En política, quizá tema que alguien lo apuñale por la espalda después de hacerse de enemigos mediante una campaña anticorrupción que duró décadas en las que miles de funcionarios —quizá incluyendo a posibles rivales políticos— fueron castigados, y está redoblando la represión debido a su instinto de autopreservación.
En el frente económico, enfrenta crisis complejas con una economía que está ralentizándose drásticamente, un colapso del sector inmobiliario y un desempleo récord entre los jóvenes. Esos problemas se han visto exacerbados debido a los controles de covid y la campaña de “prosperidad común” de Xi, una estrategia para reducir la desigualdad y abordar el comportamiento monopólico de las grandes firmas tecnológicas y otras compañías privadas, la cual fue enfatizada el año pasado con medidas regulatorias estrictas y abruptas que han alarmado a los inversionistas. La represalia del mercado fue intensa: en cuestión de meses, se evaporó más de un billón de dólares en valores en muchas de las compañías más innovadoras de China.
En materia de política extranjera, Xi ha proyectado una ambición de desafiar el dominio estadounidense. El manejo caótico de la pandemia por parte del gobierno de Trump provocó que Xi presumiera que “Oriente está ascendiendo y Occidente está en declive”. Sin embargo, su actitud triunfal fue prematura. China está lejos de estar en la misma posición de Estados Unidos en cuanto a poder económico, militar o tecnológico. Y aunque la democracia estadounidense está en crisis, Estados Unidos sigue siendo fuerte, una verdadera superpotencia y un país libre capaz de criticarse y renovarse. Xi critica a Occidente por buscar contener a China, pero su orgullo y su enfoque agresivo ayudaron a traer a colación esa amenaza.
No cabe duda de que Xi no tiene intención de abandonar por completo el éxito capitalista que rejuveneció a China y le proporcionó respeto e influencia a nivel mundial. Y tiene el mérito de haberse enfrentado a graves problemas que sus predecesores escondieron bajo la alfombra, sobre todo la corrupción y la desigualdad económica. Su visión de una China poderosa, respetada en el contexto mundial, está justificada por el tamaño y el peso económico de su país.
No obstante, abordar esta serie de problemas en China requerirá pasos mesurados que Xi no parece dispuesto a dar. Para ahogar los incendios en la economía china, se debe comenzar con una relajación de las restricciones de covid y la importación de vacunas más efectivas, algo que su gobierno ha evitado. Estas no serán soluciones milagrosas, pero son los primeros pasos necesarios que rendirán resultados a largo plazo para aliviar el estrés que siente el pueblo chino y para asegurarles a los inversionistas que su equipo de líderes no ha perdido toda la sensatez.
Xi ha hundido a China en un círculo vicioso: un líder orgulloso y autoritario, que no le responde a la sociedad y que no se ve desafiado ni por sus propios asesores, toma malas decisiones de política, lo cual agrava sus problemas, exacerba sus temores de una revuelta y provoca más represión.
Las consecuencias de su decisión de enfatizar la seguridad por encima del florecimiento económico serán globales. China es la segunda economía más grande del mundo y el socio comercial más grande de decenas de países. Una desaceleración económica prolongada en China aumentará el riesgo de una recesión global, y muchos países compartirían el problema. A largo plazo, quizá haya ganadores conforme la competitividad menguante de China acelere un cambio en las cadenas globales de suministro hacia otras economías emergentes. Sin embargo, si China se retrae, perderá. Las compañías tecnológicas chinas ya se están expandiendo en el extranjero para compensar el entorno nacional restrictivo.