hasta finales de mes. Un juez del Supremo Tribunal destituyó de su cargo de manera temporal al gobernador del distrito federal. Se ha iniciado una investigación para identificar a los alborotadores y a sus patrocinadores financieros. El lunes, al menos una integrante del Congreso pidió al gobierno que solicitara la extradición de Bolsonaro.