El 30 de abril de 2022 fue el día más demoledor de mi vida. Mi querida madre, Naomi Judd, quien acabó creyendo que su enfermedad mental solo empeoraría, en lugar de mejorar, se quitó la vida ese día. El trauma de descubrir y después abrazar su cuerpo exhausto me atormenta por las noches. Mientras mi familia y yo seguimos afligidos por nuestra pérdida, la desinformación, abrumadora y cruel, que se ha difundido sobre su muerte, y sobre nuestra relación con ella, me acecha cada día. Este horror no hará sino agravarse si se divulgan los detalles que rodearon su muerte bajo el amparo la legislación de Tennessee, que generalmente permite que salgan a la luz pública los informes policiales, incluidas las entrevistas con la familia, correspondientes a investigaciones cerradas.
Naomi perdió una larga batalla contra un implacable enemigo que, al final, resultó ser demasiado fuerte para derrotarlo. No pude ayudarla. Sin embargo, puedo hacer algo sobre cómo es recordada. Y ahora que por mi amarga experiencia sé del dolor que se les inflige a las familias a las que un ser querido se les ha muerto por suicidio, mi intención es hacer de la subsiguiente invasión de la intimidad —de la persona fallecida y de la familia— una causa personal y también judicial.
Los familiares que han perdido a un ser querido suelen ser revictimizadas por las leyes que permiten sacar a la luz pública sus momentos más privados. Inmediatamente después de producirse una tragedia que nos cambia la vida, cuando estamos en un estado de shock profundo, trauma, pánico y estrés, se presentan las autoridades para hablar con nosotros. Como la mayoría estamos socialmente condicionados para cooperar con las fuerzas del orden, nos encontramos completamente desprotegidos sobre lo que decimos. No dejé de responder a las muchas preguntas indagatorias que me hicieron en las cuatro entrevistas que la policía insistió en hacer el mismo día en que mi madre había muerto; preguntas que no habría respondido cualquier otro día, y que nunca imaginé que me llevarían a hacer mis propias preguntas, entre ellas: “¿Tu cámara corporal está encendida? ¿Me están grabando en audio de nuevo? ¿Dónde y cómo se guardará, se utilizará y se hará público lo que les estoy contando?”.
Me sentí acorralada e impotente cuando los agentes de la ley empezaron a interrogarme mientras se desvanecía lo que le quedaba de vida a mi madre. Quería estar ahí tranquilizándola, decirle que estaba a punto de ver a su papá y a su hermano pequeño, mientras “se iba de su hogar”, como decimos en los Apalaches. En cambio, sin que nadie me indicara que tenía la posibilidad de decidir cuándo, dónde y cómo prestarme a ello, comencé una serie de entrevistas que sentí como obligatorias e impuestas sobre mí y que me apartaron de los valiosos últimos momentos de la vida de mi madre. Como nosotros mismos intentábamos desesperadamente descifrar qué pudo haber llevado a mi madre a quitarse la vida aquel día, cada uno contamos todo lo que nos vino a la cabeza sobre mamá, su enfermedad mental y su angustiosa historia.
Quiero dejar claro que la policía solo estaba siguiendo unos terribles y anticuados protocolos y métodos de interacción con los familiares conmocionados o traumatizados, y que las personas que estaban en la habitación de mi madre aquel día trágico no hicieron nada malo ni incorrecto. Supongo que procedieron como se les había enseñado. Es bien sabido que habría que capacitar al personal de las fuerzas del orden en cómo responder a los casos donde se mezcla el trauma y en cómo investigarlos, pero los hombres allí presentes nos dejaron sintiéndonos despojados de cualquier frontera sensible, interrogados y, en mi caso, como si fuese una sospechosa en el suicidio de mi madre.
A principios de agosto, mi familia y yo presentamos una petición en las cortes para impedir la divulgación pública del expediente de la investigación, incluidas las entrevistas que la policía mantuvo con nosotros en el momento en que más vulnerables estábamos, y en el que éramos menos capaces de entender que lo que estábamos contando sin ningún tapujo pudiera ser algún día de dominio público. Se trata de información personal y médica profundamente íntima que no debe estar en la prensa, ni en internet, ni en ninguna parte, salvo en nuestros recuerdos.
Hemos pedido a las cortes que no haga públicos estos documentos, pero no porque tengamos secretos. Siempre hemos sido una familia increíblemente extrovertida, lo cual explica en parte el amor del público hacia mi madre. La gente se identificaba con su sinceridad respecto a sus errores, la admiraba por su capacidad para sobrevivir a las adversidades y se regocijaba con su impensable ascenso al estrellato. Lo pedimos porque la intimidad en la muerte es una muerte con más dignidad. Y, para los que se quedan, la intimidad evita que a una familia que ya está crónica y dolorosamente trastocada se le acumulen más daños.
Aunque habrá preguntas inevitables sobre nuestra decisión de reivindicar lo que consideramos que es nuestro derecho legal a proteger nuestra intimidad en este asunto concreto, nuestra familia está unida y nos mantenemos en nuestra creencia de que lo que dijimos e hicimos inmediatamente después de la muerte de Naomi debería permanecer en el ámbito privado, como debería ser para todas las familias que se enfrentan a ese desgarro.
No sé si podremos conseguir la intimidad que merecemos. Estamos esperando muy nerviosos la decisión de las cortes. Lo que sé es que no estamos solos. Nos compadecemos profundamente de Vanessa Bryant y de todas las familias que han tenido que soportar la angustia de que se divulgaran públicamente, por una filtración o porque la ley lo permite, los detalles más íntimos y escabrosos que rodean a una muerte. Esos detalles escabrosos se utilizan solo para alimentar a una cobarde economía del chisme, y, ya que no podemos contar con una básica decencia humana, necesitamos leyes que obliguen a poner ese límite.
También necesitamos reformar los protocolos de las fuerzas de la ley que causan estragos en las familias de luto y después agravan su traumático dolor haciéndolo público. Aunque soy consciente de la necesidad de que las autoridades investiguen una muerte repentina y violenta por suicidio, no hay en absoluto ningún interés público que ampare o justifique la divulgación de los videos, las imágenes y las entrevistas realizadas con mi familia en el transcurso de esa investigación. Todo lo contrario. Ese material no solo le hace un daño irreparable a la familia: puede producir un efecto contagio en una población vulnerable a hacerse daño a sí misma.
En su momento, ya decidí de buena gana confrontar unas profundas heridas personales a la luz pública. Las historias que he contado —sobre la agresión sexual y sus repercusiones— son mías. A través de mis demandas de justicia, las utilicé para ayudar a catalizar el cambio. Cuando se nos deja un tiempo para procesar el trauma, curarnos y revelar a nuestra discreción sus causas, podemos llegar a ser unos defensores públicos muy eficaces. Pero las personas nunca deberían tener que hacer partícipe al público de sus heridas antes de estar preparadas para ello, si es que alguna vez lo están.
Tengo la esperanza de que los líderes políticos, en Washington y en las capitales de estado, proveerán ciertas protecciones básicas a los involucrados en la respuesta policial a las emergencias relacionadas con la salud mental. Esas emergencias son tragedias, y no para provecho del espectáculo público.
Mi madre era una muchacha de un pueblito al este de Kentucky, una mujer que después transformó la música country y que forma parte de su Salón de la Fama. De mi hermana y yo decía que éramos sus “joyas de la corona” y “lo mejor que he hecho nunca”. Algunos la conocían como compositora ganadora del Grammy, otros como la persona más entrañable que hayan tenido jamás como compañera de asiento en un avión. Yo la conocí como mi mamá, que ponía un juego de sal y pimienta al lado de cada cubierto en nuestras cenas familiares y que disfrutaba charlando de temas tan variados como la paleoantropología y la neurociencia. Debería ser recordada por cómo vivió, que fue con un inocente sentido del humor, gloria en el escenario e inagotable bondad fuera de él; no por los detalles privados de su sufrimiento cuando murió.
Si tú o alguien que conoces tiene pensamientos suicidas, puedes comunicarte en Estados Unidos —llamando o enviando un mensaje de texto— a 988, la línea de vida para el suicidio y la crisis, o visita 988lifeline.org.
Ashley Judd es actriz, activista y conferenciante. Es autora de All That is Bitter and Sweet y ejerce de embajadora de buena voluntad del UNFPA, el organismo de las Naciones Unidas encargado de la salud sexual y reproductiva.