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¿Haces propósitos de Año Nuevo y luego nos los cumples?

Con el paso de los años, Johnson hizo algunos reajustes a su rutina, sobre todo en lo que respectaba a su hora de levantarse por las mañanas: un reto permanente para alguien propenso a la abulia, la depresión crónica y a trasnochar. “Llevo toda la vida levantándome a mediodía, y, sin embargo, les digo a todos los jóvenes, y se lo digo con gran sinceridad, que el que no madrugue podrá jamás hacer nada bien”, le dijo en una cena a la anfitriona.

Aquellos jóvenes (y también las mujeres jóvenes, a muchas de las cuales ayudó a publicar sus obras) debieron de reírse entre ellos de todo lo que su mentor, que acostumbraba a acostarse tarde, había logrado hacer a pesar de su propio consejo.

Habrían citado sus elegantes ensayos en The Rambler, su innovadora edición de las obras de Shakespeare y su monumental diccionario de la lengua inglesa, del cual es probable que sobrevivan algunos vestigios en cualquier diccionario que se consulte hoy. Es habitual que en las clases de literatura inglesa se hable de la segunda mitad del siglo XVIII como “la época de Johnson”. A sus coetáneos no les habría sorprendido.

Para Johnson, sin embargo, la cuestión crítica no era si había logrado grandes cosas, sino más bien si las había logrado de forma proporcional a sus talentos y su limitado tiempo. Era hiperconsciente de la mortalidad —en su reloj había grabado el versículo “Cuando llega la noche, nadie puede trabajar”—, y estaba dolorosamente frustrado por su aparente incapacidad de cumplir siquiera la más fácil de las promesas que se había hecho a sí mismo. Como casi cualquier persona que conozco, le parecía que debía lograr más cosas aún.

Después de tantos intentos fallidos, ¿por qué molestarse, entonces? ¿Hay alguien que al enfrentarse a otro año más, a otro cumpleaños más, no se haya hecho la misma pregunta? Johnson se la planteó en 1775, cuando tenía 65 años:

Cuando, al volver la vista atrás, a los propósitos de mejora y enmienda que, año tras año, me he hecho y he incumplido, ya fuese por descuido, por olvido, por una vil pereza, por interrupciones fortuitas o por alguna indisposición patológica, y descubro tantos años de mi vida perdidos sin provecho, y que en retrospectiva solo puedo ver algún día que otro debida y vigorosamente utilizado, ¿por qué aun así debería volver a proponérmelo? Lo intento porque la reforma es necesaria, y la desesperanza, un crimen. Lo intento con la humilde esperanza de que Dios me ayude.

Entre tantos lamentos, es fácil pasar por alto el propósito que Johnson sí cumplió, aunque nunca lo puso por escrito, que yo sepa: el propósito de seguir haciéndose propósitos. Quizá se pueda ver como un ejercicio de perseverancia por parte de Johnson, pero yo prefiero verlo como un acto de caridad hacia sí mismo. Si Johnson es famoso por algo aparte de por sus logros literarios y sus agudos aforismos, es por su espíritu caritativo.

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