Jennifer Savage estaba buscando qué preparar para la cena. En el fondo de su refrigerador, encontró un recipiente de pimientos rellenos. Pimientos rellenos que ya llevaban mucho tiempo ahí. Se lamentó e hizo lo que millones de estadounidenses hacen todos los días, sin pensarlo dos veces: tiró la comida echada a perder a la basura.
Su hija, sentada cerca de ahí, rompió en llanto.
Riley, que en ese entonces estaba en el cuarto grado de primaria, había aprendido en la escuela que hay gente que no tiene nada que comer. También aprendió sobre el impacto del desperdicio de alimentos en el planeta: cuando la comida se pudre en los vertederos genera metano, un gas de efecto invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono. Ver a su madre tirar a la basura una de sus comidas favoritas la ayudó a comprender estos mensajes.
La familia decidió hacer lo posible para que no volviera a pasar. Riley empezó a pedir porciones más pequeñas, sabiendo que siempre podía pedir que le sirvieran más. Su padre comenzó a guardar las sobras para el almuerzo. Savage buscó recetas que a todos les gustaran mucho.
“Si nadie estuviera atento, botaría más cosas”, comentó Savage. “Pero ella me está viendo y hace preguntas que no puedo negar que son muy importantes”, agregó.
En un país de pasillos de supermercado que parecen interminables, “no desperdiciar comida” puede sonar más a una advertencia anticuada que a un propósito de Año Nuevo. Pero para algunas personas, sobre todo las que se preocupan por el medioambiente, es una causa que merece nuestra atención. En Estados Unidos, el desperdicio de alimentos es responsable del doble de emisiones de gases de efecto invernadero que la aviación comercial, lo que hace que algunos expertos piensen que reducir el desperdicio de alimentos es una de nuestras mejores opciones para combatir el cambio climático.
Teniendo en cuenta que el planeta se está calentando, un número pequeño pero creciente de estados y ciudades han promulgado leyes para evitar que los alimentos acaben en los basureros. La mayoría exige a los residentes o a las empresas que hagan composta, ya que libera mucho menos metano que los alimentos depositados en vertederos. Hace poco, California fue aún más lejos y aprobó una ley que obliga a algunas empresas a donar alimentos comestibles que, de otro modo, se habrían tirado a la basura.
En la zona de Columbus, Ohio, donde vive la familia Savage, se descarta casi medio millón de kilos de comida al día, lo que la convierte en el principal producto que llega a los vertederos (lo mismo sucede en todo el país). Los hogares generan el 39 por ciento de los residuos alimentarios de Estados Unidos, más que los restaurantes, las tiendas de comestibles o las granjas. Por lo tanto, cambiar significa abordar los hábitos de cientos de millones de personas, comunidad por comunidad, hogar por hogar.
No es tarea fácil. A pesar de décadas de sermones, los estadounidenses siguen siendo muy malos para reciclar. Y las razones por las que la gente desperdicia comida son mucho más complejas que las razones por las que tiran las botellas de agua en el contenedor equivocado: olvidan que tienen espinacas en el refrigerador y compran más; compran aguacates que se echan a perder antes de que se los coman; cocinan un enorme banquete navideño para mostrar su cariño a amigos y familiares y luego no pueden acabárselo todo. Como señala Dana Gunders, directora ejecutiva de la organización no lucrativa ReFED, un tercio de la comida de este país se queda sin vender o sin comer, lo que evidencia una cultura que da por sentada la abundancia.
“Nadie se levanta queriendo desperdiciar comida”, afirmó Gunders. “Lo que pasa es que no lo pensamos. Estamos tan acostumbrados a hacerlo en nuestra cultura que ya no nos percatamos de eso”.
Al igual que en la mayoría de Estados Unidos, no se viola ninguna ley por tirar comida en Ohio. Así que, en un intento por prolongar la vida útil de su basurero, la Autoridad de Residuos Sólidos de Ohio Central (SWACO, por su sigla en inglés) se ha visto obligada a recurrir a una táctica diferente: el convencimiento. Aunque no es el único organismo del país que anima a la gente a desperdiciar menos comida, sí es uno de los pocos que ha medido la eficacia de su campaña de concientización pública. Un primer estudio es prometedor, como también lo es el hecho de que, en 2021, el 51 por ciento de los residuos de la región no llegaron al vertedero gracias al reciclaje y el compostaje. Es un récord para la agencia y mucho mejor que la tasa nacional del 32 por ciento.
Que los alimentos no lleguen al basurero
Antes de que Kyle O’Keefe se convirtiera en director de innovación y programas de SWACO en 2015, “supervisar un basurero” no figuraba en su lista de cosas por hacer antes de morir. Pero cuando la agencia lo contactó, la posibilidad de reducir el flujo de basura en uno de los basureros públicos más grandes del país fue algo que O’Keefe, un ecologista de firmes convicciones, no pudo rechazar.
En aquel entonces, SWACO no prestaba mucha atención a los residuos alimentarios. Pero O’Keefe se fijó en la cantidad de comida que se tiraba y supo que no se podía ignorar. También sabía que no bastaba con crear un sistema de compostaje; la gente tenía que entender por qué era importante comprar y desperdiciar menos alimentos.
“Hay que contar con el apoyo de los ciudadanos comunes, de las familias, de los residentes”, afirma O’Keefe. “Todos tienen que participar”.
Para ello, uno de los primeros pasos de la agencia fue lanzar una campaña de concientización pública y medir su impacto en una ciudad.
Varios meses después de lanzar su campaña, SWACO recurrió a investigadores de la Universidad Estatal de Ohio para que enviaran encuestas a los residentes de Upper Arlington, un barrio adinerado de Columbus, a fin de preguntarles cuánta comida habían desperdiciado la semana anterior. Sin embargo, las encuestas completadas por los encuestados no siempre son confiables, por lo que la agencia también contrató a GT Environmental, una consultora local, para que diera seguimiento con datos concretos. Los datos fueron muy confusos.
Una fría mañana de los primeros meses de 2021, Dan Graeter, directivo de GT Environmental, visitó 200 casas de Upper Arlington. En cada casa, se sumergió en los contenedores de basura de 363 litros que los residentes habían sacado el día en que se recogía la basura y recuperó cada residuo a mano.
“Es como lanzarse al agua”, dice Graeter. “Respiras hondo y luego metes todo el cuerpo”.
Algunos de los contenedores estaban llenos de bolsas bien atadas. En otros, había residuos sueltos (pañales, arena para gatos, montones de gusanos) que Graeter tuvo que recoger en bolsas de basura. Graeter introdujo los residuos en la parte trasera de un camión y los llevó a una estación de transferencia, donde unos trabajadores vestidos con trajes de protección depositaron la basura de cada hogar en unas mesas plegables y registraron el peso de los artículos en nueve categorías diferentes, como residuos orgánicos, comida preparada y residuos no alimentarios.
Una vez que SWACO supo cuánta comida descartaban los residentes de Upper Arlington, empezó a difundir por toda la ciudad de 36.000 habitantes mensajes en las redes sociales, boletines por correo electrónico y tarjetas postales. La producción y el transporte de alimentos que nunca llegan a consumirse son una parte importante de la huella de carbono de los residuos alimentarios, por lo que el mensaje tenía que ir más allá del compostaje, e instaba a la gente a comprar menos. Pero si querían que el mensaje llegara a los hogares para los que trabajaba la agencia, la idea no podía ser tan abstracta como la de evitar el cambio climático.
“La manera en la que de verdad atrajimos la atención de la gente del Medio Oeste y Ohio fue a través de cuestiones sencillas”, comentó Ty Marsh, quien fungió como director ejecutivo de la agencia hasta abril pasado. “Hay que convencer a la gente de que esto es bueno para ellos”. Así que la campaña hizo hincapié en los costos concretos: los 1500 dólares que la familia promedio del centro de Ohio gasta cada año en alimentos que no come, los 83 millones de litros de gasolina que se utilizan cada año para transportar los alimentos que se van a la basura.
SWACO también difundió consejos: haz una lista de compra, crea planes de alimentación, congela las sobras. Algunos residentes incluso recibieron productos Bluapple gratuitos, que ayudan a conservar los alimentos frescos durante más tiempo, así como bolsas y botes para facilitar el compostaje.
Tres meses después, los investigadores volvieron a encuestar a los residentes, y Graeter volvió a sumergirse en los cubos de basura. Los encuestados declararon que desperdiciaron un 23 por ciento menos de alimentos que al principio. Aunque no hubo suficientes residentes que permitieran auditar su basura para obtener una muestra estadísticamente significativa, los datos sobre los desperdicios obtenidos por Graeter reforzaron la eficacia de la campaña: el volumen de residuos alimentarios había disminuido un 21 por ciento.
Brian Roe, el autor principal del estudio, es profesor de economía agrícola, ambiental y de desarrollo y dirige el proyecto de Colaboración de Desperdicio de Alimentos del Estado de Ohio. Roe cree que los resultados del estudio, que está siendo revisado por pares, son un “primer paso alentador”, aunque evitó sacar demasiadas conclusiones. “Sabemos que la campaña funciona, y funciona para esta comunidad”, afirmó y agregó que los residentes de la ciudad tendían a ser pudientes y altamente educados, “pero no sabemos necesariamente cómo se traducirá eso en otras comunidades”.
Los pocos estudios disponibles sobre campañas de concientización pública en otros lugares sugieren que pueden provocar cambios importantes: en Toronto, el desperdicio de alimentos se redujo un 30 por ciento y en el Reino Unido, un 18 por ciento.
Pero convencer a los adultos de cambiar sus hábitos es difícil. Así que, al mismo tiempo que SWACO gasta cientos de miles de dólares al año en su campaña de concientización pública, también ha hecho intentos específicos para llegar a otra población, que aún está desarrollando sus hábitos.
El inmenso poder de los niños
La hora del recreo en la escuela de Riley, la Escuela Primaria Horizon, es lo que se podría esperar de un grupo de niños de 6 y 7 años reunidos en una cafetería: chillidos, historias, sándwiches… con una gran diferencia. En vez de basureros ordinarios repartidos por toda la instalación, solo hay seis contenedores en el centro, un punto focal inevitable.
Un jueves, Tobias, un niño de primer grado con el pelo rubio, gafas y una camiseta estampada de aviones, se acercó a los seis botes de basura. Sacó el pan de un hot dog de su bandeja y miró fijamente a la asistente que estaba cerca de ahí.
“¿Dónde crees que hay que poner eso?”, preguntó la asistente. Tobias sostuvo el pan encima del bote que decía “BASURERO”. La asistente negó con la cabeza. Entonces, el niño caminó hacia el siguiente bote, con la etiqueta “RECICLAJE”. Que tampoco era el correcto. Por fin, Tobias ondeó el pan sobre la última opción: “COMPOSTA”.
“¡Sí!”, dijo la asistente con entusiasmo. “Es comida, así que puede ir a la composta, ¿recuerdas?”. Tobías se limitó a sonreír y entregó el pan.
Bandeja por bandeja, se repetía el proceso. Las manitas exprimían los restos de los cartones de leche y las cajas de jugo en el contenedor de abono y luego arrojaban los contenedores vacíos al bote de reciclaje. Los estudiantes hablaban sobre dónde pondrían las zanahorias y los nuggets de pollo (en la composta), las tapas de yogur (en el vertedero) y las servilletas (una opción más complicada, pero que también va en la composta). Además, pusieron palitos de queso sin abrir y un puré de manzana en una “mesa compartida” para que otros los tomaran.
Aunque los alumnos más jóvenes quizá no entiendan de qué sirve separar sus residuos, para cuando terminen la escuela primaria, la mayoría sí lo hará. Gran parte de ello se debe a Ekta Chabria, una profesora de educación especial que fue una de las pioneras del programa de compostaje de Horizon. Sus esfuerzos cobraron impulso en 2018 cuando SWACO otrogó al distrito de las escuelas de la ciudad de Hilliard una subvención de 25.000 dólares para la elaboración de composta. El siguiente año escolar, las 14 escuelas primarias de Hilliard redujeron su recolección de basura en un 30 por ciento y la recolección de reciclaje en un 50 por ciento, lo que le ahorró al distrito 22.000 dólares. También lograron evitar que llegaran a los basureros 100 toneladas de alimentos, lo que equivale a al menos cinco autobuses escolares de residuos.
Sin embargo, el mayor potencial del programa podría estar en lo que los alumnos aplican en casa. Cameryn Gale, por ejemplo, es una graduada de Horizon que presionó a su escuela secundaria para que hiciera composta (y a su madre para que comieran las sobras con más frecuencia).
Nima Raychaudhuri es otro ejemplo. Cuando le preguntaron a su madre, Manisha Mahawar, si Nima la influyó, se rió.
“¿Te refieres a cuando me dice que no puedo tomar más de cinco minutos de ducha?”, afirmó. “¿O cuando olvidé una bolsa reutilizable en Kroger y tuve que llevar las cosas en mis manos?”. Nima, una alumna de noveno grado de Hilliard, también instó a su madre para que hiciera abono con los restos de comida.
Cambiar el comportamiento de millones de hogares puede ser una tarea hercúlea. Pero cambiar el comportamiento de un hogar se puede lograr gracias a jóvenes como Nima. O Cameron. O Riley.
Dentro de unos meses, Riley se graduará de la primaria Horizon. Como alumna de sexto año, dice que seguirá comiendo los alimentos de un día antes y compostando sus desechos. Porque para ella, reducir el desperdicio de comida es “justo lo que debemos hacer”.
“Basta tomar las cáscaras de huevo y cosas por el estilo y tirarlas a un contenedor”, dijo. “No tendría que ser tan difícil”.
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