LUSAIL, Catar — No se suponía que fuera así pero parece que siempre termina así. Esos hombros jorobados, la mirada distante, el mohín apenado. Argentina llegó a esta Copa del Mundo para consagrar el legado de Lionel Messi con oro. La recordará, durante algún tiempo, por una de las mayores humillaciones de su historia.
Un equipo que viajó a Catar montado en 35 partidos sin derrota, con el brillo de su primer honor internacional en una generación fresco en la memoria, con el mejor jugador de todos los tiempos en gran forma y rodeado de compañeros del mayor calibre, abrió su torneo con una derrota 2 a 1 frente a un oponente que debía ser poco más que un chivo expiatorio, Arabia Saudita.
El aguijón de la derrota —no solo una derrota: una vergüenza, una humillación, un estigma tallado en la piel argentina en tiempo real— arderá aún más porque, al final, fue más que justificada, un castigo amplio para la incapacidad de Argentina de abrirse camino a través de la resistencia saudita, para mantener la cabeza fría, para aprovechar toda su experiencia y talento a su favor.
Puede que en el primer tiempo Arabia Saudita haya avanzado por suerte. Pero durante gran parte del segundo remontó frente a una Argentina de pronto desconcertada, con los mismos viejos fallos, las viejas neurosis, perseguida por los fantasmas de Camerún en 1990, preocupada porque esta Copa del Mundo, la que debía ser distinta, pueda terminar siendo como todas las demás.
Rory Smith es el corresponsal principal de fútbol, con sede en Mánchester, Inglaterra. Cubre todos los aspectos del fútbol europeo y ha reportado tres Copas Mundiales, los Juegos Olímpicos y numerosos torneos europeos. @RorySmith