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Bolsonaro podría ser derrotado. Y parece demasiado bueno para ser verdad

SÃO PAULO, Brasil — “Si Dios quiere, seguiré”, dijo Jair Bolsonaro a mediados de septiembre. “Si no, me quitaré la banda presidencial y me retiraré”.

Parece demasiado bueno para ser verdad. Después de todo, Bolsonaro ha pasado buena parte de este año sembrando dudas sobre el proceso electoral y al parecer preparando el terreno para rechazar los resultados. El ejército, de manera ominosa, quiere llevar a cabo un recuento paralelo de los votos. La amenaza se respira en el aire: el 67 por ciento de los brasileños temen que haya violencia política y puede que algunos no se arriesguen a ir a votar (algo muy importante en un país donde es obligatorio votar). Todo el mundo habla de un posible golpe de Estado.

En medio de esta incertidumbre, hay un hecho al cual aferrarse: Luiz Inácio Lula da Silva, el expresidente de izquierda, encabeza las encuestas, con un 50 por ciento de intención de voto en comparación con el 36 por ciento de Bolsonaro. Cuatro años después de que fue expulsado de la escena política, con acusaciones de corrupción y lavado de dinero, que luego se demostró que, en el mejor de los casos, fueron dudosas desde el punto de vista procesal y, en el peor, que tuvieron motivaciones políticas, Da Silva está de vuelta para terminar el trabajo. Teniendo en cuenta las pruebas disponibles, todo parece indicar que ganará: si no el mismo domingo, con más del 50 por ciento de los votos, entonces en la segunda vuelta electoral, el 30 de octubre.

Los brasileños estamos conteniendo el aliento. Las próximas semanas podrían poner fin a una época sombría, liderada por uno de los peores mandatarios de nuestra historia, o podrían llevarnos aún más a la catástrofe y la desesperación. Hay mucho que digerir. En lo personal, decidí pasar más tiempo durmiendo y limpiando la casa, mis cortinas nunca se habían visto tan blancas (originalmente eran color crema). Sin embargo, sin importar lo mucho que me distraiga, nada alivia mi aprehensión de que las cosas puedan salir terriblemente mal.

En apariencia, todo parece estar en calma. Un extranjero que camine por las calles no sentiría que estamos a punto de celebrar elecciones presidenciales. Al mirar por la ventana, observo que las banderas brasileñas —que han llegado a representar el apoyo a Bolsonaro— han sido retiradas de las fachadas vecinas. Una señal ambigua: podría ser una respuesta anticipada a la derrota o la calma antes de la tormenta. Ni siquiera entre amigos y familiares se habla mucho sobre las elecciones; las líneas se trazaron en 2018 y no se han movido gran cosa desde entonces.

Sin embargo, a pesar de toda la polarización social, sigue habiendo aquí un enorme apoyo a la democracia: el 75 por ciento de los ciudadanos piensa que es mejor que cualquier otra forma de gobierno. Desde el principio, Da Silva ha intentado explotar ese sentimiento común y abrir un amplio frente contra Bolsonaro. Escogió a un antiguo adversario de centroderecha, Geraldo Alckmin, como su compañero de fórmula; se acercó con insistencia a los líderes empresariales y se aseguró de contar con el apoyo de figuras importantes de centro. En este ambiente de camaradería, los partidarios del candidato de centroizquierda, Ciro Gomes, que en estos momentos tiene alrededor de un 6 por ciento del voto en las encuestas, podrían incluso dar su voto al expresidente. Si eso ocurre, es casi seguro que Bolsonaro pierda las elecciones.

Esa gloriosa posibilidad no ayuda a disipar la ansiedad que envuelve al país. Es físicamente imposible no obsesionarse con lo que podría suceder. Las posibilidades son aterradoras: las encuestas podrían equivocarse y Bolsonaro podría ganar. Las encuestas podrían estar en lo cierto y Bolsonaro podría negarse a aceptar la derrota e incluso dar un golpe de Estado. Cada día parece tener la duración de un día en Venus —de alrededor de 5832 horas— a juzgar por la agitación de mi feed de Twitter.

Sencillamente, hay demasiado en juego. Por un lado, el proceso democrático mismo, que el propio presidente ha puesto en entredicho. Por otro, está el futuro de nuestro poder judicial. El año próximo, habrá dos lugares vacantes en el Supremo Tribunal Federal, de un total de 11 magistraturas. Si Bolsonaro se mantiene en el poder seguramente aprovechará la oportunidad de elegir a jueces de extrema derecha como lo hizo con sus dos últimos nombramientos. Estaríamos ante una reconfiguración del poder judicial al estilo de Trump.

Luego, está la cuestión del medioambiente. En lo que va del año, se han registrado más incendios forestales en la Amazonía brasileña que en todo 2021, que fue de por sí bastante catastrófico. Desde comienzos de septiembre, densas columnas de humo cubren varios estados del país. Durante la presidencia de Bolsonaro, la deforestación ha aumentado, las agencias ambientales han sido desmanteladas y las muertes de indígenas se han incrementado. Revertir estas políticas ambientales desastrosas no podría ser más urgente.

Además, un nuevo gobierno podría cambiar el fatídico destino de 33 millones de personas que viven en un estado de privación de alimentos y hambruna, por no hablar de los 62,9 millones de personas (o un 29 por ciento de la población) que vive por debajo de la línea de la pobreza. También podría disminuir la cantidad de armas de fuego en nuestras calles, que, con Bolsonaro, ha alcanzado la preocupante cifra de 1,9 millones. Y, por último, los brasileños podrían comenzar a sanar el trauma de las 685.000 muertes por COVID-19.

Pero antes de todo eso, hay un primer paso necesario: obligar a Jair Bolsonaro a salir. Luego, podremos volver a respirar tranquilos.

Vanessa Barbara es editora del sitio web literario A Hortaliça, autora de dos novelas y dos libros de no ficción en portugués y colaboradora de la sección de Opinión del Times.

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