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Delia Owens y su esposo intentaban salvar elefantes. ¿Qué pasó?

El cazador escuchó que se acercaba el helicóptero. Recuerda que tomó su AK-47 y saltó a esconderse detrás de un árbol. Estaba cazando elefantes de manera ilegal con un grupo de hombres en el Parque Nacional de Luangwa Norte, en Zambia, una nación austral de África. La carne cortada que se asaba en soportes de madera emanaba humo.

Los habían visto.

Eran los inicios de la década de 1990 y hombres como el cazador, un hombre alto y flaco llamado Bernard Mutondo, habían diezmado la población de elefantes del parque para vender sus colmillos y aprovechar el apetito mundial por el marfil.

Durante años habían cazado en relativa paz, pues era casi inexistente la aplicación de la ley en el parque (6200 kilómetros cuadrados de sabana cubierta de arbustos y ríos caudalosos). Sin embargo, la situación se había vuelto más compleja. Una pareja estadounidense, Delia y Mark Owens, había llegado a Luangwa Norte para estudiar a los leones. Al encontrar cadáveres de elefantes esparcidos por el parque, se comprometieron a detener la matanza de alguna manera.

En la actualidad, Delia Owens es conocida como una escritora famosa tras el éxito de su novela debut, La chica salvaje, publicada en 2018, cuando tenía casi 60 años, y la película estrenada el año pasado. Pero durante décadas fue una poderosa figura de la conservación de la vida silvestre en el sur de África.

Los Owens dicen que probaron todo lo que se les ocurrió para detener la matanza. Delia Owens estaba convencida de que la clave era ofrecerle a la población local un medio de vida alternativo. Su esposo sobrevolaba el parque, en busca del humo de las fogatas de los cazadores furtivos, y desplegaba exploradores para que realizaran patrullajes.

Mutondo comentó que cuando fueron descubiertos esa noche por el humo de lo que estaba cocinando, le disparó al helicóptero. Según Mutondo, Mark Owens le devolvió el fuego. En una respuesta por correo electrónico, Owens negó haber disparado desde su helicóptero.

Mutondo había matado más elefantes, rinocerontes y búfalos de los que podía contar. Sin embargo, la presa que quería era Mark Owens.

“De verdad intenté derribarlo”, admitió.

Tres décadas después, manejamos durante días por caminos con baches para llegar a este remoto rincón de Zambia y ser testigos del impacto a largo plazo de la labor de conservación de los Owens, una de las muchas intervenciones de este tipo que fueron implementadas por extranjeros en toda África.

Para muchos, puede parecer evidente quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Por un lado estaban los cazadores furtivos y, por otro, los cruzados contra la caza furtiva.

En ese entonces, los Owens eran vistos como héroes en su país, pues habían renunciado a las comodidades de Estados Unidos para irse a un entorno peligroso en una misión importante. Esa imagen, la cual contribuyeron a crear por medio de libros y charlas, les ayudó a recaudar fondos para salvar a los elefantes. Y, en su década en Luangwa Norte, salvaron a muchos. En la actualidad, según el programa de conservación que fundaron, el parque es “el más seguro de Zambia”.

Sin embargo, en Zambia, mucha gente percibía a los Owens como forasteros ricos con una agenda centrada en proteger a los animales de las personas que comían su carne, quienes a menudo sentían que tenían un derecho sobre la fauna silvestre y cuyos antepasados habían vivido con los animales durante siglos. El estatus y la riqueza relativa de la pareja les permitieron imponer su agenda, y los aldeanos zambianos sintieron que no tenían más remedio que aceptar.

Los Owens aseguraron que hicieron lo posible para ayudar a desarrollar alternativas a la caza furtiva. “Sé que hemos tocado muchas vidas”, afirmó Delia Owens.

Esta gigantesca brecha de dinero y poder es familiar para mucha gente en África. Para muchos africanos, la conservación es uno de los últimos bastiones del colonialismo en el continente, una actividad que dominan los blancos dedicados a mantener a los africanos fuera de las tierras que tradicionalmente eran suyas, bien sea mediante la amenaza o la persuasión.

Sin embargo, durante décadas ese punto de vista ha tenido poco peso en los países de Occidente, donde los conservacionistas recaudan millones de dólares para salvar elefantes, rinocerontes, leones, hipopótamos, jirafas y guepardos, recurriendo a la profunda simpatía pública hacia algunos grandes mamíferos. A los cazadores furtivos se les suele presentar simplemente como malvados.

Mutondo, quien en la actualidad se acerca a los 60 años, no ocultó sus días de cazador de elefantes cuando nos reunimos con él mientras estaba sentado en una tabla afuera de su casa de una sola habitación en la aldea de Lushinga. De hecho, parecía orgulloso de su destreza como cazador, cuando describió la rapidez con la que, en su juventud, podía cortarle la cara a un elefante.

Cuando le preguntamos si era cierto que era un cazador furtivo reformado, nos corrigió de inmediato. “Notorio cazador furtivo”, dijo. “Bernard Mutondo, notorio cazador furtivo”.

Mutondo se enteró de como lo llamaban hace casi 30 años. Así lo describieron los Owens en su libro The Eye of the Elephant, en un índice titulado ‘Notorios cazadores furtivos’. Mutondo encontró el libro cuando visitaba Lusaka, la capital, donde había llevado algo de marfil, escondido en sacos de carbón, para venderlo.

Mutondo señaló que de repente se asustó, al darse cuenta del poder que ejercía la pareja.

“Todos los zambianos que lean este libro sabrán que somos cazadores furtivos”, recuerda que pensó. “Podrían dispararnos”.

Mutondo terminó trabajando para los Owens. Sin embargo, al menos según su testimonio, su camino hacia ese empleo fue extraño y violento. Los Owens disputan su versión.

Una mañana, en Mwamfushi, Mutondo se despertó alrededor de las cuatro de la madrugada. Habían exploradores afuera de su casa. Lo habían atrapado. Comentó que lo llevaron al campamento de los Owens en el parque.

Según Mutondo, después de un día y una noche en los que la pareja intentó obligarlo a confesar y revelar las rutas de los cazadores furtivos hacia el parque, Mark Owens lo llevó a una pista de aterrizaje.

El hombre afirmó que Owens le dijo: “Mutondo, hoy te van a comer los cocodrilos”.

Mutondo asegura que le dio la instrucción de sentarse en una red y, desconcertado, siguió las órdenes, mientras observaba cómo Owens y un explorador, Tom Kotela, la ataban a un cable y ponían en marcha el helicóptero. Mutondo dijo que de pronto se comenzó a levantar del suelo, atrapado en la red.

“Ahí fue cuando entendí que me habían metido en una jaula”, dijo.

Luego contó que sobrevolaron arbustos y el turbulento río Mwaleshi. Según Mutondo, Owens bajó el helicóptero sobre el agua y luego un poco más. Mutondo dijo que quedó petrificado cuando vio que abajo había cocodrilos e hipopótamos. Aseguró que solo estaba unos metros por encima de sus mandíbulas.

“Simplemente supe que iba a morir”, afirmó.

Sin embargo, no fue sumergido y no murió. Mutondo dijo que Owens voló de regreso a la pista de aterrizaje y después de liberarlo le dijo que era un hombre valiente y que quería que trabajaran juntos. Mutondo recordó que Owens le dijo: “Esto fue solo un entrenamiento al que te estaba sometiendo”.

Mutondo señaló: “Nunca creí eso”.

Owens negó que el incidente haya ocurrido.

“Ocasionalmente, transporté equipo debajo del helicóptero y en una oportunidad ayudé a algunos exploradores a cruzar un río con una eslinga debajo del helicóptero”, dijo por correo electrónico. “Nunca colgué cazadores furtivos debajo del helicóptero”.

Kotela, el único testigo, como lo describió Mutondo, falleció. Sin embargo, el hermano de Mutondo, Joseph Mutondo, un agricultor de caña de azúcar, nos dijo en otra conversación que el hombre le había contado la terrible experiencia del helicóptero poco después de que ocurriera. Su relato coincidió bastante con el de su hermano.

Según Bernard Mutondo, de regreso en el campamento de los Owens, lo pusieron a trabajar. Mencionó que, más que nunca, soñaba con matar a Owens.

No obstante, poco a poco aceptó la idea de trabajar para la pareja, en especial porque estaban capturando a sus colegas cazadores.

Y, además, la generosidad de los Owens comenzó a persuadirlo.

“Me dio mucha comida —como leche y azúcar—, así que con el tiempo empecé a pensar: ‘Es un buen tipo’”, relató Mutondo.

Delia Owens, que en la actualidad está divorciada de Mark Owens, accedió a una entrevista en video desde su casa en Carolina del Norte. Dijo que creía que para detener a los cazadores furtivos se debía convencer a los aldeanos, en particular a las mujeres, de que había otras formas de sobrevivir.

“Las necesidades de la población local deben formar parte de la ecuación”, afirmó.

Delia Owens manejó de aldea en aldea para explicarle a la gente que, si cesaba la caza furtiva y regresaban los elefantes y otros animales salvajes, vendrían turistas con dinero. Animó a la gente a criar ganado en lugar de cazar y regaló cabras, ovejas y gallinas para que empezaran.

Conocimos a una de las beneficiarias del programa, Albina Mulenga, en un maizal. Mulenga afirmó que le habían encantado las cabras y las lecciones de conservación.

Treinta años después, todavía recordaba las palabras de Delia Owens.

“Hijos de Dios, por favor, cuiden estos animales que les hemos dado. Olvídense de este parque”, recordó Mulenga que dijo Owens por medio de un intérprete. “Los únicos animales en los que deberían pensar son estos que les hemos dado”.

La mujer estadounidense dijo algo más, recordó Mulenga. Afirma que Delia Owens los amenazó con que, si seguían cazando en el parque, les cortarían la piel alrededor de los tobillos. Mulenga creía que era para que las hienas se los comieran. “No van a querer que hagamos eso”, recordó que dijo Delia Owens.

Mulenga dijo que sabía que era una amenaza vacía.

Delia Owens negó rotundamente haber dicho tal cosa. Los rumores sobre ellos abundaban en ese momento, afirmó.

“Los rumores sobre Mark decían que sus ojos brillaban en la oscuridad, que el vello de su brazo era tan largo que tapaba su reloj”, dijo Delia Owens. Sin embargo, parecía que la pareja había ayudado a crear algunos de esos mitos. Cuando le dije que Bernard Mutondo había dicho que Owens le había disparado desde el helicóptero, Delia afirmó que su exesposo a menudo trataba de asustar a los cazadores furtivos lanzándoles petardos inofensivos, y que eso era probablemente lo que había experimentado Mutondo.

Los Owens tuvieron ayuda para difundir su mensaje en las aldeas: Hammarskjöld Simwinga, un risueño zambiano con humor autocrítico que ganó el prestigioso Premio Medioambiental Goldman en 2007 por su labor como conservacionista.

Sentado en un tocón en su porche en la gran ciudad de Mpika, Simwinga comentó que durante años trabajó con la población local para promover la conservación.

“Le he estado prometiendo a la gente que los turistas —cuando vengan— traerán dinero. El lugar cambiará”, aseguró.

Simwinga y los Owens regalaron molinos para que la gente pudiera procesar el maíz en harina, prensas para que pudiera hacer aceite a partir de frutos secos y semillas y equipos para la apicultura.

Sin embargo, el mensaje siempre era el mismo: dejen de cazar animales salvajes.

No era la primera vez que venían extranjeros y trataban de cambiar el comportamiento de la gente.

Los ancianos de Mwamfushi recordaron cómo en la época colonial, el comisionado del distrito británico les ordenaba a los aldeanos que mejoraran el saneamiento o vendieran sus granos.

La zona tenía un largo historial de caza de marfil, contaron los ancianos. Pero cuando llegaron los hombres blancos se convirtieron en los únicos que podían cazar.

“Los grandes cazadores blancos, como se les llamaba, venían y mataban animales por diversión”, afirmó Andrew Eldred Chomba, director del Departamento de Parques Nacionales y Vida Silvestre de Zambia.

A otras comunidades se les dijo que se mudaran.

Una tarde visitamos el lugar donde quedaba la aldea de Chitiku con la esposa del jefe, Clementina Mausala Mboloma quien se abría paso entre los excrementos frescos de los elefantes mientras subía por la orilla del río. No quedaba ni rastro de Chitiku, su aldea ancestral. No quedaba ningún rastro de Chitiku, su aldea ancestral.

La gente de esa zona había vivido al lado de la vida silvestre, contó Mboloma. Solo unos pocos hombres cazaban animales, muchos de los cuales eran sagrados, y mataban solo lo que era necesario para poder alimentar a la aldea. A su manera, practicaban la conservación.

Pero luego, dijo Mboloma, llegaron aviones pequeños que transportaban a hombres blancos conocidos como “sarufeyas” (que en idioma bemba significa “agrimensor”). Los sarufeyas aseguraron que era peligroso vivir tan cerca de la vida silvestre y les dijeron que se mudaran. Así lo hicieron, perdiendo en el proceso su relación tradicional con los animales y una fuente importante de alimentos. Los Owens trabajaron a menudo con esta aldea reubicada, que fue rebautizada como Mukungule.

Los Owens también inspeccionaron la zona en aviones, pidiéndoles a las personas que cambiaran su forma de ser, pero ofrecieron ayuda para que se ganaran la vida y a los cazadores furtivos reformados les ofrecieron empleos. Mulenga recibió sus cabras; Mboloma obtuvo ovejas y un certificado en partería básica.

“Realmente estoy muy orgullosa de lo que logramos allí”, dijo Delia Owens. “Todavía recibo cartas de las personas con las que trabajamos”.

“No podíamos cambiar la economía como para que vivieran en condominios”, agregó. “Eso no era práctico. Pero están mejor de lo que estaban”.

Los Owen se fueron de Zambia en 1996, poco después de que se difundiera una película sobre ellos en la que aparecía un hombre muerto por disparo de bala en Luangwa Norte quien supuestamente era un cazador furtivo. El incidente fue objeto de una investigación de The New Yorker en 2011 y, tras el éxito de la novela de Owens, el caso se retomó recientemente.

Sin embargo, las autoridades de Zambia afirmaron que nunca hubo registro de que se hubiera buscado a la pareja para interrogarla y que no había ningún proceso en curso o pendiente en su contra.

No obstante, los extranjeros con dinero continúan cambiando drásticamente las vidas y los sustentos en Luangwa Norte.

Simwinga señaló que cayó en cuenta de sus promesas vacías acerca de que la protección de la fauna salvaje iba a producir beneficios, cuando la gente rica de Lusaka empezó a comprar tierras que las comunidades consideraban suyas desde hacía mucho tiempo. El gobierno se las había vendido a sus espaldas, agregó. Años de protección de la fauna silvestre habían quedado en nada.

“Sentimos que hemos traicionado al pueblo”, dijo Simwinga.

La mayoría de quienes pueden cazar siguen siendo extranjeros ricos.

Ahmed Patel, un cazador profesional que renta una gran extensión de terreno de Mukungule en el flanco occidental del parque y le paga al gobierno por las licencias de caza, trae a extranjeros adinerados para cacerías de trofeos. Los cazadores le pagan grandes cantidades a Patel, quien le entrega una parte a la comunidad.

Una tarde, Patel acercó su Land Cruiser al palacio del jefe Mukungule —un bungaló modesto—, donde acabábamos de terminar una entrevista.

Patel se sentó en un sofá del palacio junto al jefe.

“En este momento, estamos cazando leopardos. La semana que viene empezaremos con los elefantes”, afirmó el cazador.

“Estás acabando con los animales”, le dijo el jefe, reprendiéndole con amabilidad.

“No”, respondió Patel. “Estamos conservando a los animales”.

Muchos cazadores profesionales alegan que la caza en safaris promueve la conservación porque les da un interés económico a las comunidades para proteger los animales.

Sin embargo, según algunas personas que viven en los alrededores del parque y protegen los animales, todavía ven muy pocos de los ingresos prometidos.

Pocos turistas llegan tan al norte.

Mulenga aseguró que las cabras que Delia Owens le regaló desaparecieron hace mucho y que en la actualidad casi nunca come carne.

“Seguimos comiendo lo que nos enseñaron a comer, como verduras”, afirmó Mulenga.

Mutondo sobrevive a base de agricultura de subsistencia y la venta de pequeñas bolsas de plástico con aceite de cocina. Intentó convertir su choza en una casa de tres habitaciones, pero los ladrillos que pudo comprar solo le alcanzaron para muros a la altura de las rodillas. Su situación está a años luz de sus días de vendedor de marfil, cuando el dinero era fácil, aunque arriesgado, de conseguir.

Sin embargo, aseguró que no volverá a la caza furtiva. Dijo que no quiere decepcionar a sus antiguos adversarios, los Owens, y a Mark Owens en particular.

“Si se entera de que volví a la caza furtiva, se decepcionará”, mencionó Mutondo.

Ruth Maclean es la jefa de la corresponsalía de The New York Times en África Occidental, con sede en Senegal. Se integró al Times en 2019 luego de tres años y medio cubriendo la región para The Guardian.


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