Nos quedaba dinero suficiente para cuando llegamos rodando a Iowa a rentar una casita de ladrillos junto a un redil de cerdos en los maizales ondulantes del estado. Pronto encontramos trabajo y empezamos una familia.
Para cuando Deb me echó por primera vez, ya había dado a luz a nuestros dos primeros hijos. Me mudé a un dúplex en East Washington en Iowa City. El interior del lugar me recordaba una cabaña rústica de cacería. Los muros y los techos de madera estaban manchados de café oscuro. Recuerdo meterme en un saco de dormir Coleman esa primera noche, acomodarme en mi tapete para acampar y pensar: “Vaya que sí, así debo estar. Solo”.
Nos reconciliamos después de un mes o dos. Luego tuvimos a los gemelos.
Los sábados por la noche caminábamos a George’s, donde, después de tres cervezas, Deb una vez más me acusaba de no amarla suficiente. Y yo hacía lo mejor por recuperar el viejo entusiasmo, pero no engañaba a ninguno de los dos.
Durante los 32 años de nuestro matrimonio, me ha echado cinco veces. Una vez, subarrendé un apartamento en un sótano enfrente de un parquecito que tenía una cancha de baloncesto, lo cual era un gran beneficio adicional. El sótano estaba plagado de gusanitos blancos que, cuando morían, se enroscaban como cochinillas.
En otra ocasión, me mudé a Le Chateau, un complejo de apartamentos de rentas bajas. Había una piscina al aire libre en la propiedad, pero no estaba abierta cuando viví ahí. Creo que no había estado abierta desde hacía tiempo, de ahí el lodo negro y las hojas en el fondo. Había una lavandería, el cual era mi lugar favorito. Una sola lavadora que funcionaba con monedas y una sola secadora. Siempre estaba calientito y muy iluminado; además había sillas plegables de metal y el aire siempre olía a limpio.
La última vez, la sexta, Deb no me echó. Yo me fui. Harto de nuestra rutina de acusaciones e indignación, renté otro dúplex en un vecindario tranquilo al sur de Iowa City. Compartía el lugar con unas hormiguitas rojas. Vaya que les gustaba la esponja con la que lavaba los platos. Hervía agua y metía la esponja en ella para matarlas, luego tiraba a las flotadoras al drenaje.
No hacía nada en este apartamento. No cocinaba, leía ni escuchaba música. Si llegaba temprano a casa, me metía a la cama. Si llegaba tarde, me metía a la cama. Me metía debajo de mi cobija de patos blancos y azules, me acostaba de lado y pensaba: “Sí, así es como debo vivir”.