Seguía una receta de pan de soda irlandés que encontraba en un periódico amarillento en su cajón, solo para comerme la mitad y repartir el resto a los vecinos, en su mayoría monjas que estaban encantadas de recibir pan de una cocina irlandesa “de verdad”. Por la noche, un viejo sacerdote italiano llamaba a la puerta y entregaba la hostia bendecida, que mi abuela tomaba solemnemente con la lengua.
Yo también la tomaba, no porque creyera que era la carne de Cristo, sino porque sabía que era la única manera de compartir una comida con mi abuela. No es necesario mencionar que mi situación vital no era nada propicia para el sexo gay ni para la mayoría de los demás “pecados”, así que no tenía ninguno que confesar antes de tragar la hostia.
Rápidamente aprendí cómo el cuerpo humano puede funcionar con poca comida. Durante varios días, íbamos juntos por el pasillo a la misa católica diaria. Mientras los demás asistentes a la misa llevaban pantuflas raídas e incluso batas, mi abuela, aun ante la muerte, usaba trajes salpicados de motivos tropicales y un reluciente reloj de oro en la muñeca.
Lejos de mi fantasía gay sudamericana, me encontré soltero y rodeado de los rostros blancos y pastosos de monjas y viudas. No había más hombres en mi vida cotidiana que el Cristo sangriento, crucificado y musculoso (extrañamente sexy) que colgaba sobre el altar.
A pesar de lo unidos que estábamos, sobre todo porque la vi hasta el momento de su muerte, mi abuela no sabía que yo era gay, ni se lo dije.
Al cabo de unas semanas, ya no podía vestirse ni caminar por el pasillo para ir a misa ni dejar golosinas a los vecinos. Su piel blanca y nacarada se volvió gris como el agua de la vajilla, sus penetrantes ojos verdes se volvieron tan turbios como el mar que una vez cruzó.
Tal vez por fervor religioso, o simplemente por la necesidad de tapar el olor a podrido, el sacerdote encendió una vela roja alargada que representaba a Jesús con su corazón coronado en llamas que salía del pecho. Al igual que las cortinas de encaje que apenas disimulan la pobreza irlandesa, la vela con aroma a rosas no lograba ocultar el aroma a muerte que impregnaba la habitación.