Las fiestas navideñas pueden plantear todo tipo de cuestiones espinosas: ¿Está bien hacer una lista de deseos? Si alguien te dio un regalo, ¿estás obligado a darle uno a cambio? ¿Por qué regalar dinero en efectivo suele ser raro y regalar una tarjeta regalo no? Incluso siendo una persona a la que le encanta regalar, a menudo me encuentro desconcertada ante una cuestión de etiqueta festiva o protocolo de regalos en esta época del año. Por suerte para mí, la reportera Ali Trachta habló con un montón de expertos para obtener respuestas a éstas y otras preguntas peliagudas relacionadas con los regalos. (Y si necesitas ideas para regalar a alguien en particular, los editores de The New York Times y Wirecutter también han preparado una guía muy completa, así como una lista de obsequios de último momento para ayudarte).
Me encantan las fiestas decembrinas, sobre todo, como chef que soy, vistas a través de la lente de la comida. Llegué a Suecia desde Etiopía cuando era muy pequeño, así que aunque mis propias tradiciones navideñas empezaron con mi madre adoptiva y mis hermanas mayores, siempre me ha fascinado cómo celebra la gente en todo el mundo.
Algunos de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia en Suecia son los sabores y olores del 13 de diciembre, día de Santa Lucía. La fiesta de Santa Lucía se celebra en toda Escandinavia en escuelas, iglesias y hogares. Para mi familia, era el momento de reunirse en torno a una buena comida.
La comida era siempre un gran smorgasbord (un bufé escandinavo) repleto de arenques, gravlax y albóndigas. A veces había pavo, otras cerdo asado. Comíamos los tradicionales bollos de azafrán con pasas o almendras; cada uno tenía sus preferencias. Pero en lo que todos estábamos de acuerdo, niños y adultos, era en las galletas de jengibre. Tenía que haber galletas de jengibre en nuestra fiesta de Santa Lucía.
Cuando crecía en Gotemburgo, siempre estaba en la cocina con mi abuela. Cocinar con la abuela Helga sentó las bases de mis aspiraciones culinarias y, el día de Santa Lucía, había algo mágico en ese tiempo que pasábamos juntos. Aún puedo sentir el calor del horno y el olor de las especias, el emocionante momento en que las galletas de jengibre calientes estaban horneadas y listas para ser devoradas.
No hay nada como el frío del invierno escandinavo, lo que significa que no hay nada mejor que encontrar calor durante la temporada de fiestas. Para mí, eso era —y sigue siendo— la familia completa, un fuego crepitante y una taza caliente de glogg: vino tinto infusionado con anís estrellado, clavo, canela y piel de naranja.
La temporada de fiestas decembrinas es una época de mucho trabajo en la cocina, tanto para los cocineros caseros como para los profesionales. Para mí, este año será especialmente ajetreado porque estoy a punto de abrir mi nuevo restaurante en el barrio neoyorquino de Chelsea. Hav & Mar se inspira en parte en mis raíces escandinavas, por lo que he podido volver a la increíble comida y bebida del Día de Santa Lucía y de temporadas festivas del pasado. Con ese espíritu, tendremos glogg y galletas de jengibre en el menú de invierno, para que con este frío podamos dar la bienvenida a la gente a fin de que creen sus propios recuerdos.
“Alto en el bosque en una noche nevada”, por Robert Frost.
Pienso que sé de quién son estos bosques.
Pero su casa se encuentra en el pueblo.
Él no me verá detenido aquí,
Para observar sus bosques cubrirse de nieve.Mi pequeño caballo debe pensar que es extraño,
Parar aquí, sin ninguna casa de campo cerca
Entre estos bosques y el lago helado,
La noche más oscura del año.Sacude las campanillas del arnés
Para preguntar si se trata de algún error.
Sólo se oye otro sonido: el barrido
Del viento fácil y el copo aterciopelado.Los bosques son amorosos, oscuros y profundos,
Pero yo tengo promesas que cumplir,
Y millas por andar antes de dormir,
Y millas por andar antes de dormir.
Traducción de Luis Alberto Ambroggio, en Antología de poetas laureados estadounidenses.
Parece como si todo el mundo que piensa en Robert Frost pensara que Frost es un incomprendido.
“Las formas habituales de ver la poesía de Frost”, escribió el poeta Randall Jarrell en 1953, “son simplificaciones grotescas, distorsiones, falsificaciones”. En 1959, en la cena del cumpleaños 85 del poeta, Lionel Trilling describió a Frost como “aterrador”: “mi Frost no es el Frost que me parece percibir que existe en la mente de tantos de sus admiradores”. Su Frost, afirmaba, era una voz de “simplicidad democrática”.
Hay una especie de simplicidad cristalina en gran parte de la obra de Frost. “Alto en el bosque en una noche nevada”, que escribió en 1923 y más tarde nombró su poema favorito, tiene una cualidad brillante y prístina, una perfección de esfera de nieve —Jarrell dijo una vez que no se podía evitar memorizarlo— que lo hace atractivo para los niños, y las pasadas Navidades mi sobrina de cinco años lo recitó con su vocecita para deleite de todos. El poema pertenece al microgénero de versos y canciones sobre cabalgar (trineos, caballos) a través de las inclemencias del tiempo, junto a alegres ejemplos como “Jingle Bells” y “Over the River and Through the Wood”.
Pero también es, como tantos poemas navideños que no son explícitamente para niños, bastante melancólico. (La primera línea de una estrofa de “Por el momento: Oratorio de Navidad” de W.H. Auden lo dice todo: “Bueno, pues eso es todo”). Quienes, como Trilling, sostienen que el Frost de ellos es aterrador no tendrán problemas para encontrar algo que temer en aquello, en el frío y oscuro bosque que llama como podría hacerlo la muerte.
Algunos se sintieron ofendidos por los comentarios de Trilling, pero Frost no. “No puede llegar a mis oídos música más dulce”, escribió en una carta, “que el choque de armas sobre mi cadáver”, insinuando que deseaba ser malinterpretado, o que no había una comprensión correcta de su obra, porque no tenía una intención estable.
Oímos una nota frostiana de incertidumbre en “Alto en el bosque”: “Pienso que sé de quién son estos bosques”. Frost dijo que escribió el poema muy deprisa, recordando una Navidad que había pasado en la pobreza. Había llevado una carreta desde su granja a la ciudad, con la esperanza de vender algunos productos y volver con regalos. Pero no había tenido suerte y se resistía a volver.
La paradoja del confort es que parece depender de la amenaza. El crítico Gaston Bachelard señala, en The Poetics of Space, que la nieve convierte el mundo exterior en un “cosmos simplificado”: aclara todo lo que es la “no-casa”, por lo que la casa se siente más sólida, más segura. Debe de ser por eso que mi familia recuerda con cariño el año en que, la noche de Navidad, nuestro detector de monóxido de carbono se disparó y nos acurrucamos en el automóvil bajo las mantas.
Hay una canción de cuna que me cantaba mi madre, sobre un conejo en el bosque que pide a gritos que lo salven de un cazador, con un baile de manos que lo acompaña: un signo de la paz que representa las orejas del conejo. Al final, un hombre llama al conejo a su cabaña: “Conejito, entra, ven a vivir a salvo”. En esta frase, mi madre se llevaba un puño al pecho y lo acariciaba con la otra mano. Este gesto me destrozaba, y aun así insistía en que lo cantara una y otra vez. Era casi demasiado para soportarlo.
Como el propio Frost dijo una vez, necesitamos el peligro legítimo “para que podamos ser rescatados de verdad”. Podemos pensar que su caballo-poema lo rescata, agitando sus campanillas para sacarlo de su ensueño hipnótico y traerlo de vuelta a casa.
Desde este punto de vista, el poema es a la vez apacible y aterrador: lo acogedor depende de la amenaza.
El refugio necesita la tormenta.
“Nunca he estado satisfecha con las bebidas de la temporada decembrina tal y como las he conocido”, escribió Amanda Hesser en el Times en el año 2000, un sentimiento familiar para cualquiera que se haya encontrado con los cócteles habituales de la temporada. Cada diciembre vuelven, como personajes conocidos de una novela trillada: ponche de huevo, wassail, vino caliente, glogg, Tom & Jerry. Las únicas preguntas giran en torno a la presentación y las preferencias. ¿Caliente o frío?
La respuesta depende de la época.
Un artículo del Times de 1907 titulado “Christmas Cheer and How to Make It” explicaba que “siempre ha sido costumbre entre los que organizaban grandes fiestas mantener la ponchera llena hasta el borde con algún refresco líquido especialmente sabroso desde primera hora de la tarde hasta bien entrada la noche”. En cuanto al refresco en sí, el autor desglosa los más populares por regiones: el ponche de huevo era el favorito en el sur; el ron con canela, en Nueva York; el ponche de ron, en Nueva Inglaterra; y se añadía a la mezcla una receta de ponche caliente de vino de Oporto del barman neoyorquino William Schmidt (famoso en su época).
En 1939, el Times informaba que “las borracheras modernas son moderadas en comparación con las de la antigua Sajonia”, y que “la principal diferencia entre las fiestas de aquella Inglaterra y las de la Estados Unidos de 1939 es que las bebidas calientes habían dado paso a las heladas”. ¿La razón? “Ahora tenemos calefacción de vapor”, escribía Betty Wason, así que “ya no necesitamos un rugiente fuego de leña y una bebida humeante para calentar los huesos”.
Sin embargo, la bebida caliente de temporada seguía siendo un reconfortante elemento básico de estas fiestas, como informó Lawrence Van Gelder en 1977. “Cuando las noches se hacen largas y el año llega a su fin”, escribió, “el clima y el calendario se combinan para fomentar festividades que reúnen a grandes grupos de personas —familiares y amigos— tan deseosos de compartir el cálido espíritu de las fiestas como de compartir las cálidas bebidas espirituosas”.
El ponche de huevo, en particular, ha sido obstinadamente resistente, a pesar de los repetidos esfuerzos por dejarlo atrás. En “Grown-ups Don’t Nog Eggs”, Hesser calificaba el ponche de huevo de “sopa” y sugería probar un French 77, una versión del cóctel French 75 a base de champán, brandy y Chambord. En 2007, sin embargo, nuestra columnista de cócteles había cedido, defendiendo dos recetas actualizadas de ponche de huevo del barman Eben Freeman: una con queso roquefort y pera y la otra con bourbon infusionado con cedro.
En 2011, la columnista de la revista Times Rosie Schaap defendió el glogg, la bebida a base de vino caliente, en un artículo titulado “Glogg Before ’Nog”. Pero, quizás sabiendo que no se puede luchar contra lo inevitable, Schaap se había pasado al ponche de huevo un año después.
“¿Qué clase de desalmado podría resistirse a sus encantos cremosos, huevísticos y exquisitos?”, preguntaba. Era una pregunta retórica.
Se necesita algo más que un traje rojo y una risa estruendosa para encarnar realmente a Santa Claus, o, como se le conoce en otras latitudes, Papá Noel. Si no que se lo pregunten a cuatro hombres que llevan décadas repartiendo alegría navideña.
“La gente cree que es fácil, pero es un trabajo duro”, dijo Larry Jefferson, de 57 años, un Santa Claus en el Mall of America de Bloomington, Minnesota, cuyo compromiso con el trabajo es tal que se blanquea la barba y las cejas todo el año.
Hay requisitos inalterables (¡crea recuerdos felices!) y trucos (¿niño asustado? Ponte detrás de él para la foto). Pero, sobre todo, los Santas deben promover el amor y el espíritu de dar, al ayudar a los niños a mantener su fe en el símbolo de la Navidad, dijo Tom Valent, de 72 años, quien representa a Santa Claus desde los años setenta. También dirige la Charles W. Howard Santa Claus School de Midland, Michigan, que lleva entrenado Papás Noel desde 1937.
He aquí algunos consejos de veteranos para hacer bien el trabajo.
Encuentra el traje adecuado
Dicen que la ropa hace al hombre y, cuando se trata de Santa Claus, eso es especialmente cierto.
“Tienes que encontrar la imagen de Santa que mejor se adapte a ti”, dijo Allan Siu, de 49 años, quien también trabaja en Mall of America y lleva un traje rojo brillante que le recuerda a los Papás Noel de su infancia.
Richard Reyes, de 71 años, lleva un zoot suit rojo y negro cada diciembre desde que vio la película de 1981 que lleva el nombre de la prenda. Su personaje de Pancho Claus ha sido bautizado como el Santa tex-mex. “Quería atraer a los niños y eso parecía estar de moda por aquel entonces”, explica sobre su decisión de dar su propio giro a Kris Kringle. “Realmente se presta al look de Santa”.
No te salgas del personaje
Los niños hacen preguntas difíciles, y un Santa Claus tiene que estar preparado. En la escuela Charles W. Howard, Valent hace que sus alumnos fabriquen un juguete, se suban a un gran trineo y conozcan renos como parte de su formación, para que puedan basarse en experiencias de primera mano a la hora de responder a las preguntas de los niños. Dice que es útil tener preparadas las respuestas sobre el número total de elfos empleados (él tiene 886) y sus nombres (Gino, Giuseppe y Spike).
“Estás creando un recuerdo para toda la vida”, dijo. “Tienes que dar lo mejor de ti”.
Escucha
La gente le lleva a Santa su tristeza. “Muéstrales empatía”, dijo Siu. “Muéstrales que se les escucha”.
Valent lleva un cuaderno para anotar los problemas que escapan al control de Santa Claus, como el divorcio de los padres o la enfermedad de alguien de la familia. Lo importante, dijo, es que el niño se sienta escuchado, que sus sentimientos y problemas merecen la misma atención que los de un adulto.
Nunca prometas nada…
¿Y si ese regalo prometido nunca llega para el niño que tiene una buena memoria y nos visita todos los años? “Entonces tienes un problema, Santa Claus, porque volverán a ti”, dijo Valent.
Mejor decir: “Veré lo que puedo hacer”.
… pero ayuda cuando puedas
Un niño le dijo una vez a Jefferson que su familia no tendría Navidad porque su madre estaba desempleada. Jefferson, cuyo trabajo diario en aquel momento era en la Comisión de la Fuerza Laboral de Texas, la llevó aparte después para ofrecerle ayuda para encontrar un trabajo y dirigirla a lugares que ofrecían juguetes gratis. “Se puso a llorar”, dijo. “Entonces yo me puse a llorar”.
Persevera
Los Santas siguen siendo abrumadoramente blancos, pero eso está cambiando, para alegría de los niños. Un niño que visitó a Siu para pedirle Lego señaló con entusiasmo que Santa Allan, quien es chino-estadounidense, tenía los ojos con la forma de los suyos.
“¿Te ha dicho alguien que tus ojos son bonitos?”, le preguntó Siu. “Pues siéntete muy orgulloso de tus ojos”.
Aun así, algunos se aferran a una idea limitada de cómo es Santa Claus. En 2016, Jefferson, quien es negro, solicitó trabajo en una gran tienda departamental. La entrevista telefónica iba muy bien, dijo, hasta que el entrevistador le preguntó cuál era su origen racial y luego le dijo que no estaban interesados en contratar a ningún Santa negro por el momento.
“Me dolió en el alma”, recuerda Jefferson. Pero siguió decidido y, ese mismo año, el Mall of America lo contrató como su primer Santa negro. “No se trata de raza”, dijo. “Santa Claus puede ser cualquiera que tenga buen corazón”.
Kitty Bennett colaboró con la investigación.
Isabel Spooner-Harvey solía hacer latkes desde cero: primero rallaba las papas, escurría el agua y las freía sobre una estufa caliente.
El esfuerzo era gratificante. Pero tuvo tres hijos en tres años y luego se separó de su esposo. Para esta ama de casa de Madison, Wisconsin, la necesidad de hacer que las fiestas fueran especiales —los regalos, las reuniones, las tarjetas, los latkes— empezó a parecerle una carga de la que quería deshacerse en vez de ser un momento de alegría.
Así que este año, cuando Spooner-Harvey celebre Janucá, mantendrá sus sartenes limpias y pedirá latkes a la tienda de delicatessen. “Lo divertido es estar todos juntos en la mesa”, dice. “No importa de dónde venga la comida”.
Aunque otras personas no son inmunes a la presión de hacer “magia navideña”, las madres son las que más la sienten, afirma Michelle Janning, profesora de sociología del Whitman College de Walla Walla, Washington. Además de estar “socializadas para ser las responsables del bienestar de la familia”, las madres suelen sentir una emoción que Janning denomina “nostalgia futura imaginada”, en la que imaginan a sus hijos adultos recordando su infancia con cariño.
Por eso, incluso para quienes adoran las fiestas, la presión por celebrarlas a la perfección puede provocar estrés y agotamiento. Algunas mujeres, como Spooner-Harvey, se lamentan de estas expectativas en sarcásticos textos en chats grupales, hilos de comentarios y ensayos personales, y han adoptado el enfoque de Marie Kondo: renunciar a los rituales que ya no les producen alegría.
Lauren Asensio Demake, trabajadora social de Franklin, Massachusetts, usó el método de Kondo cuando prescindió de las tarjetas navideñas. Cuando era estudiante universitaria, a Demake le encantaba enviar estas misivas de temporada. Pero después de casarse, dijo que el resentimiento afloró cuando “parecía que todavía se esperaba” que fuera ella quien las enviara a sus parientes y a los de su esposo. Lo que antes era divertido se convirtió en una tarea temida.
Demake describió la decisión de dejar de escribir tarjetas como “liberadora”. “Deshacerme de las cosas que sentía que tenía que hacer me ayudó a hacer esta temporada más agradable”, dijo.
Courtenay Baker, divorciada y madre de cuatro hijos en Mount Vernon, Iowa, que trabaja como gestora de proyectos y profesora de danza, también se une a ese movimiento de resistencia.
Ya no envía tarjetas, no hace lo del Elfo en el Estante y ha renunciado a las galletas y decoraciones dignas de Pinterest. En vez de pasarse horas horneando, ve películas navideñas acurrucada con su familia. En lugar de preocuparse por las guirnaldas, deja una caja de adornos y deja que sus hijos los cuelguen (o no).
“No tengo que tachar de mi lista de cosas por hacer cosas que nunca estuvieron en ella”, dice. “Hay un alivio al reconocer que la parte de las fiestas que es perfecta es estar con la gente que quieres”.
Ningún otro mes tiene una banda sonora como la de diciembre. Y aunque nos encantan los clásicos navideños, también nos encanta descubrir canciones festivas y versiones que no hayamos escuchado 10 millones de veces antes.
Así que, para que sigas disfrutando de las fiestas, hemos invitado al DJ británico-estadounidense Mark Ronson, que celebra tanto la Navidad como el Janucá, a que comparta su lista de reproducción perfecta.
Pero sube el volumen en casa, porque no la escucharás en ninguna discoteca.
Este diciembre, Ronson nos dijo que está deseando “estar en casa con mi esposa embarazada” —la actriz Grace Gummer— “intentando hacerla lo más feliz posible”. Mientras escucha estas canciones navideñas, dijo que probablemente se limitará a “envolver regalos y sorber algo caliente aderezado con whisky”.
Los meses fríos han llegado y la temporada de fiestas está aquí, así que es hora de buscar el hygge, el término danés, que tuvo un momento de celebridad internacional alrededor de 2016, que se refiere al refugio de invierno y la calidez espiritual. Pero ¿que sucede si estás en Nueva York y pasas dos horas al día en el metro? Estás de suerte, ya que un viaje en metro es en realidad la actividad perfecta para ponerte en ese deleitoso estado de ánimo decembrino. El metro es, al fin y al cabo, básicamente un gran trineo que viaja bajo tierra, en la oscuridad.
Pero ¿puede un trayecto al trabajo —o cualquier estresante viaje de la temporada decembrina— ser realmente acogedor? Basta con modificar tu enfoque.
El hygge consiste en sentirse cómodo y seguro, protegido de los demás, que podrían preguntarte cómo se pronuncia hygge. (Yo aprendí que se dice “Hiu-goh”, aunque prefiero el incorrecto pero popular “haiggy”). El libro The Book of Hygge define el concepto como “una forma práctica de crear un santuario en medio de una vida muy real”: la práctica ideal para encontrar el confort interior en medio de la vida muy real del metro de Nueva York. Un elemento fundamental del hygge es ir bien abrigado, por ejemplo, así que empieza por ponerte capas de prendas. Y no solo con suéteres, bufandas, pañuelos y gorros: una mascarilla N95, o tres, pueden ser el complemento perfecto para tu vestuario del invierno contemporáneo.
El estado de ánimo del hygge también depende de la comida y la bebida adecuadas: algo rico, sensual y con especias. Así que lleva un termo lleno de ponche de huevo (o de rompope) para tomarlo a sorbos mientras te dejas seducir inevitablemente por los hipnóticos videos de cocina que la Autoridad Metropolitana de Transporte ahora pone en las pantallas de las estaciones.
En la búsqueda del hygge, el ciudadano danés medio quema unos seis kilos de cera de vela al año. Lamentablemente, no puedes encender tus propias velas en el vagón del metro, ya que probablemente no deberías contribuir al aumento del 40 por ciento de los incendios en el metro durante la pandemia. Para crear atmósfera, confía en el hecho de que los villancicos improvisados son habituales en el metro de Nueva York. Como mínimo, es posible que alcances a escuchar la Sinfonía fantástica o algo de Pop Smoke del iPhone de algún vecino.
Con la actitud y los accesorios adecuados, puedes convertir el tedio cotidiano del viaje en una burbuja de conciencia plena de hygge. Solamente recuerda que, en algún momento, el viaje terminará. Pero, por ahora, te sostiene momentáneamente el cálido abrazo del operador del tren.
En inglés se le llama Elefante Blanco, Intercambio Yankee, Santa Sucio. Dependiendo de a quién le preguntes, este juego de intercambio de regalos navideños, cualquiera que sea el nombre, es una costumbre querida y peculiar que celebra la creatividad y la competencia amistosa o una actividad depravada, despiadada y avara que saca lo peor de la gente. La reportera Jennifer Ashley Wright remonta sus orígenes a la década de 1890, cuando los ciudadanos de Delphos, Ohio, se lanzaron de lleno a las “fiestas de intercambio” navideñas.
¿Mi consejo para que un intercambio sea más un placer que una tarea? Ten en tu arsenal de regalos algo que le guste a todos: mi opción es una mini máquina de wafles.
Ya conoces la escena: una niña baja las escaleras en pijama. Corre a desenvolver sus regalos navideños y derrama lágrimas de alegría mientras abraza a un nuevo cachorro rescatado de un refugio superpoblado. La música va in crescendo, los corazones duplican su tamaño y se recupera la fe en la humanidad.
Aunque es una idea dulce, sorprender a una persona querida con un ser sensible no es una decisión que deba tomarse a la ligera. Antes de dar ese paso, hay que tener en cuenta algunas cosas.
En primer lugar, el elemento sorpresa. “El momento puede ser una sorpresa, pero el animal no debe serlo en absoluto”, dijo Leslie Granger, presidenta y directora ejecutiva de Bideawee, un refugio y organización protectora de animales de Nueva York. La decisión debe basarse en muchas conversaciones, y todos los implicados deben comprender las implicaciones a largo plazo, niños incluidos. Los padres pueden plantearse asignar responsabilidades a los niños incluso antes de que la nueva mascota llegue a casa.
A continuación, hay que decidir si se adopta de un refugio o de una protectora. Los refugios suelen estar financiados por el gobierno y tienden a ser más grandes y rápidos a la hora de tramitar las solicitudes. Ofrecen locales físicos donde puedes conocer a muchos animales a la vez. Además, están repletos de animales adorables en todo el país. Las protectoras son más pequeñas y se financian con donaciones; a menudo recurren a hogares temporales para alojar a los animales.
Sea cual sea tu elección, te damos un consejo: presenta la solicitud y consigue la aprobación como adoptante antes de encontrar al nuevo miembro de tu familia. Las solicitudes y sus plazos de tramitación varían y pueden incluir tareas como demostrar que tu casero admite mascotas. Revisa si es posible presentar la solicitud por internet y, si lo haces en persona, asegúrate de que saber qué debes llevar.
Si te preocupa la inmensa responsabilidad de elegir al mejor amigo de otra persona, Katy Hansen, directora de mercadeo y comunicaciones de Animal Care Centers of NYC, sugiere envolver una correa o una caja de arena como la sorpresa, y luego llevar al futuro dueño de la mascota al refugio. Julie Castle, directora ejecutiva de Best Friends Animal Society, dice que varios refugios ofrecen certificados de regalo para cubrir el precio de la adopción. “Se puede conseguir esto de una forma considerada, sin que se trate simplemente de que un animal aparezca la mañana de Navidad en tu casa”, dijo Castle.
Adopté a mi perro, Peter, en primavera. No salió de una caja con un lazo rojo en el cuello, ni lloré de sorpresa. Llegamos a nuestras vidas sin fanfarrias navideñas. Pero cada día me despierto con su nariz goteante y su perfecto aliento a perro. No puedo imaginar un regalo mejor.
La temporada de fiestas es una época de alegría y celebración, pero también suele provocar sentimientos de soledad y añoranza. Como editores de la columna Modern Love, nos proponemos publicar historias que reflejen una variedad veraz de experiencias: felices, tristes y agridulces. Esperamos que estas seis pequeñas historias, de nuestra serie Tiny Love Stories sobre la memoria, la valentía, el deseo y la conexión capten la complejidad emocional (y la intensidad) de las fiestas.
Gracias por leer.
6 pequeñas historias de amor para las fiestas
6 pequeñas historias de amor para las fiestas
Somos los editores de Modern Love. En los años que llevamos recopilando Tiny Love Stories, historias reales de 100 palabras o menos, hemos leído muchas conmovedoras, a veces agridulces, en torno a las fiestas decembrinas. Aquí algunas de nuestras favoritas. →
Todo empezó con Kristi Yamaguchi. Mis padres me llevaron a verla en el espectáculo itinerante Stars on Ice cuando tenía 7 años y, desde el momento en que sus cuchillas tocaron el hielo, quedé encantada. Luego de años de ver el patinaje artístico desde lejos, finalmente, el invierno pasado, me apunté a clases para adultos principiantes en una de las muchas pistas de patinaje públicas de Nueva York: el LeFrak Center de Prospect Park. Todavía no soy Tessa Virtue, pero ya puedo avanzar para adelante y para atrás… sí, tambaleándome, pero casi sin caerme. “A veces es difícil mantener la frescura típica del neoyorquino que lo ha visto todo cuando te caes de espaldas”, escribe Emily Ludolph en esta nota retrospectiva sobre el patinaje a lo largo de las décadas. “Pero es el indomable espíritu de la ciudad el que nos hace volver a pararnos y estar dispuestos a más”.
Cada diciembre pasa lo mismo antes de las cenas y los brindis. Mi esposo busca en lo profundo de su armario, moviendo los suéteres como si fueran montones de hojas otoñales, hasta que surge triunfante con la prenda que ha estado buscando: ese objeto legendario, el suéter feo de Navidad.
Pero este en realidad no es un suéter feo de Navidad. Más bien, en honor de nuestra unión interreligiosa, es un suéter feo de Navucá (Navidad y Janucá). Es una prenda tejida de un acrílico en tonos bastante estridentes, con Rodolfo el Reno y, en lugar de sus astas, una menorá cuyas velas se encienden al tocar un botón. Cada vez que lo veo, no puedo más que voltear los ojos y reírme.
Ahora el suéter feo de Navidad es un subgénero de la ropa tejida y una forma artística en sí misma: irónico al punto de la ridiculez y la trascendencia. Unos tienen oropel, lentejuelas, muñecos de nieve y otros clichés santaclosescos; es regalarnos una risa a todos nosotros. Es una expresión de un gusto tan malo que es genial y nunca más necesaria que en un momento turbulento —del año, de la Historia— cuando las emociones se desbordan.
Es por eso que el suéter feo de Navidad ha sobrevivido —o, incluso, florecido— desde hace décadas. El “suéter de los cascabeles” apareció en las repisas de las tiendas en los años cincuenta, un presagio precoz de la temporada navideña comercializada que vendría. Pero hubo una evolución sartorial muy peculiar y el suéter se elevó por encima de la naturaleza taquillera de sus orígenes para convertirse en un gesto de fe.
Aunque en sus primeras encarnaciones los suéteres de los cascabeles eran una especie de copia de los suéteres nórdicos, para los años ochenta esos diseños con renos y copos de nieve (que no necesariamente eran de mal gusto) se volvieron kitsch y pop, en parte gracias a El show de Bill Cosby, en el que el personaje de Cosby, Cliff Huxtable, llevó al extremo lo estrafalario de los suéteres ostentosos.
Sus suéteres fueron superados solo por los de la familia Griswold en la película de 1989 Vacaciones, protagonizada no solo por Chevy Chase y Beverly D’Angelo, sino por toda una colección de tejidos festivos muy impresionantes. Colin Firth le dio a la prenda una nueva emotividad cuando se puso a regañadientes su suéter de reno al interpretar a Mark Darcy en El diario de Bridget Jones y, para 2002, ya había nacido la fiesta oficial del Suéter Feo de Navidad, una creación de dos canadienses, de acuerdo con el libro The Ugly Christmas Sweater Party Book: The Definitive Guide to Getting Your Ugly On.
Gracias a las redes sociales la tendencia cobró impulso y abrió el camino para el segmento de Jimmy Fallon “Los 12 días de suéteres de Navidad”, por no mencionar los 53 suéteres de Navidad que se ofrecen en Amazon, los miles de estilos de suéteres feos de Navidad en Etsy, así como en Poshmark (todos esos suéteres feos tienen que ir a parar alguna parte) y las guías “hazlo tú mismo” de empresas como Woolmark. También hay diversos productos con la temática de los suéteres feos de Navidad como libros de colorear, libros para niños e incluso muñecos de jengibre. Y, desde luego, también tenemos los concursos de suéteres feos de Navidad en las oficinas (The New York Times organiza uno).
Sin embargo, después de haber sido jueza en un concurso de esos, creo que es justo decir que, por su capacidad para alegrar el estado de ánimo de cualquier momento; por su expresión auténtica de frivolidad humana, y como recordatorio de que, aunque la vida es seria, la ropa puede ser divertida, la mayoría de los suéteres feos de Navidad son realmente… bueno, hermosos.
En mi infancia, siempre esperaba con impaciencia el 1 de diciembre. No solo daba comienzo el mes en el que se celebraban tanto la Janucá como la Navidad (éramos una familia de la Navucá), sino que, lo que es más importante, era el día en el que podía abrir la primera puerta de mi calendario de Adviento de cartón.
El chocolate que había detrás de cada panel no era muy bueno (de hecho, podría describirse como “meh”), pero ese no era el punto. Para mí, lo importante era el ritual: una tradición anual que no solo me permitía comer postre antes del desayuno, sino que también me ayudaba a aumentar la ilusión por las fiestas que se aproximaban.
Pero por muchas veces que abriera esas puertecitas, nunca me había parado a pensar en el origen de esta tradición. Este año, para rectificar, llamé a Bruce Forbes, profesor emérito de estudios religiosos en la Universidad de Morningside y autor de Christmas: A Candid History.
La palabra “adviento”, me explicó, significa “venida” en latín. El periodo de Adviento cae en las semanas que preceden a la Navidad y abarca diferentes fechas, dependiendo de su denominación. El Adviento comenzó como una observancia religiosa similar a la Cuaresma: un tiempo de sombría preparación espiritual y ayuno. Con el paso del tiempo, dijo Forbes, se volvió “más festivo”, quizá porque los europeos medievales necesitaban una razón para celebrar durante los fríos y oscuros inviernos.
La cuenta atrás de los días que van del 1 al 25 de diciembre comenzó concretamente de forma limitada en la Alemania de la década de 1850, según Esther Gajek, profesora de antropología cultural de la Universidad de Ratisbona. (Gajek posee más de 3000 calendarios de Adviento).
“Algunos padres —en su mayoría protestantes, en las ciudades, en su mayoría parte de las clases educadas— hacían algo para que sus hijos visualizaran el interminable tiempo que precede a la Navidad”, dijo Gajek.
Cada día, estos niños podían colgar un cuadro en la pared, o colocar una “hoja” de papel en un pequeño árbol de Adviento de madera, o borrar una línea de tiza de un conjunto de 24 en el suelo.
En 1902, la tradición se hizo comercial, cuando una editorial protestante lanzó un “reloj de Adviento” de papel. Al año siguiente, un litógrafo alemán llamado Gerhard Lang imprimió una hoja con 24 imágenes que los niños podían recortar y pegar dentro de un marco. Fue “un éxito enorme”, dijo Gajek.
Tras la Primera Guerra Mundial, la popularidad de los calendarios de Adviento aumentó, y Lang los exportó al Reino Unido e introdujo una variedad rellena de chocolate que, muchas décadas después, se convertiría en un elemento básico de mis propios diciembres.
No es de extrañar que los calendarios de Adviento sean tan queridos. Aunque tienen sus raíces en el cristianismo, desde entonces se han convertido en una forma polifacética de marcar la temporada, que incluye desde a Dolly Parton hasta el vino. Y una buena cuenta regresiva es culturalmente agnóstica. Basta con pensar en los 10 segundos de furor antes de dar la bienvenida al Año Nuevo.
Ahora que soy adulta, las fiestas no son tan sencillas como antes; los sentimientos de pérdida y estrés van de la mano de la alegría y el júbilo. Pero los calendarios de Adviento me recuerdan que el peso de la alegría navideña no tiene por qué recaer en una sola fiesta o regalo o día.
En cambio, el espíritu de la temporada puede saborearse lentamente: así como ese mediocre trozo de chocolate que se derrite en mi lengua.