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EE. UU. era un modelo de democracia en el mundo. ¿Qué pasó?

Lin Wei-hsuan era solamente un niño cuando observó sus primeras elecciones en Taiwán hace casi dos décadas. Sus padres lo llevaron a ver el recuento de votos, en el que los voluntarios levantaban cada papeleta, gritaban la elección y la marcaban en una pizarra para que todo el mundo la viera: la enorme multitud de ciudadanos que había dentro y muchos más que la veían en directo por televisión.

El proceso abierto, establecido tras décadas de ley marcial, fue uno de los varios pasos creativos que los líderes de Taiwán dieron para crear confianza pública en la democracia y para ganarse a Estados Unidos, cuyo apoyo podría disuadir el objetivo de unificación de China.

En aquel momento, Estados Unidos era lo que Taiwán aspiraba a ser. Pero ahora, muchas de las democracias que antes veían a Estados Unidos como modelo están preocupadas porque ha perdido el rumbo. Se preguntan por qué una superpotencia célebre por su innovación es incapaz de hacer frente a su profunda polarización, que produjo un presidente que difundió falsas afirmaciones de fraude electoral que partes significativas del Partido Republicano y del electorado han abrazado.

“La democracia necesita revisarse a sí misma”, dijo Lin, de 26 años, candidato a un consejo local, que hace campaña a favor de la eliminación eficaz de la basura y de la reducción de la edad de voto en Taiwán a los 18 años desde los 20. “Tenemos que analizar lo que ha estado haciendo, y hacerlo mejor”.

Para la mayor parte del mundo, las elecciones de mitad de mandato en Estados Unidos son poco más que un punto de referencia, pero son otra señal de lo que algunos ven como una tendencia problemática. Especialmente en países que han encontrado formas de fortalecer sus procesos democráticos, las entrevistas con académicos, funcionarios y votantes revelaron la alarma de que Estados Unidos parecía estar haciendo lo contrario y alejándose de sus ideales fundamentales.

Varios críticos del rumbo de Estados Unidos citaron los disturbios del 6 de enero, un violento rechazo a la insistencia de la democracia en el traspaso pacífico del poder. Otros expresaron su preocupación por el hecho de que los estados erigieran límitaciones al voto después de la participación récord que supuso la generalización del voto anticipado y en ausencia durante la pandemia. Unos pocos dijeron que les preocupaba que la Corte Suprema fuera presa de la política partidista, como los poderes judiciales de los países que tienen dificultades para establecer tribunales independientes.

“Estados Unidos no llegó a la posición en la que se encuentra ahora de la noche a la mañana”, dijo Helmut K. Anheier, profesor de sociología de la Escuela Hertie de Berlín e investigador principal del Índice de Gobernanza Berggruen, un estudio de 134 países en el que Estados Unidos se sitúa por debajo de Polonia en calidad de vida, definida por el acceso a servicios públicos como la atención a la salud y la educación. “Tardó un poco en llegar ahí, y tardará un poco para salir”.

En una tarde reciente en Halifax, en la provincia canadiense de Nueva Escocia, que desde hace mucho tiempo tiene vínculos económicos y familiares con Boston, visitantes y residentes expresaron su dolor, decepción y sorpresa por la situación política de su vecino.

“Estoy muy preocupada”, dijo Mary Lou MacInnes, una enfermera que estaba visitando los jardines públicos de Halifax con su familia. “Nunca pensé que fuera a ocurrir en Estados Unidos, pero creo que va a ser quizás autocrático en el futuro”.

En 1991, los estudios mostraron que los canadienses estaban divididos casi por igual sobre cuál de los dos países tenía el mejor sistema de gobierno. En una encuesta de seguimiento realizada el año pasado, solo el cinco por ciento prefería el sistema estadounidense.

Para algunos, en Canadá y en otros países que se consideran amigos cercanos de Estados Unidos, las primeras señales de problemas surgieron con la contienda presidencial del año 2000, cuando George W. Bush obtuvo una estrecha victoria sobre Al Gore con una decisión de la Corte Suprema.

Para otros, fue la victoria de Donald Trump en las elecciones de 2016, aunque perdió el voto popular, seguida de su negativa a aceptar la derrota en 2020 y la falta de consecuencias para quienes repitieron sus mentiras: incluidos cientos de candidatos republicanos en las elecciones de este año.

“Mucha gente imaginó que Trump era esta especie de idiosincrasia única y que una vez que se fuera, que dejara de ser presidente, todo volvería a encajar en la marcha normal”, dijo Malcolm Turnbull, un político de centroderecha que era el primer ministro de Australia cuando Trump asumió el cargo. “Y está claro que ese no es el caso”.

“Es como ver a un miembro de la familia, por el que tienes un enorme afecto, dedicarse a autolesionarse”, añadió Turnbull. “Es angustiante”.

Otros países hacen las cosas de forma diferente.

Canadá ha emprendido cambios constantes para mejorar su sistema electoral. En 1920, el país puso las elecciones federales bajo el control de un funcionario independiente que no está supeditado a ningún gobierno o a políticos y que tiene el poder de castigar a los infractores de las normas. En 1964, la responsabilidad de establecer los límites electorales se transfirió a 10 comisiones igualmente independientes, una por cada provincia.

Taiwán y más de una decena de países han establecido también organismos independientes para trazar los distritos electorales y garantizar que los votos se emitan y cuenten de manera uniforme.

El enfoque no es infalible. Nigeria, Pakistán y Jordania tienen comisiones electorales independientes. Muchas de sus elecciones siguen sin ser libres y confiables.

Pero en los lugares en los que los estudios muestran que la participación y la satisfacción con el proceso son más elevadas, las elecciones son dirigidas por organismos nacionales diseñados para ser apolíticos e inclusivos. Más de 100 países tienen alguna forma de registro de votantes obligatorio o automático; en general, las democracias han facilitado el voto en los últimos años, no lo han hecho más difícil.

Las democracias más sanas del mundo también tienen límites más estrictos a las donaciones de campaña: en Canadá, las donaciones políticas de empresas y sindicatos están prohibidas, al igual que las campañas de acción política para promover partidos o candidatos. Y muchas democracias han acogido el cambio.

Nueva Zelanda revisó su sistema electoral en los años noventa con un referéndum, tras unas elecciones en las que el partido más votado no consiguió la mayoría parlamentaria. Sudáfrica está tratando de modificar su sistema electoral basado en los partidos políticos para facilitar que los candidatos independientes se presenten y ganen.

Un cambio sistémico de este tipo solo sería posible en Estados Unidos con un consenso abrumador en el Congreso. Incluso entonces, puede estar fuera de lugar en un país donde la financiación de las campañas está protegida como libertad de expresión y los estados aprecian su autoridad sobre las elecciones en un sistema federal diseñado para ser un baluarte contra los abusos autocráticos.

Jennifer McCoy, politóloga de la Universidad Estatal de Georgia, coautora de un reciente informe sobre cómo los países polarizados se han despolarizado en el pasado, dijo que las divisiones partidistas han mantenido a Estados Unidos estancado, pero también la miopía: los estadounidenses rara vez miran al exterior en busca de ideas.

“Tenemos tal mito en torno a nuestra Constitución y al excepcionalismo estadounidense”, dijo. “En primer lugar, hace que la gente sea muy complaciente, y en segundo lugar, los líderes tardan mucho en reconocer el riesgo al que nos enfrentamos. Significa que es muy difícil adaptarse”.

Una mañana reciente en Vilna, la capital lituana, cerca de una calle que durante la ocupación de la Unión Soviética le llamaron Lenin, un grupo de manifestantes ondeaba banderas ucranianas y carteles que pedían el fin de la agresión rusa.

Lituania es un aliado incondicional de Estados Unidos y un firme defensor de la lucha de Ucrania por la autodeterminación, pero incluso entre los más comprometidos, las dudas sobre la fuerza y el futuro de la democracia liderada por Estados Unidos son usuales.

Arkadijus Vinokuras, de 70 años, es un actor y activista que ayuda a organizar las concentraciones. Al preguntarle qué le vino a la mente cuando escuchó la frase “democracia estadounidense”, respondió con un eslogan: “¡Estados Unidos es el defensor de la democracia mundial y el garante de la vitalidad de las democracias occidentales!”.

Así parecía hace 20 años: luego llegaron Vladimir Putin, Trump y un Estados Unidos dividido.

“Ahora”, dijo, “incluso el mayor admirador de Estados Unidos tiene que preguntarse: ¿cómo ha podido pasarle esto al garante de la democracia?”.

Es una pregunta común en los países que antes admiraban a Estados Unidos.

El jueves, en el departamento de ciencias políticas de la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar, Senegal, media decena de estudiantes de posgrado se reunieron en el despacho de un profesor para debatir si las elecciones pueden ser robadas en Estados Unidos.

“Si tomas la democracia de Estados Unidos después de Trump, no hay duda de que es más débil”, dijo Souleymane Cissé, estudiante de posgrado de 23 años.

Algunos líderes mundiales han aprovechado esa percepción de debilidad. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, y el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, líderes electos con tendencias autocráticas, han elogiado a Trump y a su ala del Partido Republicano.

En India, el primer ministro Narendra Modi, que ha llevado a cabo una agenda nacionalista hindú, lo que ha provocado acusaciones de retroceso democrático, insiste ahora en que Occidente no está en posición de presionar a ningún país sobre los puntos de referencia democráticos.

Desde Birmania hasta Mali, los líderes de los golpes de Estado militares también han descubierto que pueden subvertir la democracia sin que haya una presión internacional significativa.

“Si eres un autócrata o un aspirante a autócrata, el precio que pagas es mucho menor que el que solías pagar hace 30 años”, dijo Kevin Casas-Zamora, exvicepresidente de Costa Rica que dirige el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, un grupo prodemocracia con 34 Estados miembro. “Y eso se debe en parte a Estados Unidos”.

Incluso los reformistas empiezan a preguntarse qué pueden esperar razonablemente de sus instituciones de más altos ideales. En Sudáfrica, cuando se nombró a un nuevo presidente de la corte de justicia hace unos meses, se cuestionó si el tribunal era apolítico o incluso podía serlo.

Todos estos países, y otros más, se enfrentan a un enorme desafío que Estados Unidos ha hecho más visible: los actores antidemocráticos, dentro de las democracias.

Vinokuras dijo que Lituania y sus vecinos han sido más resistentes a esas fuerzas porque pueden ver a dónde conducen mirando al vecino.

“El hecho de que el populismo desenfrenado en los Estados bálticos no esté ganando terreno es, repito, a causa de la Rusia fascista”, dijo.

Lo que necesitan las democracias, añadió, son inversiones en mejoras —las mejores ideas, vengan de donde vengan— y un fuerte compromiso para condenar al ostracismo a quienes violan las reglas y las normas.

“En general, la democracia ha degenerado, se ha vuelto inútil”, dijo. “Se ha convertido en algo más parecido a la anarquía. La tolerancia ilimitada para todo destruye los fundamentos de la democracia”.

En Taiwán, muchas personas se pronunciaron en el mismo sentido: la amenaza de China hace que la democracia sea más valiosa, y ayuda a la gente a recordar que sus beneficios solamente pueden lograrse a través de conexiones compartidas por encima de las divisiones.

“Si un país va a seguir avanzando”, dijo Lin, “los líderes de ambos partidos deben desempeñar el papel de puente”.

Ian Austen en Halifax, Nueva Escocia; Tomas Dapkus en Vilna, Lituania, Amy Chang Chien en Taipei; Elian Peltier en Dakar, Senegal; Lynsey Chutel en Johannesburgo; Natasha Frost en Auckland, Nueva Zelanda, y Sameer Yasir en Nueva Delhi colaboraron con reportería.

Damien Cave es el jefe de la corresponsalía en Sídney, Australia. Anteriormente reporteó desde Ciudad de México, La Habana, Beirut y Bagdad. Desde que se unió al Times en 2004, también ha sido editor nacional adjunto, jefe de la corresponsalía de Miami y reportero de la sección Metro. @damiencave

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