Primero que nada, debo decir un poco más sobre nosotras. La mayoría de las mujeres que enviudan cada año tienen más de 65 años, y por lo general sobreviven a sus parejas por muchos años. Las viudas tienen más probabilidades que las mujeres casadas de ser pobres. Es más común que los hombres viudos vuelvan a casarse (y suelen casarse con mujeres más jóvenes) que las mujeres viudas lo hagan. Los hombres y mujeres estadounidenses negros enviudan a edades más tempranas que los estadounidenses blancos. Cerca del 24 por ciento de los estadounidenses negros entre 65 y 74 años son viudas o viudos, comparado con solo el 15 por ciento de los estadounidenses blancos.
No todas las viudas sufren por su pérdida. Para algunas, la agonía de sus parejas fue tan terrible que la muerte es algo compasivo y, por lo menos al principio, lo que la viuda siente es alivio. Muchas de las viudas mayores tienen hijos adultos que pueden ayudar a sus madres a sentir que sigue habiendo alguien que las ama. Una de las principales maneras en las que yo soy distinta es que nunca tuve hijos (ni hermanos). Cuando tenía cerca de treinta años y me diagnosticaron cáncer de mama, un doctor me recomendó no tener hijos. Quizá no los hubiera tenido incluso sin su recomendación; era la década de los setenta y yo era lo que se conocía como una mujer enfocada en su carrera. Muchos años después, cuando descubrimos que un colonoscopista que consultó mi esposo, Ed, supuestamente no detectó la evidencia de un cáncer de colon avanzado y nos enteramos que Ed estaba desahuciado, bromeábamos con adoptar a un hijo de 60 años.
Ed y yo nos casamos tarde. Él tenía 42 y yo 43. Tuvimos poco menos de 42 años de vida juntos. Improbablemente, fueron años maravillosos. Digo “improbablemente” porque éramos muy distintos: él, un matemático wasp (blanco, anglosajón y protestante) del Medio Oeste estadounidense, y yo, una judía de Nueva York cuya peor materia en la escuela fue, obviamente, matemáticas. Pero funcionamos. Más que funcionamos. Ambos nos sentíamos intoxicados de buena fortuna por habernos encontrado. Cuando caminamos a casa de vuelta del consultorio del doctor después de enterarnos que Ed tenía dos años de vida (en esta época te dicen las cosas directas), Ed quería hablar sobre lo afortunados que habíamos sido y que seguíamos siendo. Y cuando llegamos a casa y nos sentamos en la sala, con nuestros abrigos puestos todavía y el cielo se estaba oscureciendo, dije que quería, anhelaba desesperadamente, escribirle al colonoscopista que pareció no haber notado el cáncer avanzado de Ed para desahogarme con él. Pero Ed me dijo que no. “Tengo dos años de vida, y no vamos a pasar ni un momento de ese tiempo enfadados. No voy a escribirle a ese doctor ni tú tampoco. Vamos a olvidarnos de él y a ser tan felices como podamos”.
Y eso fue lo que hicimos. Bueno, eso fue lo que él hizo. Una buena parte del tiempo, yo estaba fingiendo.
Las parejas sin hijos como nosotros por lo general tienen una vida social muy amplia, y durante la pandemia, gracias a Zoom, seguimos empeñados en mantener la nuestra. Pero conforme Ed se enfermaba más y tenía que tomar medicinas más potentes —gracias, hospicio— tuvimos que limitar el tiempo que pasábamos con nuestros amigos. Ed siguió trabajando en su libro de matemáticas. ¿Mencioné que estaba escribiendo un libro de matemáticas en esos años que sabía que moría? Logró terminarlo cuatro días antes de morir y el libro, increíblemente, acaba de ser publicado. Estoy pensando en hacer una fiesta con amigos cercanos. Primero, sin embargo, tengo que ponerme en un estado de ánimo de fiesta, no en el que estoy ahora. Lo estoy intentando. Un psiquiatra me ayuda. Es la misma persona a la que consultaba antes de casarme con Ed; nunca había sido buena eligiendo parejas y pensaba entonces que estaba cometiendo otra equivocación. El psiquiatra no lo creyó así. Y tuvo razón, obviamente. En fin, conseguí su correo, y le escribí. Me contestó que 1) sí, seguía vivo y 2) seguía trabajando. Y desde hace un año más o menos ha estado intentando que me anime. Bueno, eso no es preciso. Principalmente, quiere ayudarme a salir del agujero oscuro en el que parece que sigo metida.