Sin embargo, en 2013, eso empezó a cambiar. Cuando estallaron las revueltas populares, los grupos de derecha intentaron diferenciarse de los manifestantes de izquierda cubriéndose con la bandera brasileña y usando la camiseta de la selección nacional. Los “verde-amarelo”, como llegaron a ser conocidos, en su mayoría protestaban contra la corrupción y atacaban al Partido de los Trabajadores, de centro-izquierda, al que pertenecía la presidenta Dilma Rousseff. En la Copa Confederaciones de ese año, cuya sede fue Brasil, miles de aficionados abuchearon a Rousseff.
Fue una señal de lo que estaba por venir. En las protestas que llevaron a la destitución de Rousseff en 2016, los manifestantes vestidos con la camiseta amarilla pidieron la intervención militar y se tomaron selfis con agentes de la policía militar. Cuando Bolsonaro comenzó su campaña presidencial en 2018, la selección de fútbol ya estaba firmemente asociada a una agenda de derecha.
Durante su mandato, se volvieron inseparables cuando sus simpatizantes tomaron las calles para exigir el cierre del Supremo Tribunal, el levantamiento de las restricciones pandémicas y el fin del voto electrónico. En estas concentraciones, la camiseta nacional compartió el espacio con símbolos de la extrema derecha como banderas neonazis, pancartas con consignas antidemocráticas e incluso antorchas tiki.
¿Y el equipo? Aunque varios futbolistas fueron activos al darle la bienvenida a Bolsonaro a la presidencia, no estaba claro cuál era la posición política de la escuadra. Dio la impresión de que la Copa América de 2021 —de la cual Brasil fue una sede controvertida después de que Colombia y Argentina se negaron a albergarla, al alegar inquietudes en torno a la pandemia— puso las cosas en su sitio. Tras una reunión, el equipo decidió seguir adelante con la competencia, pero enfatizó que no se trataba de una decisión “política”. Para muchos, este consentimiento parecía demostrar que el equipo nacional en esencia se había dejado influir por Bolsonaro.
Eso no es del todo justo. A lo largo de los cuatro años de gobierno de Bolsonaro, el apoyo explícito al presidente desde dentro de la plantilla fue poco común. Algunos jugadores, como Richarlison, delantero del Tottenham, se expresaron en contra de la politización del equipo. Paulinho, un joven y prometedor delantero, incluso declaró su apoyo para el rival de Bolsonaro en las elecciones, Luiz Inácio Lula da Silva. Por supuesto, la mayoría de los jugadores prefiere mantener un perfil bajo.
No obstante, como todo el mundo sabe, una selección nacional es mucho más que la suma de los jugadores individuales que la componen: es un símbolo. En Brasil, el enredo entre el deporte y la política ha producido algo extraño: una selección nacional que se asocia casi en su totalidad con un proyecto político divisivo y ahora, tras la ajustada victoria de Lula en octubre, con un político derrotado.
Las cosas tal vez no sigan ese curso. En Catar, Richarlison ofreció el momento más memorable, con su asombroso gol contra Serbia; Neymar, tras perderse dos partidos por una lesión, no pudo levantar al equipo hacia el triunfo. En casa, hay sentimientos encontrados. La actuación del equipo, que osciló entre lo sublime y lo aburrido, generó falsas expectativas.