No se trataba solo de tintes para el pelo. Era toda una industria, una serie de cosas que las mujeres se ponían, compraban y hacían y que se suponía que nadie debía ver, sentir o conocer. Corsés y aros para ceñir la cintura y elevar el pecho. Cosméticos para disimular imperfecciones y mimetizarse con la piel. Y la cirugía estética, los cortes y los alisados que debían dejarte como si tuvieras unos genes magníficos. En mayor o menor medida, se trataba de artificios, humo, espejos y pretensiones; horas de trabajo y miles de dólares, todo ello destinado a dejar a una mujer con una belleza sin esfuerzo, como ella misma, pero mejor. Y, aunque hubo excepciones —peinados al estilo de María Antonieta que desafiaban la gravedad (y la lógica), levantamientos de glúteos brasileños al estilo de Cardi B que buscan siluetas deliberadamente exageradas—, para la mayoría de las mujeres, durante la mayor parte de la historia, las consignas han sido sutileza, secretismo y vergüenza.
Madonna siempre ha tenido una relación complicada con ese enfoque. Se ha reinventado una y otra vez, desde su llegada a los clubes de Nueva York con corpiños de segunda mano, guantes de encaje sin dedos y crucifijos, hasta su ascensión a la realeza de Hollywood con su apariencia de Marilyn Monroe en Material Girl. Madonna andrógina, Madonna dominatriz, Madonna jipi de la cábala, Madonna con elegancia de diseñador, Madonna retro-disco y Madonna como Madge, encarnando a la nobleza terrateniente mientras criaba a su familia en la campiña inglesa. Y, por supuesto, ningún atuendo podría ser más memorable que al desnudo como lució en Sex, el proyecto fotográfico de larga duración que emprendió con Steven Meisel.
Tras los Premios Grammy, la gente se queja de que ya no se parece a Madonna, pero ¿qué Madonna le viene a la mente? Ha sido rubia y morena, masculina y muy femenina. Ha usado ropa desechada y de alta costura. Ha adoptado y abandonado el acento inglés. Nos ha mostrado sus raíces y su ropa interior, exhibiendo deliberadamente las partes ocultas. Cada nueva versión de Madonna era a la vez una apariencia y un comentario sobre ese atuendo, una declaración sobre el artificio de la belleza y sobre su propio derecho a establecer los términos en los que se la veía.
“Nunca me he disculpado por ninguna de las decisiones creativas que he tomado ni por mi aspecto o mi forma de vestir y no voy a empezar a hacerlo”, escribió el martes en su cuenta de Instagram. “Estoy feliz de hacer de pionera para que todas las mujeres que vienen detrás de mí puedan tenerlo más fácil en los próximos años”.
La apariencia más reciente no es del todo novedosa. Ya en 2008, la revista New York declaró: “Fuera las delgadas y ceñidas; entren las tallas grandes y jugosas. Hay una nueva cara en la ciudad y es la de un bebé”. El principal ejemplo del artículo era la propia Madonna, cuyo rostro renovado se comparaba con una silla de montar rellena. Pero la moda es voluble. En 2019, Elle publicó que “las mejillas redondas de niño pequeño, los pucheros tumescentes y las frentes inmóviles” estaban “oficialmente pasados de moda”. La semana pasada, The Cut lo anunció de nuevo, con un artículo sobre cómo murió la apariencia de “bebé sexi”.
¿Es posible que Madonna esté tan cegada por su fama y riqueza que haya perdido la capacidad de verse a sí misma objetivamente, como Michael Jackson que iba tras una nariz cada vez más fina o Jocelyn Wildenstein haciendo… lo que fuera que estuviera haciendo? Sí, pero sean cuales sean sus intenciones, la superestrella ha conseguido que hablemos de lo subjetiva que es la buena apariencia y de lo omnipresente que es la discriminación por edad.
Al final, si su intención era hacer una declaración o simplemente parecer más joven, mejor, “renovada”, casi no importa. Si la belleza es un concepto, Madonna es quien ha puesto su andamiaje a la vista.
Jennifer Weiner es novelista. Su libro más reciente es The Summer Place.