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Así se se han adaptado unos migrantes la vida en Martha’s Vineyard

En una extensa propiedad de Martha’s Vineyard, no muy lejos de la orilla del mar, Deici Cauro se ajustaba una gorra de béisbol para protegerse del sol intenso. Estaba agachada arrancando malas hierbas con las manos cuando una voz familiar la llamó desde el otro lado del patio.

“¡Macetas!”, decía su patrona y le hizo un gesto a Cauro para que la siguiera a otro jardín cercano.

“¿Vamos?”, respondió Cauro en español, preguntándose si se iban a otra parte.

“Sí, vamos, supongo, signifique lo que signifique”, le respondió su jefa en inglés usando la palabra en español, provocando que ambas mujeres se rieran a carcajadas.

Cuando Cauro huyó de Venezuela el verano pasado, nunca imaginó que un día estaría trabajando y viviendo en una exclusiva isla al sur de Cape Cod, rodeada de barcos y mansiones que solo había visto en las películas.

Han pasado nueve meses desde que el gobierno de Florida, por órdenes del gobernador Ron DeSantis, fletó dos vuelos desde Texas que recogieron a Cauro y a otros 48 migrantes recién llegados y los dejaron en Martha’s Vineyard, un enclave liberal que hasta entonces tenía poca experiencia con el aumento de la migración en la frontera entre Estados Unidos y México.

La medida política ―que se repitió este mes, cuando las autoridades de Florida organizaron dos vuelos más de migrantes desde Texas, esta vez con destino a California― fue un intento de obligar a los líderes demócratas, que están a muchos kilómetros de distancia, a enfrentar el aumento de la migración que ha afectado a los estados situados a lo largo de la frontera. Los viajes dejaron a muchos de los venezolanos confundidos y alarmados. En algunos casos les dijeron que se dirigían a Boston o Seattle, donde habría muchas oportunidades de empleo, planes de asistencia y vivienda.

Pero ese no era su destino; se trataba de Martha’s Vineyard y era el final de la ajetreada temporada de verano, cuando los veraneantes empiezan a regresar a sus casas, a las oficinas y a los colegios. No había trabajo ni lugares donde alojarlos. Los voluntarios alojaron a los recién llegados en una iglesia local y organizaron el transporte.

En pocos días, la mayoría de los migrantes se habían marchado, rumbo a otras zonas de Massachusetts y a destinos como Nueva York, Washington y Míchigan que están mejor equipados que una pequeña isla para albergar a personas que habían llegado con muy pocas cosas o nada.

Pero no todos se marcharon.

Cauro es una de al menos cuatro migrantes que se han quedado en la isla de manera discreta, estrechando lazos con una comunidad que les abrió las puertas. Cauro, de 25 años, trabaja como paisajista. Su hermano, Daniel, de 29 años, y su primo, Eliud Aguilar, de 28, han encontrado trabajo como pintores y techadores.

Primero se alojaron en casas de residentes de Martha’s Vineyard que les invitaron a pasar, y luego empezaron a ganar suficiente dinero como para tener su propia casa, y actualmente cada uno aporta 1000 dólares al mes para rentar una casa de dos dormitorios. Y ya tienen bicicletas para pasear por la ciudad.

Antes, Cauro no sabía dónde estaba Martha’s Vineyard, pero ahora dice que se siente acogida en el lugar en el que trabaja, ha hecho amigos y ahora es su hogar. Con una amplia sonrisa asegura que no quiere irse, que este es su hogar.

Los vuelos organizados por Florida se produjeron mientras los gobernadores republicanos de Texas y Arizona trasladaban en autobús a miles de migrantes lejos de la frontera, poniendo a prueba los sistemas de apoyo en ciudades como Nueva York, Washington y Chicago.

Muchos de los 49 migrantes que fueron trasladados en avión a Martha’s Vineyard siguen teniendo dificultades. Algunos aún no han obtenido permisos de trabajo y muchos continúan viviendo en albergues porque no pueden pagar una vivienda permanente.

Uno de ellos, un hombre de 42 años llamado Wilson, que huyó de Venezuela tras desertar de un grupo armado, vive en un refugio en un suburbio de Boston. Tenía la esperanza de abrir un restaurante o un negocio de reformas, pero por ahora se dedica a trabajos esporádicos y dice que está haciendo lo que puede.

“Éramos 49 migrantes y tenemos 49 historias diferentes”, dijo. “Quiero alcanzar el sueño americano como todo el mundo”.

Los cuatro migrantes que se quedaron en la isla también han tenido dificultades. Cauro dijo que todavía le resultaba difícil confiar en extraños después de la rara experiencia de haber sido dejada a la deriva por personas que ahora piensa que la utilizaron a ella, y a sus familiares, como peones políticos.

Dijo que para ella era importante pagar sus propios gastos y no convertirse en una carga para la comunidad que la acogió. Su empleadora, una mujer de unos 60 años que no quiso dar su nombre porque empleaba a alguien sin permiso de trabajo, dijo que Cauro parecía parte de la familia.

Cauro entendió lo que decía y asintió con la cabeza. “Vinimos aquí para trabajar en cualquier empleo, por duro que sea. Estamos contentos de vivir aquí”.

La vida en “la isla”, como la llaman los migrantes, se parece mucho a la nueva vida que habían imaginado. Pero llegar hasta allí fue un gran desafío. Cauro y sus familiares, que se enfrentaban a un gobierno opresivo y al colapso económico en Venezuela, salieron rumbo a Estados Unidos un mes antes de llegar a la frontera.

Su hermano, Daniel, dejó atrás a su esposa y a sus dos hijos, Daniela, de 8 años, y Reynaldo, de 2. Atravesaron el Tapón del Darién, una traicionera selva que conecta Sudamérica y Centroamérica. En México, el grupo se subió a La Bestia, una red de trenes de carga que se dirigen al norte y en la que muchos migrantes han sufrido accidentes, perdiendo miembros e incluso la vida.

Aguilar recuerda que, al llegar a la frontera de Texas, vio cómo algunas personas de su grupo se caían y eran arrastradas por la fuerte corriente del río Bravo. Aguilar dijo que fue muy duro verlos hundirse en el fondo del río.

El grupo cruzó finalmente a Estados Unidos cerca de Eagle Pass, Texas, y encontró refugio en un albergue de San Antonio. Pero tras el límite de cinco noches, volvieron a estar a la intemperie, cansados y hambrientos. Daniel Cauro recuerda que estaban desesperados.

Después de varios días, a principios de septiembre, conocieron a una mujer llamada Perla, que les dio tarjetas de regalo de McDonald’s y les ofreció un hotel y vuelos gratuitos a “Washington u Oregón”, donde la mujer dijo que encontrarían trabajo y vivienda, según recuerdan los migrantes.

Pero dicen que, 15 minutos antes de que aterrizara el avión, se dieron cuenta de que algo iba mal. A Cauro y a su grupo les entregaron carpetas rojas con una portada que decía: “Massachusetts le da la bienvenida”.

Cauro y su hermano dijeron que estaban en estado de shock y se sentían “como ganado” cuando los dejaron cerca del terreno de una escuela secundaria de Edgartown, una de las seis ciudades que forman Martha’s Vineyard, y les dijeron que tocaran las puertas de las casas. Daniel Cauro recuerda que algunas personas se desmayaron y sufrieron ataques de pánico.

El padre Chip Seadale, de la Iglesia Episcopal de San Andrés, estaba fuera de la ciudad cuando aterrizaron los vuelos, pero enseguida llamó por teléfono al enterarse de lo ocurrido. “Si no tienen dónde quedarse, vamos a alojarlos en la iglesia”, sugirió a sus colegas.

Los bomberos y los voluntarios del Ejército de Salvación instalaron catres en la iglesia y los vecinos llevaron ropa, comida y dinero. Según el padre Seadale, una mujer llegó a la iglesia en bicicleta y entregó un cheque de 10.000 dólares.

Llegaron muestras de generosidad desde todo el país, dijo, señalando una pared de la iglesia cubierta de cartas de simpatizantes. Un sobre dirigido a “La iglesia a la que llevaron los migrantes” consiguió llegar a la dirección correcta. Una carta adjunta decía: “Gracias por tratar a los migrantes como personas”.

“La comunidad se unió”, dijo el padre Seadale. Cualquiera que fuera la intención de DeSantis, dijo, “elevó el nivel de conciencia y sensibilización. Al día de hoy, siempre que digo que soy de Martha’s Vineyard, la gente me felicita por cómo lo hemos manejado”.

No todos recibieron a los recién llegados con los brazos abiertos.

Una residente veterana, Angela Cywinski, dijo que la llegada de los migrantes ponía a la comunidad en una situación difícil, tratando de albergar a personas que no podían ser contratadas de manera legal en restaurantes u hoteles. La mayoría de los trabajadores migrantes de la isla han invertido el tiempo y el dinero necesarios para obtener un estatus legal. Cywinski dice que conoce a migrantes de Brasil que gastaron hasta 60.000 dólares y han esperado años para obtener visas que les permitan vivir legalmente en la isla. “No es justo que la gente se salte la fila”, afirmó.

Cauro y otros han tenido que buscar trabajos informales hasta que se aprueben sus permisos de trabajo, algo que suele llevar varios meses como parte del proceso de asilo.

Rachel Self, abogada de inmigración que ha trabajado con las personas migrantes, dijo que los venezolanos están trabajando duro y se pagan sus propios gastos.

Un domingo por la tarde, Self llegó a la casa donde vivían los venezolanos, en una calle tranquila. Estaban escuchando salsa y cocinando caldo de res, una sopa muy común en Venezuela. Durante la cena se reían y hacían planes para visitar la casa de la abogada y también la playa cercana que se hizo famosa por la película Tiburón.

Dijeron que Martha’s Vineyard no es el lugar que habían imaginado para ellos, pero se ha convertido en el lugar donde esperan echar raíces. Daniel Cauro dijo que le gustaría traer a su esposa y sus dos hijos de Venezuela cuando su propio estatus legal estuviera asegurado.

Cuando su familia lo llama por FaceTime, les pide que tengan paciencia. Tiene un año sin verlos, pero promete que no tardará mucho más.

Su hijo de 2 años, Reynaldo, con un sombrero de paja que rara vez se quita, siempre le pregunta cuándo volverá a casa.

Cauro le responde que ya está en casa. Un día, le recuerda a su hijo, también estará en casa con él.

Edgar Sandoval es reportero de la sección Nacional y escribe de la gente y los lugares del sur de Texas. Antes fue reportero en diarios en Los Ángeles, Pennsylvania y Florida. Es autor de The New Face of Small Town America. @edjsandoval

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