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Con Afganistán bajo su control, los talibanes retroceden el tiempo


KABUL, Afganistán — A las niñas se les prohíbe asistir a las escuelas secundarias y a las mujeres viajar a cualquier distancia considerable sin un pariente masculino. Los hombres en las oficinas del gobierno recibieron instrucciones de dejarse crecer la barba, vestir ropa tradicional afgana y gorro de oración, y suspender labores al momento de rezar.

La música está oficialmente prohibida, y los noticiarios, programas de televisión y películas extranjeras han sido retirados del aire. En los puestos de control de las calles, la policía de la moral reprende a las mujeres que no se cubren completamente de pies a cabeza con burkas y tocados.

Tras un año de gobierno talibán, Afganistán parece haber retrocedido en el tiempo. Los nuevos gobernantes del país, triunfantes tras dos décadas de insurgencia, han reinstaurado un emirato regido por una estricta interpretación de la ley islámica y han promulgado una avalancha de edictos que recortan los derechos de las mujeres, institucionalizan las costumbres patriarcales, restringen a los periodistas y borran de hecho muchos vestigios de la ocupación y el esfuerzo de construcción nacional liderados por Estados Unidos.

Para muchos afganos —en particular las mujeres de las ciudades— la sensación de pérdida ha sido devastadora. Antes de que los talibanes se hicieran con el poder, algunos jóvenes concretaban sus ambiciones de convertirse en médicos, abogados y funcionarios del gobierno, y también exploraban las oportunidades internacionales.

“Ahora ha desaparecido… todo”, dijo Zakia Zahadat, de 24 años, que solía trabajar en un ministerio del gobierno después de obtener un título universitario. En la actualidad está confinada en su casa, dijo. “Hemos perdido el poder de elegir lo que queremos”.

Para hacer cumplir sus decretos y acabar con la disidencia, el nuevo gobierno talibán ha empleado tácticas propias de un Estado policial, como los allanamientos puerta a puerta y las detenciones arbitrarias, lo que ha provocado la condena generalizada de los observadores internacionales de derechos humanos. Estas tácticas han creado un trasfondo de temor en las vidas de quienes se oponen a su gobierno, y han dejado al país al margen de millones de dólares en ayuda al desarrollo y asistencia extranjera mientras se desliza de nuevo hacia el estatus de Estado paria.

Este aislamiento internacional está agravando la crisis económica y humanitaria en la que se encuentra sumido el país desde que el gobierno respaldado por Occidente se derrumbó el año pasado, y es probable que la alienación del país se profundice, ya que este mes los funcionarios estadounidenses acusaron a los talibanes de albergar al líder de Al Qaeda.

Millones de personas se quedaron sin trabajo después de que prácticamente de la noche a la mañana desaparecieran puestos de trabajo en embajadas, ejércitos y ONG extranjeras; niños desnutridos han inundado los hospitales de Kabul en los últimos meses y más de la mitad de la población se enfrenta a una inseguridad alimentaria que pone en peligro su vida, según Naciones Unidas.

Sin embargo, el país ha mejorado en un aspecto: se encuentra en paz en gran parte, después de décadas de guerra que desgarraron a las familias y no dejaron ningún rincón de Afganistán intacto.

Cuando las tropas occidentales se retiraron el año pasado y la guerra terminó, también acabó un flagelo que cobró decenas de miles de vidas de civiles afganos. Atrás quedaron las incursiones y los ataques aéreos estadounidenses, el fuego cruzado entre las fuerzas de seguridad afganas y los insurgentes, así como las bombas indiscriminadas de los talibanes en las carreteras y los devastadores ataques suicidas.

La calma relativa ha brindado un bienvenido respiro a los afganos que viven en zonas rurales, sobre todo en el sur, cuyas vidas se vieron trastornadas por los combates de las dos últimas décadas.

Hasta ahora, los talibanes también han evitado volver a los brutales espectáculos públicos de flagelaciones, amputaciones y ejecuciones masivas que marcaron su primera gestión en la década de 1990 y que pusieron a la opinión internacional en contra de su gobierno.

Pero las restricciones de los talibanes, y el colapso económico que se aceleró después de que tomaron el control del país en agosto de 2021, han tenido un efecto desmesurado en la capital, Kabul, donde la prolongada ocupación de las fuerzas occidentales había marcado profundamente la vida cotidiana de la ciudad.

Antes de que los talibanes tomaran el poder, hombres y mujeres hacían pícnic juntos en los parques los fines de semana y charlaban mientras tomaban capuchinos en sus cafeterías. Las chicas con vestidos hasta la rodilla y jeans recorrían los parques de patinaje y armaban robots en las actividades extracurriculares de las escuelas. Los hombres, bien afeitados, vestían trajes occidentales para trabajar en las oficinas del gobierno, donde las mujeres ocupaban algunos puestos de alto rango.

Durante las dos últimas décadas, los donantes occidentales han promocionado muchas de estas facetas de la vida como logros significativos de su intervención. Ahora, la visión de los talibanes para el país está remodelando de nuevo el tejido social.

Miles de mujeres que ejercían de abogadas, juezas, soldados y policías ya no están en sus puestos. La mayoría de las mujeres que trabajan se han visto limitadas a oficios en la educación o la salud, al servicio de otras mujeres.

La eliminación de las mujeres de los espacios públicos por parte de los talibanes se siente hoy como un retroceso, dicen muchos, como si las vidas que construyeron en los últimos 20 años parecieran desaparecer más con cada día que pasa.

Marghalai Faqirzai, de 44 años, llegó a la mayoría de edad durante el primer gobierno talibán. Se casó a los 17 años y pasó la mayor parte del tiempo en casa. “En ese entonces, las mujeres ni siquiera sabían que tenían derechos”, dijo.

Pero en los últimos años, Faqirzai obtuvo un título universitario, asistiendo a la escuela junto a una de sus hijas. Otra hija, Marwa Quraishi, de 23 años, fue a la universidad y trabajó en un ministerio del gobierno antes de ser despedida por los talibanes el verano pasado.

“Siempre supuse que mi vida sería mejor que la de mi madre”, dijo Quraishi. “Pero ahora veo que la vida será en realidad mucho peor para mí, para ella, para todas nosotras”.

Puesto que las restricciones impuestas a las mujeres, la represión a la libertad de expresión y la elaboración de políticas en el gobierno interino de los talibanes está en manos de unos pocos hombres y eruditos religiosos, la mayoría de los afganos han perdido toda esperanza de participar en la configuración del futuro de su país.

“Muchas personas han perdido su sensación de seguridad, su capacidad de expresarse”, dijo Heather Barr, directora asociada de la División de Derechos de la Mujer de Human Rights Watch. “Han perdido su voz, cualquier sentimiento de que podrían formar parte de la construcción de un país que se vea como ellos quieren”.

Antes de que el gobierno occidental se derrumbara el año pasado, Fereshta Alyar, de 18 años, estaba terminando la secundaria y se preparaba para hacer el examen nacional de acceso a la universidad. Todos los días pasaba las mañanas haciendo los deberes, iba a la escuela y a un programa extracurricular de matemáticas por las tardes, y luego volvía a casa para estudiar más.

Durante meses, después de que los talibanes tomaran el poder y cerraran por tiempo indefinido las escuelas secundarias para niñas, cayó en una profunda depresión: las posibilidades de su futuro —aparentemente infinitas— se desvanecieron en un instante. Ahora pasa los días en casa, tratando de reunir la fuerza de voluntad para estudiar sola sus viejos libros de texto de inglés. Al igual que muchas de sus antiguas compañeras de clase, Ayar sobrevive con la esperanza de salir algún día del país, dice.

Los talibanes insisten en que estos cambios cuentan con un profundo apoyo público. El Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención, que promulgó los decretos, afirma que los edictos han ayudado a restaurar el estatus tradicional de Afganistán como nación islámica estrictamente practicante.

“Todos estos decretos son para proteger a las mujeres, no para oprimir a las mujeres”, dijo Mohammad Sadiq Akif, portavoz del ministerio, en una entrevista.

Al preguntársele por el decreto que regula los viajes de las mujeres, Akif, de 33 años, respondió: “Una mujer es una criatura indefensa e impotente. Si una mujer sale de viaje sola, durante el trayecto podría enfrentarse a un problema que no puede resolver por sí misma”. Dijo que los autobuses de largo recorrido y los taxis habían recibido instrucciones de no transportar a las mujeres que viajan solas.

Se prohibió la música, dijo Akif, “porque nuestro Profeta dice que escuchar música desarrolla la hipocresía en el corazón humano”. Los reportajes y programas de entretenimiento extranjeros “ponían a la gente en contra de la cultura afgana”, aseguró Akif.

Los hombres solo pueden visitar los parques en los días reservados a los hombres, dijo, porque “un hombre que va a un parque con su familia puede mirar a otras mujeres en el parque, lo que no es bueno”.

La promesa inicial de los talibanes de abrir escuelas secundarias para niñas en todo el país había sido considerada por la comunidad internacional como un importante indicador de la voluntad de moderación del gobierno talibán. Cuando los principales ideólogos religiosos del grupo incumplieron esa promesa en marzo, muchos donantes occidentales detuvieron sus planes de invertir en programas de desarrollo a largo plazo, dicen los trabajadores humanitarios.

“Entre la comunidad de donantes se habla de antes de marzo y después de marzo”, dijo Abdallah Al Dardari, representante residente del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en Afganistán.

En las zonas rurales, donde las costumbres sociales conservadoras y patriarcales han dominado la vida durante décadas, muchos afganos estaban irritados con el gobierno respaldado por Estados Unidos, teñido de corrupción y a menudo incapaz de proporcionar servicios públicos o seguridad.

Y hay pocas dudas de que la sensación de peligro constante que dominaba el país, tanto en sus ciudades como en el campo, durante 20 años de guerra, ha disminuido.

“Ahora puedo caminar libremente, el cambio es para mí como la diferencia entre el suelo y el cielo”, dijo Mohammad Ashraf Khan, de 50 años, residente en el distrito de Zari de la provincia de Kandahar, en el sur de Afganistán.

Durante la mayor parte de las dos últimas décadas, Khan no lograba escapar de la brutalidad de la guerra. Asegura que un nieto suyo de 27 años fue asesinado en su finca después de que los soldados del antiguo gobierno lo confundieran con un combatiente talibán, dijo. Su sobrino de 17 años murió a causa de una bomba en la carretera. La gasolinera de la que era propietario se quemó después de que estallaron combates en la carretera junto a ella.

Ahora puede manejar durante horas por la carretera que lleva a la ciudad de Kandahar, sin temor a que lo maten en un combate repentino. Sus modestos ingresos se han visto reducidos en más de un 70 por ciento con la recesión económica, dijo, pero eso le importa menos que la libertad que el final de la guerra le ha proporcionado.

“Estoy contento de que los combates hayan terminado”, dijo.

Pero para muchos afganos, el repentino colapso económico, el aumento de los precios de los alimentos y el desempleo desenfrenado han sido devastadores.

Una mañana reciente, en la aldea de Alisha, un grupo de casas de adobe escondidas en las montañas de la provincia de Wardak, decenas de madres y niños muy delgados se reunieron frente a una casa que servía de clínica temporal.

Lahorah, de 30 años, llegó temprano esa mañana, con su hijo de un año, Safiullah, metido bajo los pliegues de su larga bufanda de algodón. Antes de que los talibanes tomaran el poder, su esposo trabajaba como jornalero, construyendo casas o cultivando granjas. Ganaba unos pocos dólares al día, una existencia exigua, pero suficiente para poner comida en la mesa, dijo.

Pero cuando la economía se desplomó el año pasado, el trabajo se agotó. Su familia sobrevivió el invierno con las reservas de alimentos que habían guardado. Al agotarse esta primavera, sus vecinos y familiares del pueblo les ofrecieron lo que pudieron a ella y a sus cinco hijos. Pero ahora, ni siquiera a ellos les queda comida para compartir.

“Nunca en mi vida he tenido tantas dificultades como ahora”, afirma.

En las principales ciudades, los mercados informales en los que se venden las pertenencias de los desesperados ocupan calles enteras. Los puestos improvisados están repletos de brillantes cortinas azules y rosas, armarios endebles, televisores, refrigeradoras y pilas de alfombras afganas rojas.

Sentado en su puesto de Kabul una tarde reciente, un vendedor, Mohammad Nasir, acariciaba una cadena de cuentas de oración rojas en su mano, reflexionando sobre el aparentemente repentino declive económico de la ciudad.

Ese mismo día, una madre había acudido con sus dos hijos pequeños, que lloraban por comida, para llevarle a Mohammad una alfombra para vender. Pero aún más desgarrador fue lo que vio durante su viaje a casa a principios de esa semana, dijo.

“Junto a un río, alguien estaba tirando pan duro, y la gente estaba allí recogiendo el pan duro para comer”, dijo. “Tengo 79 años y nunca había visto algo así en Kabul”.

“Incluso bajo el anterior régimen de los talibanes, la gente pasaba hambre, pero yo no vi eso”, añadió.

En todo el país, la represión de la disidencia por parte de los talibanes ha inyectado una tensión distinta. Agentes de seguridad e inteligencia talibanes armados se presentan sin previo aviso en las casas de la gente para catearlas, y registran sus teléfonos en los puestos de control de toda la ciudad.

Los periodistas han sido detenidos, golpeados, encarcelados y sometidos a las directrices de los medios de comunicación que les advierten de que no deben “contradecir los valores islámicos” o informar “en contra de los intereses nacionales”, destruyendo de hecho el sólido e independiente sector de los medios de comunicación afganos que se había desarrollado en los últimos 20 años.

Las pequeñas protestas de mujeres activistas han sido disueltas violentamente, ya que los talibanes intentan acabar con cualquier muestra de disidencia.

Muchos decretos, redactados de forma ambigua, han generado confusión entre los habitantes y una dura aplicación por parte de la policía de la moral encargada de interpretarlos.

Nasrin Hamedi, de 49 años, dijo que fue abordada por un agente del Ministerio de la Virtud y el Vicio que portaba una pistola mientras viajaba en un minibús en Kabul. Llevaba ropas discretas y no reveladoras, dijo, pero tenía la cara descubierta, un nuevo tipo de infracción bajo el régimen talibán. Dijo que el hombre le gritó, cuestionando si era realmente musulmana.

“Me gritó: ‘Si vas a vestirte así, tendrás que irte del país’”, dijo.

Sin embargo, algunos afganos de la ciudad están decididos a oponerse al cúmulo de decretos talibanes en la vida cotidiana. Después de que se ordenara a las presentadoras de televisión que se cubrieran la cara durante las transmisiones, el personal de Tolonews —hombres y mujeres— se puso máscaras negras en vivo y publicó fotos suyas en las redes sociales con el comentario: “Hoy estamos sumidos en un profundo dolor”.

Yaqoob Akbary y Safiullah Padshah colaboraron con reportería desde Kabul, y Najim Rahim, desde Houston.


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