SOYAPANGO, El Salvador — Los soldados llegaron de madrugada y cerraron todo un municipio en San Salvador, la capital de El Salvador. Los efectivos detuvieron autos, obligaron a los pasajeros a bajarse de los autobuses y les ordenaron a los hombres que se levantaran las camisas y mostraran que no tenían tatuajes de pandillas.
Para muchas personas de esta comunidad, que alguna vez estuvo controlada por pandillas, esa demostración de fuerza fue bienvenida.
“Antes los pandilleros aquí mandaban”, dijo María, dueña de un comercio que pidió que no se publicara su apellido por motivos de seguridad. “Ahora ya casi no hay pandilleros”.
En marzo, un estallido de violencia de las pandillas dejó más de 60 muertos durante el día más sangriento del país desde la guerra civil de El Salvador hace 30 años, y entonces el gobierno del presidente Nayib Bukele actuó rápidamente para declarar un régimen de excepción, suspendiendo algunos derechos constitucionales clave.
Se suponía que la medida sería temporal, un medio para restaurar rápidamente el orden público y darle al gobierno mayor libertad para imponer medidas enérgicas a nivel nacional contra los grupos del crimen organizado, como la brutal pandilla MS-13, que durante mucho tiempo ha aterrorizado a esta nación centroamericana.
Pero más de ocho meses después, el decreto de emergencia sigue vigente, los militares patrullan las calles, los arrestos masivos son un hecho diario y las cárceles están llenas al máximo de su capacidad, lo que prácticamente ha llevado a El Salvador al borde de convertirse en un Estado policial.
Ahora, un informe de Human Rights Watch que se publicará el miércoles ofrece una revisión integral del enfoque de mano dura de Bukele, que documenta una campaña de arrestos arbitrarios, torturas y muertes bajo custodia durante el régimen de excepción.
“Es la receta perfecta para los abusos y las violaciones de derechos humanos”, dijo Juan Pappier, investigador sénior de Human Rights Watch.
El secretario de prensa del presidente no respondió a una solicitud de comentarios, pero Bukele, en un discurso ante la Policía Nacional el mes pasado, rechazó las críticas internacionales a sus tácticas y elogió a las fuerzas del orden público por combatir el crimen.
“Ustedes están llevando paz a los salvadoreños”, dijo.
A pesar de las condenas que esa estrategia ha recibido en el extranjero y entre los grupos de derechos humanos nacionales, la política de Bukele parece estar logrando algunos de sus objetivos: los homicidios se han reducido drásticamente, mientras que los vecindarios que alguna vez estuvieron tan invadidos por las pandillas que no era seguro entrar en ellos, ahora experimentan una relativa calma.
Entre enero y finales de octubre, 463 personas fueron asesinadas en El Salvador, una caída del 50 por ciento en comparación con el mismo periodo del año pasado, según un documento de la Policía Nacional obtenido por Human Rights Watch y Cristosal, un grupo de defensa salvadoreño.
La imagen que resulta subraya una tensión fundamental: en un país traumatizado por una guerra de pandillas crónica, la represión ha traído un respiro de la violencia, superando los temores de un retroceso democrático y dándole influencia a un líder cada vez más autocrático para ejecutar sus políticas.
“Antes yo no podía entrar en esta colonia por los mareros”, dijo Ricardo, un comerciante callejero de 37 años en el barrio Las Margaritas de San Salvador, quien pidió no revelar su apellido por motivos de seguridad.
La extorsión, una fuente de ingresos clave para las pandillas, también parece haberse desplomado. Según el ministro de seguridad del país, los casos de extorsión se han reducido en un 80 por ciento desde que comenzó el régimen de excepción. La cifra es difícil de verificar de forma independiente, pero varios líderes empresariales entrevistados por The New York Times dijeron que la extorsión se había reducido significativamente.
Si bien la falta de transparencia del gobierno de Bukele dificulta evaluar la credibilidad de los datos oficiales sobre la delincuencia, los expertos dicen que no hay duda de que se ha producido una reducción notable de la violencia desde el inicio del decreto de emergencia.
“Este crackdown ha sido sin precedentes”, dijo Tiziano Breda, analista de Centroamérica en International Crisis Group, una organización de investigación independiente. “Esto, sin duda, ha debilitado a las pandillas”.
Pero si los grupos criminales han sido paralizados, también se han visto afectadas muchas de las libertades civiles de El Salvador.
Desde marzo, la Asamblea Legislativa, controlada por el partido de Bukele, ha aprobado leyes que permiten que los jueces encarcelen a niños de hasta 12 años, han restringido la libertad de expresión, además ampliaron el uso de la prisión preventiva y permiten que fiscales y jueces juzguen a personas en ausencia.
Sin embargo, los índices de aprobación de Bukele, según las encuestas, se han mantenido por encima del 80 por ciento, lo que sugiere que muchos salvadoreños anhelan una mayor seguridad, incluso si eso significa un sistema más represivo.
“Estaban tan desesperados por los niveles de violencia y el control de las pandillas”, dijo José Miguel Cruz, experto en violencia de pandillas en El Salvador de la Universidad Internacional de Florida, “que aceptarán esa especie de trato con el diablo”.
El aumento de la violencia de las pandillas en países de la región ha hecho que algunos gobiernos adopten estrategias severas similares. El gobierno de Honduras declaró el estado de emergencia la semana pasada en dos de las ciudades más grandes del país para enfrentar la violencia de las pandillas, suspendiendo algunos derechos constitucionales. Jamaica impuso un decreto similar el mes pasado en Kingston, la capital, y en otras partes del país.
Sin embargo, aunque haya menos violencia en El Salvador es probable que esa caída sea temporal si no se abordan las causas más profundas, incluida la pobreza extrema y la corrupción, según advierten algunos analistas.
Y encarcelar indiscriminadamente a hombres jóvenes que es posible que no hayan hecho nada malo junto con miembros de pandillas podría dar lugar a una gran población de jóvenes descontentos que podrían ser más fáciles de reclutar para las pandillas.
“Se ha demostrado que las políticas similares de encarcelamiento masivo y de mano dura en El Salvador, y en el resto de la región, que a largo plazo no logran resultados sostenibles y vuelven a traer picos de violencia en el país”, dijo Pappier.
El régimen de excepción se ha utilizado como un instrumento contundente, según el informe de Human Rights Watch, y los comandantes de policía establecieron un sistema de cuotas que requiere que los oficiales arresten a cierta cantidad de personas todos los días.
El sistema penitenciario está en un punto de quiebre, con cerca de 100.000 personas tras las rejas al mes de noviembre, más de tres veces la capacidad del sistema penitenciario del país. Al menos 90 personas han muerto bajo custodia desde que comenzó el régimen de excepción. Human Rights Watch documentó al menos dos casos en los que las autoridades aparentemente no proporcionaron a los detenidos la medicación necesaria.
La represión no solo ha afectado a los pandilleros, sino también a niños, mujeres y personas con discapacidades físicas y mentales. Algunos vecinos de barrios pobres que antes temían a los pandilleros, dicen que ahora le temen más a la policía salvadoreña.
“El gobierno puede hacer más cosas en contra de uno”, dijo Hilda Solórzano, de 34 años, quien vive en el pueblo de Jucuapa, en el oriente del país.
El hermano menor de Solórzano, Adrián, de 30 años, fue arrestado en abril y acusado de terrorismo. “Fue un shock cuando llegó la policía y dijo que tenían que llevárselo”, explicó y agregó que su hermano no había hecho nada malo.
Según Solórzano, Adrián finalmente fue trasladado a una notoria prisión conocida comúnmente como Mariona, cerca de la capital, antes de que se le ordenara permanecer seis meses en prisión preventiva.
Luego, el 5 de julio, representantes de una funeraria llegaron a la casa de la familia y les dieron la noticia: Adrián estaba muerto. Había sido estrangulado mientras estaba bajo custodia. Aún no se sabe cómo fue asesinado o por quién.
Solórzano, quien identificó el cuerpo de su hermano, dijo que el gobierno no ha proporcionado ninguna explicación y rechazó la solicitud de la familia de un informe oficial de la autopsia.
“En las noches yo me acuesto y cierro mis ojos y yo veo la imagen de él cuando lo voy a recoger”, dijo.
Ahora, Solórzano teme que, como ha estado hablando sobre el caso, también pueda convertirse en un objetivo.
“Cuando salgo de mi casa a mi trabajo yo tengo miedo”, dijo. “Yo temo que algún día me vayan a venir a decir: ‘Usted también va presa’”.
Bryan Avelar reporteó desde Soyapango, El Salvador, y Oscar Lopez, desde Ciudad de México.