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¿Cómo podía negarle ser padre?

En Austin, nuestras vidas empezaron a separarse. Antes, escribir había sido mi afición secreta, y mi esposo mi primer lector, editor y animador, todo en uno. Ahora era mi carrera, mi vida social y mi trabajo. Salía con otros escritores y mantenía largas conversaciones sobre poetas que mi esposo no conocía, libros que no había leído y personas que no había conocido. En verano, solía asistir a talleres y residencias, dejando a mi marido solo en los abrasadores veranos de Texas durante meses.

“Ya no siento que estemos juntos en esto”, me dijo.

“Claro que sí”, le dije. ¿No nos acababan de aprobar la tarjeta de residencia, que por fin significaría la estabilidad por la que habíamos trabajado durante una década?

Cuando terminé mi programa, empecé a solicitar trabajos académicos, muchos en pueblos rurales a los que mi esposo no podría trasladarse. Pensé que ya nos las arreglaríamos. Ya habíamos experimentado con la larga distancia. Incluso él podría trabajar de manera remota.

“¿Cuándo dejaremos de mudarnos?”, me preguntó. “¿Por qué sigues tratando de irte?”.

Eso me detuvo. La pregunta implícita, sobre si tener hijos, por supuesto, era una que habíamos evitado durante años.

Entonces dijo: “Si te vas, no sé si te seguiré”.

Por primera vez, me enfrenté a la posibilidad de perderlo. No podía ignorar el hecho evidente de que todo lo que mi marido había hecho durante una década era apoyar mis decisiones, renunciando a oportunidades para estar conmigo. Por supuesto, la reciprocidad no es razón para tener un hijo. Pero, ¿qué hacer cuando la persona a la que más quieres quiere algo que tú puedes darle?

Nos volvimos descuidados con los anticonceptivos. Pensaba que las probabilidades de concebir eran bajas, incluso para las parejas que lo intentaban. Nunca pensé que me embarazaría. Hasta que allí estaba yo, haciéndome una prueba tras otra y rompiendo a llorar estúpidamente.

Después de 12 años, creía entender cuánto quería mi esposo tener una familia, pero había subestimado con creces su deseo. En esos pocos días se sintió más feliz que nunca. En cuanto a mí, tenía náuseas, depresión y miedo. Pero la alegría de mi esposo empezó a ser contagiosa. En nuestra primera cita prenatal, sentí un atisbo de algo más. No felicidad exactamente, sino curiosidad, incluso entusiasmo.

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