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El momento constitucional de Chile no ha terminado

Dadas estas crisis, promover la nueva Constitución parecía casi una ocurrencia sobrevenida. Los límites que la ley impone al electoralismo reducían la capacidad del gobierno de Boric para vender la propuesta al público. La campaña de su gobierno, en gran medida agnóstica y de carácter informativo, no podía rivalizar con la oposición, que aglutinó a los conservadores, a las figuras políticas de centroizquierda y moderadas, a líderes empresariales y a un ejército de analistas que instaron a los chilenos a rechazar la nueva Constitución para que se pudiera redactar una mejor. “Una que nos una” fue uno de los muchos eslóganes de las fuerzas a favor del rechazo.

Durante el mes que duró la campaña para rechazar la nueva Constitución, logró afianzar posiciones y no cometer errores. Se difundió un torrente de desinformación a través de WhatsApp y las redes sociales, y una serie de cuantiosas donaciones políticas y turbios dispendios dieron una ventaja económica a la campaña por el rechazo, lo que sin duda influyó en los votantes. El esfuerzo fue abrumador, y muy eficaz, con el objetivo de confundir a los chilenos para hacerles creer que la nueva Constitución significaría el fin del derecho de propiedad de vivienda y permitiría abortar hasta el momento del nacimiento, entre otras cosas terribles.

No se puede subestimar esta campaña de dudas, temores y mentiras. Se aprovechó de algo que es real y que no se podía vencer con verificación de datos o desmentidos, por muchos que fueran: los chilenos, por encima de todo, quieren seguridad. Y un texto que no nace del consenso, el respeto y los intereses comunes no puede proporcionársela.

Ninguna constitución es perfecta, y menos aún un refugio seguro, y los votantes han aprendido, o deberían aprender, a no pensar que un texto les resolverá todos sus problemas. Sin embargo, es del todo razonable que un votante —sobre todo los indecisos que están más preocupados por poner un plato de comida en su mesa— llegue a la conclusión de que ninguna propuesta que genere división, deliberadamente o no, puede ser el camino que seguir. Esto explica por qué incluso muchos de los distritos considerados “populares” que votaron abrumadoramente por Boric, así como los más azotados por la pobreza y que más necesitan un cambio, votaran en contra de la nueva Constitución. O por qué un gran número de votantes de los pueblos indígenas, a los que el nuevo texto habría otorgado un reconocimiento y una autonomía históricos, también decidieran rechazarla.

Boric ha hecho bien admitiendo esos fracasos. En un discurso, después de que los chilenos se pronunciaran claramente, dijo que la Constitución que se redacte más adelante tendrá que dar certidumbre y unir al país.

Para tal fin, y con la bendición de Boric, el Congreso está estableciendo ya los parámetros con los que se emprenderá la redacción de una nueva Constitución: quién la redactará, en qué plazos y cómo ceñirla a los aspectos importantes donde ya hay unidad. Existe el acuerdo general, por ejemplo, de que la nueva Constitución debe reconocer algo que no figura en la antigua: que Chile es un Estado social y democrático garante de los derechos, la igualdad y el bienestar de todas las personas, al margen de su estatus o posición social.

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