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Cecilia Vicuña y la geografía espiritual del arte

La palabra quipu significa “nudo” en quechua, una metonimia del sistema de inscripción de cuerdas anudadas desarrollado en los Andes hace más de 5000 años. La mayoría de los estudiosos se han centrado en la función administrativa del quipu en el imperio inca: los cronistas coloniales describen a los burócratas que utilizaban los quipus para registrar los pagos de tributos, los horarios de trabajo, la información de los censos, los inventarios, los juicios penales, los calendarios, las rutas y los sacrificios rituales. Los mensajeros cruzaban corriendo la Cordillera para llevar los mensajes de los quipus, y los maestros de los quipus mantenían cuidadosos archivos en Cusco, la capital imperial. En su libro Los Quipocamayos Frank Salomon escribió que “no se conoce ningún colono español temprano que haya hecho un esfuerzo concertado” para alfabetizarse en los quipus y que, en 1583, el Tercer Concilio de Lima proscribió los quipus y persiguió a los maestros conocidos de este arte. Durante más de un siglo —mucho más de lo que se cree— los habitantes andinos siguieron manteniendo en secreto formas de inscripción más locales y vernáculas: anudando trozos de paja para manejar los rebaños, o usando cordeles para seguir las confesiones y recordar los catecismos mientras eran cristianizados a la fuerza. Pero el sistema coordinado del imperio incaico se perdió.

En su mayoría, los académicos han renunciado al sueño de “descifrar” el código del quipu. No existe una piedra de Rosetta para los quipus, porque los quipus no estaban “en” quechua ni en ninguna otra lengua hablada. En cambio, toda una serie de elementos —el color y el material de las fibras retorcidas, las formas y el espaciado de los nudos— tenían un significado, y determinadas combinaciones correspondían a ideas, objetos y actividades del mundo andino. Una vez extraídos de su contexto social —los ejemplares que sobreviven suelen ser “sin procedencia”, es decir, saqueados— es casi imposible relacionar un quipu concreto con una de las muchas funciones que sabemos que desempeñaban. Hoy en día nadie puede afirmar que está completamente alfabetizado en los quipus, pero los andinos aún conservan elementos de la visión del mundo que el quipu ayudó a crear.

Vicuña me dijo que le sobrevino una “locura de admiración” cuando conoció el “quipu virtual” llamado ceque: las 41 líneas de visión invisibles que la gente tenía en mente, y que conectaban Cusco con los templos y las fuentes de agua a través de los Andes. El antropólogo John Howland Rowe observó cómo estas líneas de visión estaban “bellamente adaptadas al sistema inca de registro en cuerdas anudadas”. Había una relación recíproca entre el sistema de quipu y el modo en que los andinos cartografiaban su entorno y organizaban la experiencia. Era posible destruir el quipu físico, pero era más difícil borrar las huellas de una geografía espiritual en la mente de los andinos. “Estar dentro de la cabeza es lo más precioso que tiene el arte”, escribió Vicuña en el texto mural de su primera exposición en un museo. “Una persona que lo tiene, percibe de otro modo y encuentra ‘obras’ en todas partes, en los semáforos, en los dibujos de asfalto… así esta persona se sentirá parte de una energía mayor”.

En 1994, Vicuña realizó una performance llamada ‘‘Ceq’e’’ en la calle Franklin, cerca de su loft. Todo lo que sobrevive es una fotografía de su palma abierta enredada en lana roja y amarilla, con cinco hilos que se extienden como dedos más allá del marco. Proyectan una sombra sobre el asfalto, como si produjeran un clon psíquico. Vicuña me dijo que había imaginado su propia mano como Cusco, el centro espiritual del sistema ceque. Para ella, el quipu y el ceque —los considera un solo sistema— tienen que ver tanto con el cuerpo como con el cosmos. “Esta multidimensionalidad”, dice, “siempre me ha llamado”. Tal vez por eso las obras de su serie ‘‘quipu’’ se han manifestado de forma tan variada, incluyendo performances, caligramas, instalaciones sonoras, videos y tejidos específicos. Pero todavía hay algo que decir sobre el trabajo manual con las técnicas tradicionales. En 1991, hizo un quipu que nunca expuso, practicando el característico nudo largo y trenzando dos colores de hilo en algunos colgantes. Quería sentir cómo eran esos movimientos, convocarlos a la superficie de su propia piel.

Cuando fui a ver un par de quipus en un almacén del Museo de Brooklyn —levantaron capas de papel de seda para dejarme manipular con cuidado los delicados nudos de color crema y café—, lo que más me conmovió fueron los pocos cordones del final que no habían sido atados, que aún esperaban futuras inscripciones. En su poema “Entrando”, Vicuña venera “‘el quipu que no recuerda nada’ / una cuerda vacía”, y yo siempre había entendido esa línea como una expresión de duelo por el conocimiento indígena perdido. Pero en presencia de estos quipus originales, también vi el simple hecho de la “cuerda vacía” como una invitación abierta a aprovechar el potencial expresivo de la tecnología. Incluso cuando nos dicen que no queda nada que recordar, el deseo de recordar —de volver al material, de imitar los gestos— nos da algo que podemos utilizar. La práctica engendra conocimiento, o al menos nuevas formas de conocimiento. ¿Qué puede significar escribir sin palabras? ¿Cómo nos entretejemos en historias que nunca hemos escuchado?

Su nueva instalación en el Guggenheim aborda estos temas. ‘‘Quipu del exterminio / Extermination Quipu’’ incluye una trinidad de esculturas colgantes —rojo, negro y blanco— situadas en la bahía de dos pisos de la primera rampa. Cuando la visité por primera vez, todavía estaba montando la escultura blanca: pude ver todos los elementos dispuestos en tres largas mesas, como reliquias que esperan un análisis forense. Pero Vicuña estaba rescatándolos de ese destino estático: en lugar de ello, los estaba inscribiendo en una historia más amplia sobre cómo podríamos restaurar nuestras conexiones con la tierra devastada. Las dos primeras esculturas, ya terminadas, parecían haber sobrevivido a un desastre natural —Pablo León de la Barra, uno de los curadores de la exposición, las llamó “esqueletos”—, como si el ciclón blanco de Frank Lloyd Wright hubiera arrancado la carne del hueso.

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